SINOPSIS
En este novedoso y apasionante libro, Sarah Parcak nos desvela la evolución, los principales descubrimientos y el futuro de la arqueología espacial, un área de conocimiento en vías de expansión que está dando lugar a hallazgos extraordinarios sobre antiguas civilizaciones de todo el mundo.
Utilizando imágenes por satélite, la autora nos demuestra que su campo de estudio permite localizar y cartografiar estructuras y yacimientos arqueológicos que de otro modo quedarían ocultos. Se trata de una mirada desde el espacio que no solo nos revela la importancia de lo inexplorado, sino que logra desmontar conceptos que se creían inamovibles con respecto a sitios o épocas fundamentales de la historia al descubrir asentamientos, caminos, fortalezas, centros ceremoniales… desconocidos hasta ahora o situados en lugares donde pocos arqueólogos se habían aventurado.
Repleto de datos interesantes y anécdotas personales, La arqueología desde el espacio es una invitación a conocer una disciplina novedosa y crucial para la preservación de los restos materiales del pasado, así como para la historia de las civilizaciones.
Sarah Parcak
La arqueología desde
el espacio
Una forma revolucionaria de acercarnos
Traducción de Beatriz Ruiz Jara
La autora donará una parte del anticipo de este libro para apoyar a la misión de GlobalXplorer, una organización 501(c)(3) sin ánimo de lucro registrada en Alabama. Entre sus objetivos se cuentan el trabajo de campo y las escuelas sobre el terreno en Egipto, la formación en tecnologías innovadoras de especialistas extranjeros en patrimonio arqueológico y cultural, y la promoción de un movimiento global de arqueología ciudadana. Si las ideas que figuran en este libro os conmueven, os invito a visitar el sitio www.globalxplorer.org para convertiros en arqueólogos espaciales en período de formación.
Introducción
Mi vida entera es una ruina. Literalmente. No, este libro no es un grito de socorro, ni un viaje hacia el autoconocimiento. Soy arqueóloga. Me he pasado buena parte de los últimos 20 años trabajando en excavaciones, en Egipto y en Oriente Medio, explorando ruinas en América Central y América del Sur, cartografiando yacimientos por toda Europa y hasta cavando en busca de algún que otro vikingo. Se podría pensar que estoy obsesionada con la tierra que piso y con todas las maravillas que pueda contener; aunque no resplandezcan, su valor es incalculable. Esa tierra contiene nada menos que los indicios de quiénes somos, de cómo hemos llegado hasta aquí y de cómo podríamos prosperar en el futuro.
La mayoría de nosotros puede mirar al pasado e identificar los momentos cruciales que influyeron en el viaje que le ha llevado al lugar que ha alcanzado en su carrera: un acontecimiento inesperado, tal vez, conocer a una persona determinante, alguna clase de revelación. Algo. En mi caso, reconozco una influencia arraigada en la ficción y otra sólidamente asentada en la realidad.
P IZZA, VÍDEOS Y LA SENDA QUE ME LLEVÓ A HACERME ARQUEÓLOGA
Si fuisteis niños en los años ochenta, igual que yo, quizá la rutina de vuestros viernes por la noche incluyera pedir una pizza y alquilar en el videoclub del barrio una película en VHS. Madre mía, tan solo escribirlo me hace sentir vieja. Al salir de clase, mi madre nos llevaba a mi hermano, Aaron, y a mí calle arriba hasta una casucha antigua que habían reacondicionado para albergar miles de cintas clasificadas por género y según su calificación por edades.
Para gran mortificación de mi madre, nosotros invariablemente elegíamos alguna de estas tres películas: La princesa prometida, La historia interminable o En busca del arca perdida. (Ahora que yo también tengo un hijo, que lo único que quiere ver es Los Minions en modo bucle, me doy cuenta del purgatorio que sufrió mi madre. Ella se ríe de mí.)
Si escogíamos El arca perdida, yo me quedaba allí sentada, absorta, memorizando cada escena, cada línea de diálogo, cada gesto. No sabría decir si era por Egipto, por la pura aventura o simplemente por Harrison Ford, pero aquella película me atrapaba.
A esa edad yo ignoraba que no existía nada semejante a un fedora de talla única para arqueólogos. Nos especializamos en diversas subdisciplinas: además de centrarse en una época histórica o en una región determinada, un arqueólogo puede estudiar cerámica, arte, huesos, arquitectura antigua, técnicas de datación o incluso documentación e ilustración.
Formo parte de una especialidad relativamente nueva llamada «arqueología espacial». El nombre no me lo he inventado yo. Consiste en el análisis de distintos conjuntos de datos obtenidos por satélite —seguramente Google Earth es uno de los que os pueden sonar— con el fin de localizar y cartografiar estructuras y yacimientos arqueológicos que de otro modo quedarían ocultos. Es un trabajo bastante chulo, a pesar de que, cuando yo empecé a asistir a clases de arqueología en la universidad, no era una opción profesional evidente.
La razón de por qué hago lo que hago se remonta a mi abuelo, Harold Young, que era profesor de ingeniería de montes en la Universidad de Maine. Cuando era pequeña, todos los fines de semana, mientras mis padres trabajaban por las noches en el restaurante familiar, Aaron y yo íbamos a casa de mis abuelos, que estaba en una empinada calle ribeteada de árboles, en Orono, Maine. La abuela y el abuelo se habían jubilado, mi abuelo de la universidad y mi abuela de su puesto allí como secretaria de la junta de la facultad.
La abuela mandaba en el hogar de los Young y en el claustro con puño de hierro, hasta tal punto que el abuelo siempre nos respondía lo mismo cuando le preguntábamos si podíamos salir a jugar:
—Yo solo soy el capitán —decía sonriendo—. ¡Tendréis que preguntarle al general!
Y se volvía hacia la abuela para ejecutar un raudo saludo. Aquello la ponía como un basilisco, y a nosotros nos hacía troncharnos de la risa.
E L ABUELO Y MI VIAJE AL ESPACIO
Efectivamente, el abuelo era capitán, puesto en el que había servido como paracaidista en la Segunda Guerra Mundial. Como parte de la División Aerotransportada 101 del Ejército de Estados Unidos, conocida como las Águilas Chillonas, había liderado un pelotón y había saltado el día anterior al Día D. También había liderado una de las seis cargas a la bayoneta de la guerra, lo que le valió una Estrella de Bronce con un ramillete de hojas de roble y un Corazón Púrpura. Para planificar las posiciones de aterrizaje y trazar un plano donde coordinar a sus tropas, analizaba fotografías aéreas, una tecnología de última generación para la época.