Abreviaturas
de las notas
APS American Philosophical Society – Sociedad Filosófica Estadounidense (Filadelfia)
HSP Historical Society of Philadelphia – Sociedad Histórica de Filadelfia
JHU Archivo Médico Alan Mason Chesney (Johns Hopkins University)
LC Library of Congress – Biblioteca del Congreso
NA National Archives – Archivo Nacional
NAS National Academy of Sciences Archives – Archivo de la Academia Nacional de las Ciencias
NLM National Library of Medicine – Biblioteca Nacional de Medicina
RG Record group (National Archives) – Registro del Archivo Nacional
RUA Rockefeller University Archives – Archivos de la Rockefeller University
SG Surgeon General (General Médico, mil.) William Gorgas
SLY Sterling Library, Yale University – Biblioteca Sterling de la Universidad de Yale
UNC University of North Carolina (Chapel Hill) – Universidad de Carolina del Norte
WP Welch papers at JHU – Papeles de Welch en el JHU
Agradecimientos
E ste libro pretendía ser, en sus comienzos, una historia de la epidemia más letal de la historia de la humanidad contada desde la perspectiva de los científicos que intentaron combatirla y de los líderes políticos que intentaron gestionarla. Pensé que escribirlo me llevaría dos años y medio, tres como mucho.
El plan no funcionó. Tardé siete años en escribir este libro, que ha evolucionado (y crecido, espero) hasta convertirse en algo muy distinto a lo que había concebido originalmente.
Me llevó tanto tiempo porque no creí posible escribir sobre los científicos sin explorar la naturaleza de la medicina estadounidense de la época, pues los científicos de este libro hicieron mucho más que investigar en un laboratorio: cambiaron la naturaleza misma de la medicina del país.
Además, el hecho de encontrar material útil sobre la epidemia se revelaría extraordinariamente difícil. Era sencillo encontrar historias de muerte, pero mi interés se centraba más bien en la gente que trataba de ejercer algún tipo de control sobre los acontecimientos. Todo el que hubiera hecho eso estaba demasiado ocupado y demasiado abrumado para molestarse además en llevar un registro de lo que hacía.
A lo largo de esos siete años mucha gente me prestó su ayuda. Algunos compartieron conmigo sus conocimientos, sus propias investigaciones, o me ayudaron a encontrar material. Otros me ayudaron a entender cómo funciona un virus de la gripe y la enfermedad que provoca, o me dieron consejos para organizar el manuscrito. Ninguno de ellos, por supuesto, es responsable de los errores que pueda haber en el libro, ya sea por comisión o por omisión, tanto si afectan a los hechos como a la opinión. No estaría bien leer una nota de agradecimiento en la que el autor culpara a otros de sus errores.
Dos amigos, Steven Rosenberg y Nicholas Restifo, del National Cancer Institute, me ayudaron a entender cómo enfoca el científico un problema, y también leyeron algunas partes del manuscrito e hicieron comentarios. Igual que Peter Palese, del Mount Sinai Medical Center (Nueva York), uno de los expertos mundiales en virus de la gripe, que me prestó su tiempo y sabiduría. Robert Webster, del St. Jude Medical Center —y, como Palese, líder mundial en la investigación de la gripe—, me ofreció sus opiniones y críticas. Ronald French revisó el texto por si tuviera imprecisiones relativas al curso clínico de la enfermedad. Vincent Morelli me presentó a Warren Summers, que junto a toda la sección pulmonar del Health Sciences Center de la Universidad Estatal de Luisiana (Nueva Orleans) me ayudó a entender lo que sucede en los pulmones durante un ataque de gripe; Warren tuvo una paciencia infinita y fue de gran ayuda para mí. Mitchell Freidman, de la Tulane Medical School, también me explicó qué sucede en los pulmones.
Jeffrey Taubenberger, del Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, me mantuvo al corriente de sus últimos descubrimientos. John Yewdell, de los Institutos Nacionales de Salud, también me contó muchas cosas del virus. Robert Martensen, de Tulane, me hizo sugerencias muy valiosas sobre la historia de la medicina. Alan Kraut, de la American University, también leyó y comentó parte del manuscrito.
Quiero agradecer especialmente a John MacLachlan, del Centro de Investigaciones Biomedioambientales Tulane-Xavier, su ayuda a la hora de convertir este libro en realidad. William Steinmann, responsable del Centro de Eficacia Clínica y Apoyo Vital del Tulane Medical Center, me ofreció generosamente un sitio en su despacho, sus conocimientos sobre la enfermedad y su amistad.
Todas las personalidades citadas son licenciados o doctores en Medicina, o ambas cosas. Sin su ayuda yo me hubiera sentido muy perdido cuando intentaba comprender mi propia tormenta de citoquinas.
La gente que escribe libros siempre da las gracias a los bibliotecarios y archiveros. Y con razón: prácticamente todo el personal de la Biblioteca Médica Rudolph Matas de la Universidad de Tulane fue muy amable conmigo, pero Patsy Copeland merece una mención especial. Y también Kathleen Puglia, Sue Dorsey y Cindy Goldstein.
También quiero mostrar mi agradecimiento a Mark Samels, de American Experience (WGBH), que puso a mi disposición todo el material recogido para su programa sobre la pandemia; a Janice Goldblum, de la National Academy of Sciences, que hizo mucho más que su trabajo; a Gretchen Worden, del Mutter Museum de Filadelfia. También a Jeffrey Anderson, estudiante de posgrado en Rutgers, y Gery Gernhart, estudiante de posgrado de la American University, que me ofrecieron generosamente sus propias investigaciones. A Charles Hardy, de la Universidad de West Chester, que me contó de viva voz las historias que había escuchado y a Mitch Yockelson, del Archivo Nacional, que me regaló sus conocimientos. Eliot Kaplan, entonces editor de Philadelphia Magazine, también apoyó mi proyecto. Asimismo, quiero dar las gracias a Pauline Miner y Catherine Hart, de Kansas. Por su ayuda con las fotos deseo mostrar mi agradecimiento a Susan Robbins Watson de la Cruz Roja Americana, a Lisa Pendergraff de la Biblioteca de Dudley Township, en Kansas, a Andre Sobocinski y Jan Herman de la Administración de Medicina Naval, a Darwin Stapleton de los archivos de la Rockefeller University y a Nancy McCall de los archivos Alan Mason Chesney, en la Johns Hopkins. Y a Pat Ward Friedman, por las historias de su abuelo.
Y llegamos a mi editora, Wendy Wolf. Aunque este no es más que mi quinto libro, si contamos todos los artículos de prensa que he escrito he trabajado con docenas de editores. Wendy Wolf destaca sobre el resto. Edita a la antigua: trabaja el texto, y en este manuscrito en concreto se empleó a fondo. Ha sido un placer trabajar con ella, y decir eso es una auténtica declaración de principios, para bien o para mal (espero que para bien), porque sin ella este libro no existiría. Quiero también dar las gracias a Hilary Redmon por su diligencia, fiabilidad y ayuda en todos los aspectos.
Gracias también a mi agente, Raphael Sagalyn, un profesional excelente donde los haya. He tenido muchos editores pero solo un agente, un hecho que habla por sí solo.
Y por último, a mi estupenda esposa, Margaret Anne Hudgins, que me ayudó de tantas maneras que no es posible enumerarlas aquí, tanto en general como en particular, pero sobre todo siendo quien es. Y después, por supuesto, están mis primos.
Bibliografía
Principales fuentes
Archivos y colecciones
Archivos Alan Mason Chesney, Johns Hopkins University
Papeles de Christian Herter
Papeles de Eugene Opie
Papeles de Franklin Mall
Papeles de Stanhope Bayne-Jones
Papeles de Wade Hampton Frost
Papeles de William Halsted
Papeles de William Welch
Sociedad Filosófica Americana
Papeles de Eugene Opie
Papeles de Harold Amoss