CAPÍTULO VI
EL ARTE DE INVESTIGAR
Pongo punto final al presente trabajo con unas notas que, después de dieciocho años de investigación, eran de obligado cumplimiento.
Surge a menudo. Decenas de jóvenes nos interrogan acerca de una cuestión de muy comprometida respuesta:
«¿Cómo puedo ser ufólogo?».
Este tímido ensayo —a manera de epílogo— buscará arrojar algo de luz sobre esta legítima y cada vez más frecuente aspiración. Como siempre, todo depende de quién se aventure a satisfacer la pregunta. Si el osado que replica es un investigador «de salón» (de la familia de los «vampiros»), el «ascua» será arrimada a la «sardina» que denominan «la validez del análisis de gabinete». Analicen lo escrito al respecto por una de estas raposas del ovni:
«Todo se inicia —reza lo publicado en marzo de 1987 por este “sumo sacerdote” de la ufología hispana— cuando alguien cuenta que ha sido testigo de un suceso extraño “para él”. Con posterioridad, unas veces puede realizarse personalmente una encuesta in situ. Otras veces, las más, dada la abundancia de casos y las normales obligaciones individuales que deben atenderse perentoriamente, el analista parte de los datos elaborados por encuestadores radicados en el área de los hechos, que los han investigado donde ocurrieron. En ambos casos, “la responsabilidad primaria de un verdadero investigador objetivo consiste en determinar si el fenómeno se puede identificar o no”… Este estudio puede hacerse perfectamente cotejando, desde el despacho o gabinete (o, esperamos, pronto, desde el laboratorio), entre libros técnicos o cualesquiera otros manuales de consulta, los datos del fenómeno presuntamente extraño con los fenómenos meteorológicos, aeronáuticos o mentales equiparables.
»Para alcanzar una identificación precisa, no es necesario que el evaluador haya estado en persona en el lugar de autos; basta con que “alguien” sí haya pateado la zona de los hechos para obtener la más completa documentación de lo que allí pasó, del testigo y del entorno. Disponiendo de esos datos, recabados mediante encuesta de primera mano, si el analista aprecia que la apariencia, comportamiento u otros parámetros del fenómeno-problema se solapan con los de algún tipo de experiencia conocida, ello es suficiente para asimilarlos y retirar el caso de un catálogo ovni».
Esta pública «confesión» de cómo «vampirizar a otros» y de cómo «emitir sentencia» desde la poltrona nada tiene que ver con mi estilo, ni con el de los esforzados investigadores «de campo». Francamente, no seré yo quien recomiende a los jóvenes aspirantes a ufólogos iniciarse en este apasionante mundo, enclaustrándose entre libros y revistas especializados y juzgando sin haber pasado primero por el «fuego graneado» de unas pesquisas directas y personales. En el fondo, detrás de la solemne «declaración de principios» del «vampiro» valenciano, es fácil adivinar la impotencia y la hipocresía. Estamos de nuevo ante el viejo y familiar pleito: investigar significa sacrificio, dinero y tiempo. Y siempre es mejor que «todo eso» corra por cuenta de los «vampirizados»…
Y bien —argumentarán los corrosivos de turno—, ¿dónde está la solución? ¿Quién puede proclamarse en verdad y con propiedad «investigador ovni»? ¿Cómo se hace un «ufólogo»?
Me apresuro a hacer mía la frase del célebre poeta francés Coeuilhe: «La virtud desaparece tan pronto como se quiere hacerla aparecer». En consecuencia, advierto a las jóvenes promesas de la investigación ovni que no conozco ni dispongo de un «manual» con la fórmula mágica. Muy posiblemente, la clave haya que descubrirla en el término medio. En otras palabras: «sí» a la investigación «de campo» —siempre dura, laboriosa y sacrificada, pero vital— y «sí» también al estudio, consultas y reflexiones posteriores. Y un «no» rotundo a los que pretenden justificar su comodidad, cantando las excelencias de la investigación de «biblioteca» como la «panacea» ovni. En cierto modo, esta radical actitud me recuerda la de los políticos que aconsejan y predican la guerra, pero envían a otros…
Pero es hora ya de que —siguiendo la línea del presente trabajo— este «correcaminos» se comprometa y aventure las cualidades y requisitos que, según su corto magín, deben rodear a un «ufólogo». Y partiré de un axioma que he defendido y defiendo a ultranza: «a investigar se aprende investigando». Y así será mientras la ufología, como tal, no entre de pleno derecho en las universidades. Incluso —cuando eso ocurra—, esta disciplina académica seguirá siendo peculiar, rebelde, heterodoxa y de muy difícil control. Y lo será porque, como hemos podido apreciar en los casos aquí expuestos, no existe un suceso-ovni igual a otro. Cada pesquisa demanda acciones y planteamientos que poco o nada tienen que ver con los anteriores. «Lo establecido» por los teóricos del ovni se desequilibra y derrumba a cada paso. Y el cacareado «método científico» —los investigadores «de campo» lo saben mejor que nadie— no sirve. Llevar una de esas naves a un laboratorio, de momento, es una utopía.
Hace algún tiempo, la Providencia puso en mi camino a un maestro de la investigación científica. Un catedrático de Bioquímica de la Universidad Autónoma de Madrid y director honorario del Instituto de Enzimología y Patología Molecular del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Un hombre, en suma, ajeno por completo al «universo de los no identificados». Y, sin embargo, el profesor Alberto Sols me proporcionó una gran «lección» en lo que al «arte de investigar» se refiere. Sus reflexiones —curiosamente—, aunque dirigidas a la investigación en general, parecen concebidas para los que nos movemos en el mundillo de la ufología y, en especial, para los que se preguntan «cómo llegar a ser un “ufólogo”». O lo que es lo mismo, «cómo llegar a ser un investigador».
Las tesis de este experimentado hombre de ciencia me han conmovido. Y aunque recortadas por la inevitable falta de tiempo y espacio, entiendo que los jóvenes investigadores sabrán «sacarles el jugo» y beneficiarse de ellas. Y comencemos por el manoseado «método científico», tantas veces esgrimido por los que se auto-proclaman «investigadores serios y racionalistas». «La investigación —me decía el profesor Sols—, para bien o para mal —o ambas cosas—, está muy metida en la sociedad actual». Pero este es un fenómeno relativamente nuevo en la historia de la Humanidad. Es una consecuencia del progreso natural, a lo largo de los últimos tres siglos, del método científico, que ha dado lugar a una formación científica tremenda en el centro de nuestra época. Y se puede hablar de «método científico» de varias formas. Básicamente de dos. Pero, para empezar, conviene preguntarse: ¿existe un método científico concreto y enseñable? ¿Existe una sistematización transmisible de una forma actual? La respuesta es: en parte sí y en parte no. Más bien, «no». Es un hecho que los investigadores de hoy se forman o se han formado casi por generación espontánea. Yo digo frecuentemente que la formación que se adquiere en cuanto al método científico es principalmente por osmosis. Se aprenden técnicas de trabajo, sí, para problemas determinados, pero aptitudes científicas ante la investigación no se suelen enseñar en general. No están en los programas de nuestras universidades. Quiero decir con ello que el método científico es susceptible de enfoques filosóficos. De hecho ha sido un tema tratado más frecuentemente por filósofos que por científicos. Pues bien, frente a este abordaje filosófico, lo único que yo puedo hacer es hablarle de la experimentación vivida. Es un investigador el que le va a comentar algo de lo que, por osmosis, fundamentalmente por osmosis y por experiencia, por fracasos repetidos hasta escarmentar sobre la marcha, he aprendido.
Tomen buena nota, los que aspiran a convertirse en «ufólogos», de la siguiente y lapidaria sentencia de este pionero de la investigación: «Investigar no es lo mismo que publicar trabajos. Todo lo contrario. Entiendo que es una maldición para la ciencia el que, a lo largo de las últimas décadas, se haya acudido al comodín de contar el número de publicaciones».