Título original: Le peuple
Jules Michelet, 1846
Traducción: Odile Guilpain
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2
A Edgar Quinet
E STE LIBRO ES MÁS que un libro: es yo mismo, por eso os pertenece.
Es yo y es vos, amigo mío; me atrevo a decirlo. Lo habéis observado con razón: nuestros pensamientos, comunicándonoslos o no, concuerdan siempre. Vivimos de un mismo corazón… ¡Bella armonía que podría sorprender! ¿Pero acaso no es natural? Toda la diversidad de nuestros trabajos germinó desde una misma raíz viva: el sentimiento de la Francia y la idea de la Patria. Recibid pues este libro del Pueblo porque él es vos y él es yo. Por vuestros orígenes militares y por el mío, obrero industrial, representamos, no menos que otros quizá, las dos caras modernas del pueblo, y su reciente advenimiento.
Este libro surge de mí mismo, de mi vida, de mi corazón. Ha salido de mi experiencia, mucho más que de mi estudio. Lo extraje de mi observación, de mis relaciones de amistad y de vecindad. Lo fui recogiendo en los caminos. El azar se complace en servir al que persigue tenazmente un solo pensamiento. En fin, lo encontré sobre todo en los recuerdos de mi juventud. Para conocer la vida del pueblo, sus trabajos, sus sufrimientos, me bastaba con interrogar mis recuerdos.
Puesto que yo también, amigo mío, he trabajado con mis manos, el verdadero nombre del hombre moderno, el de trabajador, me corresponde en más de un sentido. Antes de hacer libros los compuse materialmente: ensamblé letras antes de ensamblar ideas; no ignoro las tristezas del taller, el tedio de las largas horas…
¡Triste época! Eran los últimos años del Imperio; todo parecía hundirse para mí: la familia, la fortuna y la patria.
Lo mejor que tengo se lo debo, sin duda alguna, a esas pruebas; lo poco que vale el hombre y el historiador que soy es preciso atribuírselo a ellas. De ello he guardado, sobre todo, un sentido profundo de lo que es el pueblo, y un conocimiento del tesoro que posee: la virtud del sacrificio, el suave recuerdo de aquellas almas de oro que conocí en las más humildes condiciones.
A nadie debe extrañar que conociendo como nadie los antecedentes históricos de este pueblo, y habiendo además compartido su vida, sienta yo una necesidad imperiosa de veracidad cuando se me habla de él. Cuando los adelantos de mi Historia me condujeron a ocuparme de cuestiones actuales, y a echar una mirada a los libros en que eran debatidas, confieso que me sorprendió descubrir que casi todos contradecían mis recuerdos. Entonces cerré los libros y retorné al pueblo hasta donde me fue posible: el escritor solitario se volvió a zambullir en la multitud, escuchó de ella los ruidos, tomó nota de sus voces… Ciertamente era el mismo pueblo; los cambios sólo eran externos; mi memoria no me engañaba… Fui a consultar a los hombres, a escucharlos hablar de su propia suerte, a oír de sus propios labios lo que no se encuentra a menudo en los escritores de mayor brillo: palabras llenas de sentido común.
Esta investigación, comenzada en Lyon hace unos diez años, la proseguí en otras ciudades estudiando con hombres prácticos y espíritus positivos la verdadera situación del campo, tan poco examinada por nuestros economistas. Cuesta trabajo creer todo lo que he reunido en materia de información que no se halla en ningún libro. Después de la conversación con hombres de genio y con sabios especialistas, la del pueblo es ciertamente la más instructiva. Si no se puede conversar con Béranger, Lamennais o Lamartine, hay que ir al campo y hablar con los campesinos. Porque ¿qué se puede aprender con los que están en medio? Por lo que respecta a los salones, jamás he salido de uno sin sentir el corazón encogido y frío.
Mis diversos estudios de historia me revelaron hechos del mayor interés, que los historiadores callan; por ejemplo, las etapas y las posibilidades de la pequeña propiedad antes de la Revolución. Mi investigación en vivo me enseñó igualmente muchas cosas que no figuran en absoluto en las estadísticas. Sólo citaré una que acaso se juzgue insignificante pero que para mí resulta importante y digna de toda atención; a saber, la inmensa adquisición de ropa blanca de algodón que hicieron los hogares pobres hacia 1842, a pesar de que los salarios habían bajado o al menos disminuido de valor por la baja natural del precio de la moneda. Este hecho, significativo de por sí como progreso en favor de la limpieza que está ligada a otras tantas virtudes, lo es más aún en cuanto prueba la estabilidad creciente del hogar y la familia, y la influencia, sobre todo de la mujer, que, ganando poco, no pudo hacer este gasto más que dedicando a él una parte del salario del hombre. En estos hogares la mujer es la economía, el orden y la providencia. Cualquier influencia que ella gane es un progreso en la moralidad.
Este ejemplo no carece de utilidad para mostrar hasta dónde los documentos recogidos en las estadísticas y otras obras de economía, aun suponiendo que fueran exactos, son insuficientes para comprender lo que es el pueblo, porque ofrecen resultados parciales y artificiales, enfocados desde una perspectiva estrecha que se presta a interpretaciones equivocadas.
Los escritores y los artistas, cuyos procedimientos son completamente opuestos a estos métodos abstractos, parecen aportar al estudio del pueblo el sentimiento de la vida. Muchos de ellos, los más eminentes, han abordado este gran tema, y no les ha faltado talento: sus éxitos han sido inmensos. Europa, que desde hace mucho tiene poca inventiva, recibe con avidez los productos de nuestra literatura. Porque los ingleses apenas producen artículos de revistas; y en cuanto a los libros alemanes, ¿dónde se leen sino en Alemania?
Sería bueno examinar si los libros franceses que tienen tanta popularidad y autoridad en Europa representan verdaderamente a Francia; si no han mostrado ciertas facetas excepcionales, muy desfavorables; si estas pinturas donde casi no se encuentran sino nuestros vicios y fealdades no le han hecho a nuestro país un inmenso daño ante las naciones extranjeras. Porque el talento, la buena fe de los autores, la conocida liberalidad de sus principios, han dado a sus palabras un peso abrumador. De modo que el mundo ha recibido sus libros como un juicio terrible de Francia sobre sí misma.
Francia tiene algo grave contra sí misma: que se muestra desnuda frente a las demás naciones. Éstas, de alguna manera, se mantienen vestidas. Con todo y sus encuestas, con todo y su publicidad, Alemania y aun Inglaterra son comparativamente poco conocidas, y no pueden verse a sí mismas, puesto que no se hallan al centro.
Lo que más se nota en una persona desnuda es tal o cual defecto. Esto es lo primero que salta a la vista, más aún si una mano complaciente coloca sobre él una lente de aumento que lo agiganta, que lo ilumina con una luz atroz, implacable, a tal punto que los accidentes más naturales de la piel resaltan a la vista asombrada.
Esto precisamente le ha ocurrido a Francia. Sus innegables defectos, que la actividad creciente y el choque de los intereses y de las ideas explican suficientemente, han crecido bajo la pluma de sus grandes escritores y se han convertido en monstruos. Por ello Europa la concibe como un monstruo.
Nada sirve tanto, en el mundo político, como el acuerdo de la gente decente. Todas las aristocracias: la inglesa, la rusa, la alemana, no tienen más que mostrar una cosa como testimonio contra Francia; los retratos que hace de sí misma por mano de sus grandes escritores (en su mayoría amigos del pueblo y partidarios del progreso). El pueblo que se pinta así, ¿no es el terror del mundo? ¿Hay suficientes ejércitos, fortalezas, para mantenerlo cercado, bajo vigilancia, hasta que se presente el momento favorable para abatirlo?
Página siguiente