En los últimos días del año 800, Carlomagno fue coronado emperador por el papa León III. Sus dominios se extendían entre los Pirineos y el Elba, y desde el Tíber hasta el mar del Norte. Y ahora, el Pontificado de Roma se ponía bajo su protección, igual que el patriarca de Jerusalén que por ese tiempo, y con similar propósito, le enviaba el estandarte de la ciudad y las llaves del Santo Sepulcro. Arbitro de Occidente, artífice de Europa, dotó a su imperio de una unidad, religión y sistema institucionales; pero sobre todo logró una misma civilización. Gracias a él, a su empeño y ansia de saber, la cultura —hasta entonces confinada en conventos— comenzó a propagarse.
Harold Lamb
Carlomagno
ePub r1.0
Himali 27.04.14
Título original: Charlemagne: The Legend and the Man
Harold Lamb, 1954
Traducción: Hernán Sabaté
Diseño de cubierta: Himali
Editor digital: Himali
ePub base r1.1
En viejos relatos nos cuentan muchas maravillas de héroes… Ahora, aquí, leeréis los empeños de hombres valientes.
LOS NIBELUNGOS
HAROLD ALBERT LAMB (Alpine, New Jersey, 1892 - Rochester, New York, 9 de abril de 1962). Fue un historiador, novelista y guionista de cine estadounidense. Se crio en el estado de New Jersey y asistió a la Universidad de Columbia, donde se interesó por la historia de Asia. Su trabajo se hizo conocido a través de la revista Adventure, donde escribió desde los diecinueve años. El éxito de su biografía de Gengis Kan en 1927 lo convirtió en un reconocido biógrafo de personajes históricos: Tamerlán (1928), Omar Jayyam (1934), Alejandro Magno (1946), Solimán el Magnífico (1951), Carlomagno (1954), Aníbal (1958) y Ciro, el grande (1960). Hablaba francés, latín, persa y árabe. Sus investigaciones lo llevaron a recorrer Asia e incluir descripciones precisas de la geografía y las costumbres de la Tartaria y el Irán. Su libro Omar Jayyam fue dedicado a los persas que compartieron sus hogares con él. Su libro Ciro, el grande fue el resultado de una investigación casual del autor durante su servicio en Segunda Guerra Mundial.
Trabajó como guionista de Hollywood desde 1935, cuando escribió Las cruzadas, de Cecil B. DeMille, con quien colaboraría en otras cuatro películas.
Nota del autor
En este esfuerzo por escribir una biografía de Carlos el Grande, estoy profundamente obligado a la obra de Arthur Kleinclausz, de la facultad de Letras de Lyon. Sus volúmenes sobre Carlomagno, Alcuino y el ascenso del imperio carolingio me han servido de guía.
Este retrato del Carlomagno humano está basado en las fuentes de la época y situado en el marco físico de su reino franco como mejor he podido reconstruir. En él, los ríos llevan casi siempre sus nombres modernos. Igual sucede con las ciudades, salvo aquéllas importantes en la época y poco conocidas hoy, como es el caso de «la villa de Theodo», en la actualidad Thionville. Títulos y rangos se ofrecen en la forma medieval tardía, más sencillos: señores por seniores, o senescal en lugar de la mezcla de latín y teutónico, bastante singular, de Seni-Skalkoz, «el más anciano de los servidores».
Todas las personas que aparecen en este libro vivieron como se ha descrito, y sus nombres están utilizados en la forma castellanizada, cualquiera que sea el idioma de procedencia. A menudo, para escapar a la mera narración de los hechos según las crónicas, fragmentos de cartas o de tradiciones se han desarrollado en forma de breves escenas y diálogos entre personajes. Algunos detalles e incidentes han sido recogidos de la crónica del notable monje de SaintGall, quien parece haber conocido a fondo las costumbres y la personalidad del gran monarca.
Se han escrito muchos análisis históricos de la figura de Carlomagno, de su leyenda y del efecto que produjo sobre la literatura y sobre los acontecimientos posteriores a él, pero la vida del ser humano que había detrás parece haber escapado al registro escrito.
Al escribir este libro para el lector no especialista —y para mi propia satisfacción—, me pareció que se había puesto, en general, demasiado énfasis en lo que había sobrevivido de su reino y cómo había afectado a las naciones de la Europa occidental. Quizá lo más importante murió con él. Aquél era su propósito, su sueño, si se prefiere. Kleinclausz lo llama, como en el caso de Justiniano, su impulso idealista y moral por encima de los logros materiales. Y el erudito francés añade: «Proyectó a su advenimiento una repentina claridad sobre la confusa geografía política de la Europa occidental y central».
Fue como el destello de un faro en la oscuridad de Europa, que no volvería a aparecer hasta las Cruzadas. Esta obra ha pretendido hablar de esto; no tanto de su éxito como de su fracaso vital.
Prólogo
Su nombre era Carlos. Tras su muerte, durante generaciones, la gente lo recordó como un gran hombre y con este apelativo, Carlomagno, o Carlos el Grande, pasó a la historia.
Este nombre, además de inusual, viene a subrayar un hecho muy destacable. Carlomagno, a diferencia de la mayoría de reyes, parece haber pertenecido no a una, sino a todas las naciones de la Europa occidental y cristiana. Y ello se debe a que, hacia el final de su vida, consiguió unificar a esos pueblos en una única comunidad cristiana y, con ello, les proporcionó una esperanza.
En su época y en aquella región del mundo, la civilización estaba agonizando. Junto a las últimas legiones romanas, la ciencia, la ley y el orden —los pilares que nos sostienen en la actualidad— retrocedían ante el empuje de nuestros antepasados, los pueblos bárbaros de las costas atlánticas. Algunos de ellos, como los visigodos y los lombardos, entraron en estrecho contacto con el Imperio Romano en desintegración y conservaron recuerdos y ciertos lujos de la civilización que se extinguía.
En cambio, los francos, el pueblo de Carlomagno, llegaron a escena demasiado tarde. Encontraron una tierra yerma en la que imperaba la fuerza bruta y se establecieron en ella, entre los ríos Loira y Rin, inquietados por visiones de los aquelarres de brujas y por la presencia del Malvado, que acechaba en la noche del bosque. Sólo gracias a la predicación de misioneros como el irlandés Columbano poseían estos pueblos cierta esperanza en la salvación de su alma y en la posible segunda venida de Cristo a la tierra.
Los francos, pertenecientes al tronco de tribus germánicas, eran hombres de considerable fuerza física y de tradiciones guerreras —conocedores de la saga de Beowulf, el héroe que hirió mortalmente al monstruo Grandel, al cual no podía causar daño ningún arma— y lograron sobrevivir con esfuerzo en sus claros de bosque. Sin embargo, quedaron confinados y aislados en su rincón de Europa debido a la presión de los pueblos eslavos y las tribus de jinetes nómadas procedentes del Este. Asimismo, quedaron separados de la ciudad donde sobrevivía la cultura grecorromana, Constantinopla, por un mar a través del cual se extendía otra cultura, la del Islam, impulsada por los árabes y antagonista de la suya. En las densas tinieblas del siglo VII, el mundo de los francos parecía entrar en su era final y muchos daban por seguro que acabaría bruscamente en el año 1000 del Señor.