En esta obra el autor nos revela un sinfín de detalles y circunstancias que rodearon la preparación y el propio nacimiento de Jesús y que la Iglesia no ha podido dar a conocer hasta ahora.
¿Quién podía sospechar que Jesús no nació realmente en la aldea de Belén?
¿Cuántos de nosotros sabíamos que los abuelos de Jesús eran de una familia adinerada?
En este torrente de información secreta e ignorada hasta hoy, J. J. Benítez va mucho más allá y expone una hipótesis de trabajo que puede conmocionar los actuales planteamientos teológicos.
J. J. Benítez
Los astronautas de Yavé
ePub r1.0
XcUiDi 12.06.15
Título original: Los astronautas de Yavé
J. J. Benítez, 1980
Editor digital: XcUiDi
ePub base r1.2
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A Tirma, Lara y Raquel,
las mujeres de mi vida
ALGO ASÍ COMO UNA «DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS»
Supongo que este momento le llega a todo el mundo.
Y aunque debo advertir al lector —no por afán de justificarme, sino por el más estricto respeto a la verdad— sobre mi profunda ignorancia, es tiempo ya de definirme y definir lo que ha ido posándose en mi corazón.
No soy ajeno al negro fantasma del error. Sé que ahora mismo puede estar planeando sobre estas líneas. Pero, a pesar de ello, correré el riesgo.
A estas alturas, y después de dar varias veces la vuelta al mundo, he reunido suficientes pruebas y testimonios como para saber —con absoluta certeza— que los mal llamados ovnis existen. Si después de comprobar que han sido filmados, fotografiados, detectados en los radares civiles y militares, que han sido perseguidos por los «cazas» de los Ejércitos de medio mundo, que han sido observados, en fin, por miles de testigos de todas las categorías profesionales y culturales, si después de todo eso y de haberlos visto y fotografiado personalmente no creyera en la realidad ovni, no sería un prudente investigador, como pretenden algunos…
Sería un estúpido de solemnidad.
No voy a cubrirme, por tanto, con frases tan huecas como cargadas del «miedo al qué dirán…». Al menos en aquellas facetas del fenómeno ovni en las que las pruebas cantan. Las hipótesis sobre el origen de estas naves y sobre las intenciones y objetivos de sus ocupantes es harina de otro costal…
Y he dicho «naves». He aquí un segundo pronunciamiento. El análisis de esos cientos de miles de pruebas —las formas y aspecto de los ovnis, sus bruscas aceleraciones y frenazos, su pasmoso desafío a las leyes gravitacionales, el silencio con que se desplazan y las velocidades que desarrollan, inimaginables aún para la tecnología humana— llevan a cualquier mente medianamente lúcida y racional a una única conclusión: nos hallamos ante máquinas. Súper-máquinas, quizá…
Esto es lo que creo: los ovnis —una vez separada la «harina» de los casos auténticos del «salvado» de la confusión y del error— no son otra cosa que «astronaves». Pero ¿de dónde?
Y llegamos al tercer y último postulado. En mi opinión —y a la vista también de los miles de casos espigados en todo el mundo desde hace ya más de treinta años—, esas máquinas o vehículos son dirigidos o tripulados en la mayor parte de los casos por seres de formas antropomórficas. Es decir, y para no andarnos con laberintos, seres parecidos al hombre. En mi andadura tras los ovnis he podido investigar más de 200 casos de personas de toda honestidad que afirman haber visto a estos «tripulantes».
He dicho seres «parecidos» al hombre. Quiero reflejar con ello que, de acuerdo con esos miles de avistamientos, los «pilotos» de los ovnis no son exactamente iguales a nosotros. Varían en sus tallas, volumen craneal, ausencia de pabellones auditivos, movimientos más o menos naturales —siempre sosteniendo como referencia nuestra gravedad—, presencia de escafandras y un largo «etc.».
¿Dónde quiero ir a parar?
Muy sencillo: en base a esas miles de declaraciones de testigos que afirman decir la verdad, los expertos e investigadores con un cierto sentido común —y espero encontrarme todavía en dicho «pelotón»— consideran que dichos «tripulantes» no pueden ser habitantes de la Tierra. Sus características, aun ofreciendo los rasgos y atributos esenciales de la naturaleza humana, no los etiquetan como rusos, norteamericanos, latinos o asiáticos.
¿Qué piloto yanqui se vería obligado a utilizar una extraña escafandra en plena sierra Cespedera, en la provincia de Cádiz? ¿O qué astronauta soviético se movería «a cámara lenta» en mitad de un bosque sueco, a escasos kilómetros de Estocolmo?
¿Es que tenemos noticias de «humanoides» ingleses o alemanes que no alcancen siquiera el metro de estatura?
¿Cuándo se ha conocido en toda la Historia de la Medicina de este astro frío un solo ciudadano «normal» cuyo occipital arroje un tamaño triple al de una cabeza estándar?
Y ejemplos como éstos —insisto— se cuentan por miles…
Para una mente sana, racional y lo suficientemente informada, esos seres sólo pueden proceder de fuera del planeta.
Llegados a este punto —y manteniendo siempre el mismo grado de sinceridad—, los investigadores y estudiosos del fenómeno sólo podemos encogernos de hombros.
Es precisamente a partir de aquí cuando —necesariamente— todos elucubramos. Mientras no se registre ese histórico encuentro entre el hombre de la Tierra y los «hombres» que nos visitan, lo más que podemos hacer es teorizar, sospechar, imaginar…
Y en esa órbita me moveré a partir de ahora. Que nadie tome mis palabras como una verdad demostrada. Ni siquiera como una verdad. Sólo me mueve el corazón. Y por encima, incluso, de los sentimientos, el respeto.
Respeto —no docilidad borreguil— a unas tradiciones que, como trataré de exponer, no comparto en ocasiones.
Pero no nos desviemos del sendero principal…
Una vez sentado que los tripulantes de los ovnis no son «terrestres», ¿cuál puede ser su origen?
Un cuidadoso reconocimiento de los más sólidos casos de «encuentros» con estos seres me ha hecho reflexionar sobre una posible doble procedencia.
Al desmenuzar las descripciones de los testigos, uno deduce —casi por pura lógica— que esos tripulantes son de carne y hueso. Me estoy refiriendo a la casi totalidad de los «encuentros».
Todo hace pensar que no son otra cosa que «astronautas» —con o sin cascos espaciales, con o sin las ya esbozadas diferencias anatómicas respecto al hombre, con o sin sometimiento, en fin, a la gravedad terrestre— en misiones específicamente científicas y exploratorias. ¿Por qué si no se les ve recogiendo muestras de cultivos, de minerales, de ganado…? Sólo un afán de conocimiento podría llevarles a sobrevolar las grandes urbes, las instalaciones militares, las centrales nucleares, las más destacadas factorías del planeta, las flotas o los monumentos. A través de este prisma puramente intelectual —posiblemente «universitario»— sí cabe encontrar una razón que satisfaga la lógica humana. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que nuestra lógica sea la de ellos…
Pero, suponiendo que así fuera, esos objetivos «científicos» justificarían de alguna manera sus violentas aproximaciones a turismos, aviones, embarcaciones o sondas espaciales.