Para mi hijo, James Nelson
En 1985, cuando Nelson Mandela llevaba veintitrés años en prisión, se propuso conquistar a sus enemigos, los más fervientes defensores del apartheid. Así obtuvo su libertad y consiguió convertirse en presidente. Pero la inestabilidad de un país dividido por cincuenta años de odio racial cristalizó en la amenaza de una guerra civil. Mandela comprendió que tenía que conseguir la unión de blancos y negros de forma espontánea y emocional, y vio con claridad que el deporte era una estrategia extraordinaria para lograrlo.
John Carlin ha descubierto el factor humano que hizo posible un milagro: la capacidad innata de Mandela para seducir al oponente y su tenaz deliberación de utilizar el mundial de rugby de 1995 para sellar la paz y cambiar el curso de la Historia. La final de aquel mundial culminó con la victoria sudafricana en el último minuto, y fundió en un abrazo a negros y blancos en el ejemplo más inspirador que ha visto la humanidad.
Carlin, cuya labor como corresponsal en Sudáfrica ha sido calificada por Mandela como «absolutamente magnífica », ofrece un apasionante relato en la voz de un grupo de personajes que vivieron esta gran historia que la Warner Bros no ha dudado en llevar al cine bajo la dirección de Clint Eastwood, y la interpretación de Morgan Freeman y Matt Damon. «En sus manos, existe la posibilidad de que la película haga justicia a la historia, pero no esperéis a la película», The New York Times.
John Carlin
El factor humano
Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación
ePub r1.3
17ramsor 12.11.15
INTRODUCCIÓN
La primera persona a la que propuse hacer este libro fue Nelson Mandela. Nos vimos en el salón de su casa de Johanesburgo en agosto de 2001, dos años después de que se retirase de la presidencia de Sudáfrica. Después de intercambiar unas cuantas bromas, cosa que se le da muy bien, y algunos recuerdos comunes sobre los tensos años de la transición política en Sudáfrica, que yo había cubierto para un periódico británico, le hice mi propuesta.
Empecé por exponer los temas generales y le dije que, en mi opinión, todas las sociedades aspiran, conscientemente o no, a utopías de un tipo u otro. Los políticos comercian con las esperanzas de la gente de alcanzar el cielo en la tierra. Como no es posible, las vidas de las naciones, como las de las personas, son una lucha perpetua por hacer realidad esos sueños. En el caso de Mandela, el sueño que le sostuvo durante sus veintisiete años de cárcel fue el mismo que el de Martin Luther King Jr.: que un día, a la gente de su país, se la juzgara no por el color de su piel sino por su carácter.
Mientras hablaba, Mandela seguía sentado, inescrutable como una esfinge, como hace siempre que la conversación se vuelve seria y él es el oyente. Uno no está seguro, mientras parlotea sin parar, de si le está prestando atención o está perdido en sus propios pensamientos. Sin embargo, cuando cité a King, asintió, los labios cerrados, con un brusco movimiento de barbilla.
Animado, le dije que el libro que pensaba escribir trataba sobre la pacífica transferencia de poder de la minoría blanca a la mayoría negra en Sudáfrica, el paso del apartheid a la democracia; que el libro iba a cubrir diez años, empezando por el primer contacto político que tuvo él con el gobierno en 1985 (me pareció ver que asentía también a eso), cuando todavía estaba en prisión. En cuanto al tema, era una cuestión que podía tener importancia en cualquier lugar en el que surgen conflictos debidos a la incomprensión y la desconfianza que van de la mano del tribalismo congénito de la especie. Cuando dije «tribalismo», me refería al sentido más amplio de la palabra, aplicada a la raza, la religión, el nacionalismo y la política. George Orwell definió el término como esa «costumbre de suponer que a los seres humanos se les puede clasificar como a los insectos, y que es posible aplicar a bloques enteros de millones o decenas de millones de personas la etiqueta de “buenas” o “malas”». Nunca desde el nazismo se había institucionalizado ese hábito deshumanizador de forma tan completa como en Sudáfrica. El propio Mandela describió el apartheid como un «genocidio moral»: sin campos de la muerte, pero con el cruel exterminio del respeto de un pueblo por sí mismo.
Por ese motivo, el apartheid fue el único sistema político que, en el apogeo de la guerra fría, muchos países —Estados Unidos, la Unión Soviética, Albania, China, Francia, Corea del Norte, España, Cuba— estuvieron de acuerdo en considerar, según la definición de Naciones Unidas, «un crimen contra la humanidad». Sin embargo, de esa injusticia épica nació una épica reconciliación.
Le conté a Mandela que, en mi trabajo de periodista, había conocido a mucha gente que luchaba para lograr la paz en Oriente Próximo, Latinoamérica, África, Asia: para esas personas, Sudáfrica era un ideal al que todos aspiraban. En la industria de la «resolución de conflictos» que floreció tras el final de la guerra fría, cuando empezaron a estallar conflictos locales en todo el mundo, el manual a seguir para alcanzar la paz por medios políticos era la «revolución negociada» de Sudáfrica, como alguien la llamó una vez. Ningún otro país había hecho la transición de la tiranía a la democracia mejor ni con más compasión. Reconocí que ya se había escrito mucho sobre los mecanismos internos del «milagro sudafricano». Pero lo que faltaba, en mi opinión, era un libro sobre el factor humano, sobre lo milagroso del milagro. Lo que yo tenía en mente era una historia desinhibidoramente positiva que mostrase los mejores aspectos del animal humano; un libro con un héroe de carne y hueso; un libro sobre un país cuya mayoría negra debería haber exigido a gritos la venganza y, sin embargo, siguiendo el ejemplo de Mandela, dio al mundo una lección de inteligencia y capacidad de perdonar. Mi libro iba a estar habitado por un amplio repertorio de personajes, blancos y negros, cuyas historias transmitirían el rostro viviente de la gran ceremonia de redención sudafricana. Pero también, en un momento en el que, si observábamos a los líderes mundiales, la mayoría nos parecían enanos morales (la esfinge ni se inmutó al oírlo), mi libro iba a tratar sobre él. No sería una biografía, sino un relato que ilustrase su genio político, el talento que desplegó al ganarse a la gente para su causa a base de apelar a sus mejores cualidades; al sacar a relucir, en palabras de Abraham Lincoln, a «los ángeles buenos» de su naturaleza.
Le dije que quería situar el libro en torno al espectáculo dramático de un acontecimiento deportivo concreto. El deporte era un poderoso instrumento de movilización de masas y agudizaba las percepciones políticas (también aquí hizo un rápido y seco gesto de asentimiento). Cité varios ejemplos: los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, que Hitler utilizó para promover la idea de la superioridad aria, aunque el atleta negro estadounidense Jesse Owens desbarató sus planes al ganar cuatro medallas; Jackie Robinson, el primer negro que jugó en la liga de primera división de béisbol y ayudó a poner en marcha el cambio de actitud que desembocaría en una gran transformación social en Estados Unidos.
Luego recordé a Mandela una cosa que él había dicho uno o dos años antes, en la entrega de un premio a la labor de toda una vida a la estrella del fútbol brasileño Pelé. Había dicho, según las notas que llevaba conmigo, que «el deporte tiene el poder de transformar el mundo. Tiene el poder de inspirar, de unir a la gente como pocas otras cosas… Tiene más capacidad que los gobiernos de derribar las barreras raciales».