Ufólogo, periodista, escritor e investigador de lo paranormal español, J. J. Benítez nació en Pamplona el 7 de Septiembre de 1946.
Licenciado en periodismo, trabajó en diversos periódicos como corresponsal, pero no fue hasta 1972, año en el que comenzó a investigar el fenómeno ovni, que su carrera empieza a despegar, de tal forma que en 1979 decide dedicarse plenamente a la indagación de lo desconocido.
Sus libros más conocidos son los que componen la saga de Caballo de Troya, cuyo primer libro, publicado en 1984 y que estuvo implicado en una agria polémica por plagio, incluye viajes en el tiempo, ovnis y a Jesús de Nazaret. En el año 2011 se publicó el noveno volumen, la conclusión de la serie.
J. J. Benítez ha publicado docenas de libros sobre ufología y todo tipo de fenómenos inexplicables. También dirigió y presentó una serie de documentales en TVE sobre el mundo de los desconocido y los enigmas de la historia que suscitó cierta controversia con grupos de escépticos.
Harry Mallard era un hombre apacible, siempre sonriente y bien dispuesto. Aquel jueves, 26 de enero de 1995, conversé con él por última vez. Harry falleció meses más tarde. Y en aquella postrera y cálida conversación —cómo no— me las ingenié para sacar a flote el viejo tema, casi nuestro tema. El inglés sonrió y, con cierto cansancio en la mirada, anunció que estaba a punto de abandonar sus investigaciones. Creí comprender. Mi cordial amigo llevaba cuarenta y tres años con aquel asunto. Cuarenta y tres años para nada…
Me presentaron a Harry en 1974. Desde entonces, a lo largo de veintiún años, tuve la fortuna de escuchar su historia en repetidas oportunidades. Siempre fui yo quien le salió al encuentro y quien preguntó por aquel singular suceso en Sudáfrica. Y Harry, paciente y entrañable, repetía el relato y lo hacía de forma impecable, sin desviarse ni entrar en contradicción. Y así, como digo, durante más de veinte años… En otras palabras: no tengo la menor duda sobre la historia que me dispongo a exponer y que vio la luz pública en 1979. No es mi costumbre repetir un mismo caso en dos libros diferentes. Si lo hago es por una serie de razones que iré desgranando poco a poco y que, estoy seguro, el lector sabrá comprender en su momento. Y Harry Mallard, como decía, volvió a contarme la vieja historia. La fecha exacta es el único dato que permaneció oscuro en su memoria. Pudo ocurrir en el verano de 1951 o quizá en el otoño-invierno de 1952. En las últimas entrevistas, Harry se inclinaba por la segunda.
Harry Mallard, ingeniero inglés, protagonista del encuentro en Sudáfrica en 1952. (Cortesía de Mercedes Ayala).
«Fue en julio de ese año [1952] —insistió— cuando empecé a trabajar para la compañía Contactor, dedicada a la fabricación de instrumentos y al servicio de la British Reostatic…
»En ese tiempo vivíamos en un lugar llamado Paarl, a cosa de cuarenta kilómetros de Ciudad del Cabo. La granja en cuestión, llamada “Lilly Fontein”, se alzaba a poco más de cinco kilómetros de Paarl y muy cerca de la carretera que conduce a la montaña de Drakenstein…
»En aquel apartado lugar, y en aquel tiempo, mi esposa tenía problemas a la hora de ir a la compra. Por allí no circulaban autobuses y el único medio de transporte era mi coche. Lamentablemente, yo lo utilizaba para ir y volver del trabajo. Así que decidimos comprar un pequeño automóvil francés, de segunda mano, ideal para los desplazamientos cortos…
»Yo, entonces, tenía unos treinta y dos años y, la verdad, no nos sobraba el dinero…
»La cuestión es que permanecí varios días reparando y poniendo a punto el citado vehículo. La última jornada trabajé en él hasta casi las once de la noche. Pero, cuando quise arrancarlo, la batería no respondió. Probablemente se había descargado. Me lavé las manos y opté por dejarlo para la mañana siguiente. Estaba muy cansado. Y así lo hice. Me acosté e intenté conciliar el sueño. Fue imposible. A los quince o veinte minutos, volví a levantarme. No podía entenderlo. Y decidí probar fortuna con el coche de mi mujer. Lo empujaría por el camino hasta la carretera. Si conseguía ponerlo en marcha, lo conduciría hasta una meseta existente en la montaña. El viaje representaba una hora, más o menos; tiempo más que sobrado para cargar la batería.
»Dicho y hecho. Salté de la cama. Me puse unos pantalones cortos y salí al exterior. La noche era espléndida, con una hermosa luna. Empujé el automóvil y, efectivamente, arrancó…
Montaña de Klein Drakenstein. La flecha señala la trayectoria de la carretera por la que ascendió el ingeniero con su automóvil. (Foto: Cynthia Hind).
»Mi intención, como ya te he comentado en otras ocasiones, era conducir hasta un paraje situado a poco más de ochocientos metros de altitud, en las proximidades de Groote Drakenstein [hoy, Du Toit’s Kloof]. Necesité una media hora para alcanzar la meseta ubicada en dicha montaña. La luna iluminaba el lugar y el pico del Drakenstein proyectaba una larga sombra que ocultaba parte de la meseta…
»Serían las 23.15, aproximadamente, cuando procedí a dar la vuelta. La batería había respondido. Era el momento de regresar a casa…
»Fue entonces cuando vi al hombre. Salió de la zona oscura de la explanada y me hizo señas para que detuviera el coche. Así lo hice, y le pregunté qué le ocurría. Se aproximó a la ventanilla y exclamó:
»“¿Tiene agua?”. Le contesté que no. Entonces, aparentemente contrariado, replicó: “Necesitamos agua urgentemente”…
»No sabía muy bien qué estaba pasando, pero, al notar su contrariedad, comenté que, al otro lado del sendero, había un arroyo. “Si quiere —le dije—, puedo llevarlo”. ¿“Está muy lejos”?, preguntó. “Más o menos a quinientos metros. Es agua procedente de la montaña, muy buena…”.
»El hombre aceptó y se sentó a mi lado. Casi no hablamos. Entonces dirigí el vehículo hacia el punto por el que pasaba el riachuelo, muy cerca de la carretera. Al detener el coche, caí en la cuenta de un detalle: ni él ni yo disponíamos de un recipiente para el agua. Cuando le pregunté sobre el particular, respondió que no tenía. Todo aquello, en efecto, era muy extraño. Su inglés, incluso, era raro. En Sudáfrica vive gente de muchas nacionalidades, cada cual con su acento. Pues bien, este hombre hablaba un inglés casi de laboratorio…
»Le dije que no se preocupara: Yo tenía una lata de dos galones y medio. Serviría…
»Bajamos al arroyo por el lado del puente y procedimos a limpiar la lata. Estaba sucia, con restos de aceite. Nos turnamos, empleando puñados de grava y arena. Una vez concluida la operación de limpieza, llenamos la lata y regresamos al automóvil…
»El hombre, entonces, me indicó que lo dejara donde lo había encontrado. Así lo hice. Y al llegar a la meseta señaló un lugar en la sombra: “Allí, por favor”. Era la zona más oscura. Insistió con la mano, marcando un punto. Fue entonces cuando lo vi por primera vez…
Explanada en la que se hallaba posado el ovni. (Foto: Cynthia Hind).
«Al pie de la montaña, en la zona de sombra, se hallaba posado un objeto. El hombre me invitó a seguirlo». (Dibujo: F. Ghot).