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El virus ahora conocido como Hendra no fue el primero de los nuevos y aterradores gérmenes. Tampoco el peor. Comparado con alguno de los otros, parece relativamente leve. Sus efectos letales, en términos numéricos, fueron reducidos al principio y han seguido siéndolo; su ámbito geográfico fue local y muy limitado, y episodios posteriores no lo han extendido mucho más. Apareció por primera vez cerca de Brisbane, Australia, en 1994. Inicialmente, hubo dos casos, de los cuales solo uno fue mortal. No, un momento, corrijo lo dicho: hubo dos casos humanos y una víctima humana. Hubo otras víctimas que también sufrieron y murieron, más de una docena —víctimas equinas—, y su historia es parte de este relato. La cuestión de las enfermedades animales y la de las enfermedades humanas son, como veremos, hebras de un mismo cordón entrelazado.
La aparición inicial del virus Hendra no pareció muy grave o noticiable, a menos que uno viviese en el oriente australiano. Nada parecido a un terremoto, una guerra, una masacre a tiros provocada por un alumno o un tsunami. Pero sí fue peculiar. Y espeluznante. Hoy el virus Hendra es ligeramente más conocido, al menos entre los australianos y los epidemiólogos, y por tanto ligeramente menos espeluznante, pero no por ello menos peculiar. Es algo paradójico: marginal, esporádico, pero al mismo tiempo representativo en un sentido más amplio. Exactamente por ese motivo, señala un punto apropiado desde el que partir para comprender la emergencia de determinadas nuevas realidades virulentas en este planeta, realidades que incluyen la muerte de más de treinta millones de personas desde 1981. Entre esas realidades se encuentra un fenómeno conocido como «zoonosis».
Una zoonosis es una infección animal transmisible a humanos. Hay muchas más enfermedades de este tipo de las que cabría esperar. Una es el sida. La gripe engloba toda una categoría entera de ellas. Considerarlas conjuntamente contribuye a reafirmar el antiguo aserto darwiniano (el más oscuro, célebre y persistentemente olvidado de todos los suyos) según el cual el humano es un tipo de animal, inextricablemente ligado a los demás animales: en origen y linaje, en la salud y en la enfermedad. Considerar las cosas por separado —empezando por este caso en Australia, relativamente desconocido— sirve como sano recordatorio de que todo, incluso las pestes, procede de algún lugar.
2
En septiembre de 1994, estalló un violento malestar entre los caballos de una zona residencial del extremo norte de Brisbane. Se trataba de purasangres, animales esbeltos y bien cuidados, criados para las carreras. El lugar se llamaba Hendra. Era un barrio antiguo y tranquilo, lleno de pistas para carreras de caballos y personas que se dedicaban profesionalmente a ellas, con casas de madera cuyos patios traseros se habían reconvertido en establos, quioscos que vendían folletos con soplos sobre los favoritos en las carreras y cafeterías en las esquinas con nombres como The Feed Bin. La primera víctima fue una yegua baya llamada Drama Series, retirada de la competición y dedicada plenamente a la cría; esto es, preñada y en avanzado estado de gestación. Drama Series empezó a mostrar indicios de que no se encontraba bien en el picadero de reposo, una descuidada pradera a varios kilómetros al sudeste de Hendra, donde se llevaba a los caballos de carreras a descansar entre un paseo y el siguiente. La habían dejado allí como yegua de cría, y allí habría permanecido hasta la última fase de su embarazo si no hubiese caído enferma. No es que tuviese ningún problema grave; o al menos eso parecía entonces. Pero no tenía buen aspecto, y su entrenador pensó que era mejor sacarla de allí. El entrenador era un hombrecillo experimentado y carismático llamado Vic Rail, con el pelo castaño engominado y la reputación de saber lo que hacía en el mundillo local de las carreras. Vickie, como me dijo alguien, era «duro como el pedernal, pero un canalla adorable». Había quienes no lo tragaban, pero ni siquiera estos negaban lo mucho que sabía de caballos.
Fue Lisa Symons, la novia de Rail, la que cogió un remolque para caballos para recoger a Drama Series. La yegua se resistía a moverse. Parecía como si le doliesen las pezuñas. Tenía hinchazones alrededor de los labios, los párpados y la mandíbula. Una vez de vuelta en el modesto establo de Rail en Hendra, Drama Series sudaba con profusión y siguió mostrándose indolente. Confiando en que, cuidándola, conseguiría salvar a la cría, Rail intentó alimentarla a la fuerza a base de zanahoria rallada y melaza, pero el animal no quiso comer. Tras el intento, Vic Rail se lavó las manos y los brazos, aunque, visto en retrospectiva, quizá no de forma tan concienzuda como habría debido hacerlo.
Esto ocurrió el miércoles 7 de septiembre de 1994. Rail avisó a su veterinario, un hombre alto llamado Peter Reid, sobrio y profesional, que acudió a examinar a la yegua. Había pasado a ocupar su propia cuadra en el establo, un compartimento con paredes de bloques de hormigón y suelo de arena, a poca distancia del resto de caballos de Rail. El doctor Reid no detectó secreciones nasales u oculares, ni síntomas de dolor, pero Drama Series era un pálido reflejo de su robusto aspecto habitual. La palabra con la que la describió fue «deprimida», que en la jerga veterinaria hace referencia a una dolencia física, no psicológica. Tenía tanto la temperatura como el pulso elevados. Reid notó que la yegua tenía la cara hinchada. Le abrió la boca para examinarle las encías y vio restos de la zanahoria rallada que el animal no había querido o podido tragar; le inyectó antibióticos y analgésicos. A continuación, se fue a casa. A las cuatro de la mañana, lo despertó una llamada. Drama Series se había escapado de su cuadra, se había desplomado en el picadero y estaba muriéndose.
Reid corrió hacia los establos, pero al llegar la encontró ya muerta. Había sido rápido y desagradable. Cada vez más nerviosa a medida que empeoraba su estado, había salido dando tumbos mientras la puerta de la cuadra estaba abierta, se había caído varias veces, se había desgarrado la pierna hasta el hueso, se había levantado y había vuelto a caerse en el prado delantero, hasta que un mozo del establo la había inmovilizado para su propia seguridad fijándola al suelo. Presa de la desesperación, Drama Series se zafó de sus ataduras y se estrelló contra un montón de ladrillos. Entre el mozo y Rail consiguieron volver a inmovilizarla, y este le limpió una secreción espumosa que le salía de los orificios nasales —intentando ayudarla a respirar— justo antes de que muriese. Reid inspeccionó el cuerpo y vio que aún le salía espuma líquida de los orificios nasales, pero no hizo una autopsia porque Vic Rail no podía permitirse el lujo de ser tan curioso y, más en general, porque nadie podía prever que se produciría una emergencia sanitaria en la que cualquier información, por mínima que fuera, sería crucial. Sin mayores contemplaciones, el transportista habitual llevó el cadáver de Drama Series al basurero donde acababan todos los caballos de Brisbane.