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Cees Nooteboom - El desvío a Santiago

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Cees Nooteboom El desvío a Santiago
  • Libro:
    El desvío a Santiago
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    www.papyrefb2.net
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El desvío a Santiago: resumen, descripción y anotación

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Es este un inteligente libro de viajes, de un espléndido autor holandés enamorado profundamente de España y dueño también de una erudición poco común. Cees Nooteboom encarna al viajero que siempre se deja tentar por los caminos laterales, y aunque su destino es Santiago de Compostela, se detiene en Aragón, pasa por Granada, busca en Soria el ábside de una iglesia, hace escala en la isla de La Gomera o en los pasillos vacíos del museo del Prado. También su prosa se desvía y se interna por gozosas digresiones, a veces literarias, a veces políticas, irónicas, eruditas o melancólicas. Hay en su mirada un asombro que transfigura la realidad y convierte esta obra en una minuciosa guía para recorrer el corazón de España.

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Es este un inteligente libro de viajes, de un espléndido autor holandés enamorado profundamente de España y dueño también de una erudición poco común. Cees Nooteboom encarna al viajero que siempre se deja tentar por los caminos laterales, y aunque su destino es Santiago de Compostela, se detiene en Aragón, pasa por Granada, busca en Soria el ábside de una iglesia, hace escala en la isla de La Gomera o en los pasillos vacíos del museo del Prado. También su prosa se desvía y se interna por gozosas digresiones, a veces literarias, a veces políticas, irónicas, eruditas o melancólicas. Hay en su mirada un asombro que transfigura la realidad y convierte esta obra en una minuciosa guía para recorrer el corazón de España.

EL DESVÍO A SANTIAGO
CEES NOOTEBOOM
Traducción de:
Julio Grande
1ª edición: junio de 1993
2ª edición: junio de 1993
3ª edición: mayo de 1995
4ª edición: febrero de 1996
La presente edición ha sido subvencionada por la Fundación para la Producción y Traducción de Literatura Holandesa.
Título original: De omweg naar Santiago
Diseño gráfico: J.S. & G.G.
© Cees Nooteboom, 1992
© De la traducción, Julio Grande
© De las fotografías, Simone Sassen, 1992
© Ediciones Siruela, S. A., 1993
Para Simone
POR ARAGÓN A SORIA
N O SE puede demostrar y, sin embargo, lo creo; en algunos lugares del mundo tu llegada o salida se amplían de un modo misterioso por las emociones de todos aquellos que han salido o llegado antes que tú. Quien tenga un alma lo suficientemente visionaria sentirá una suave resistencia en el aire alrededor de la Schreiertoren de Amsterdam que tiene que ver con el cúmulo de pena de los hombres que se despiden, un tipo de pena que ya no conocemos. Nuestros viajes ya no duran años, sabemos exactamente adonde vamos y nuestra probabilidad de regreso es mucho mayor. A la entrada de la catedral de Santiago hay una columna de mármol en el pórtico con profundas impresiones digitales, una garra emocional y expresionista realizada por millones de manos, entre ellas la mía. Pero al decir «entre ellas la mía» no estoy expresando toda la verdad, porque yo nunca agarré con tanta emoción esa columna al final de un viaje de más de un año de duración. Yo no era un hombre medieval, no era creyente y llegué en coche. Si se prescindiera allí de mi mano, si yo no hubiera estado nunca allí, esa garra seguiría estando allí, desgastada por los dedos de todos esos muertos en el duro mármol. Sin embargo, al poner mi mano en esa mano en negativo, yo estaba implicado de una manera misteriosa en una obra de arte colectiva. Un pensamiento se materializa, esto es siempre sorprendente. La fuerza de una idea llevó a príncipes, campesinos y monjes a posar su mano justamente en ese lugar, en esa columna; cada mano individual extirpaba una insignificante cantidad de durísimo mármol (inquebrantable), gracias a lo cual —precisamente porque ese mármol ya no estaba allí— se hacía visible una mano.
CASTILLO DE VALENCIA DE DON JUAN LEÓN Pienso estas cosas mientras voy - photo 1
CASTILLO DE VALENCIA DE DON JUAN. LEÓN
Pienso estas cosas mientras voy navegando rumbo a Barcelona, muy temprano, en una madrugada del mes de julio. Allí alquilaré un coche y por tercera vez en mi vida me dirigiré a Santiago de Compostela, cruzando toda la anchura de España en línea recta o con rodeos. No será una peregrinación al apóstol como las de los demás, sino a un yo anterior y borroso, la reanudación de una travesía pasada. ¿A la búsqueda de qué? Una de las pocas constantes en mi vida es mi amor —no hay una expresión inferior— por España. Mujeres y amigos han desaparecido de mi vida, pero un país no se escapa tan fácilmente. Cuando en 1953, con veinte años, llegué por primera vez a Italia, creí haber encontrado todo lo que de una manera inconsciente había estado buscando. El esplendor mediterráneo irrumpió como una bomba, la vida era un teatro genial y público entre las descuidadas piezas decorativas de miles de años de arte sublime. Colores, comida, mercados, ropa, gestos, idioma, todo parecía más refinado, más intenso, más ágil que en el hundido delta septentrional de donde yo venía: fui subyugado. España fue después una desilusión. Bajo ese mismo sol mediterráneo la lengua parecía dura, el paisaje árido, la vida tosca. No fluía, no era agradable, era de alguna obstinada manera vieja e intocable, debía ser conquistada. Ahora ya no pienso así. Italia es todavía una delicia, pero tengo la sensación —es muy difícil hablar sobre estas cosas sin caer en una terminología mística y extraña— de que el carácter y el paisaje españoles están en consonancia con «aquello que me incumbe», con cosas conscientes e inconscientes de mi ser, con quien yo soy. España es brutal, anárquica, egocéntrica, cruel; España está dispuesta a ponerse la soga al cuello por disparates, es caótica, sueña, es irracional. Conquistó el mundo y no supo qué hacer con él, está enganchada a su pasado medieval, árabe, judío y cristiano, y está allí con sus caprichosas ciudades acostadas en esos infinitos paisajes vacíos como un continente que está unido a Europa y no es Europa. Quien haya hecho sólo los itinerarios obligados no conoce España. Quien no haya intentado perderse en la complejidad laberíntica de su historia no sabe por dónde viaja. Es un amor para toda la vida, nunca termina de sorprenderte.
Desde la barandilla de cubierta del barco veo el anochecer sobre la isla en la que he pasado el verano. La noche entrante se desliza dentro de las colinas, ensombrece todo, una a una van encendiéndose las altas lámparas de neón e iluminan el muelle con el mortecino brillo blanco que forma parte, como la luna, de la noche mediterránea. Llegada y despedida. Hace muchos años que voy de aquí para allá entre el continente español y las islas. Los barcos blancos se han hecho algo mayores, pero el ritual sigue siendo el mismo. El muelle lleno de blancos marineros, gente que se despide y enamorados, la cubierta abarrotada de turistas que se van, soldados, niños y abuelas. La pasarela ya se ha izado a bordo, la sirena del barco hará resonar de nuevo un gran grito de despedida sobre el puerto, y la ciudad repetirá el sonido, el mismo pero más débil. Entre la parte de arriba y la de abajo todavía una cinta: rollos de papel higiénico. Abajo el final. Arriba, en la barandilla, mientras el barco se va alejando del muelle, el rollo que se irá desenrollando despacio hasta que se rompa también el último y más delgado ligamento con los que se quedan en tierra —que acompañan corriendo al barco tanto como les es posible— y las guirnaldas de papel finas y transparentes se ahoguen en el agua negra.
Algunos gritan todavía, y los gritos vuelven con el viento, pero ya no está claro quién grita qué y lo que significan los mensajes. Salimos navegando del largo y estrecho puerto, por el faro, delante de la última boya, y entonces la isla se convierte en una sombra oscura, en la sombra que es la noche misma. Ahora es irremediable, pertenecemos al barco. Guitarras y palmas suenan en la cubierta de popa, se canta, se bebe, los pasajeros de cubierta en sus hamacas de madera se preparan para una larga noche, suena el timbre para la comida, en el antiguo comedor camareros con chaquetillas blancas van de un lado para otro bajo el solemne retrato del Rey de España. En el vestíbulo la televisión emite imágenes medio visibles e indefinidas del mundo real, pero casi nadie mira. El sueño se aplaza, se gandulea un poco sobre cubierta, se bebe hasta que los bares cierran. Entonces enmudece también el último canto rebelde y ya no se oye nada más que las olas golpeando los costados del barco. El pasajero solitario busca su camarote y se acuesta sobre la pequeña cama de hierro. Durante la noche se despierta unas cuantas veces y mira afuera a través del ojo de buey. La gran superficie de agua se mece en un baile lento y brillante, tal y como está allí resulta enigmática y un poco peligrosa, tan tranquila e imperial, con ese movimiento lento y atrayente bajo el que hay tanto escondido. El blanco «microplaneta» luna aparece y desaparece entre las satinadas olas, es al mismo tiempo aterrador y lascivo. El pasajero es un hombre de ciudad y no sabe lo que tiene que hacer con este elemento grande y silencioso que ahora, de repente, conforma su mundo. Corre la pequeña cortina de la ventana redonda y aprieta el botón de una lamparita de niño junto a la cama. Un armario, una silla, una mesa. Una jarra de agua en un soporte niquelado contra la pared de hierro; encima, un vaso. Una toalla de la Compañía Transmediterránea que se llevará mañana, lo mismo que el vaso con la banderita de la flota. Él ya tiene muchas toallas y vasos como éstos, ya que ha realizado muchas veces este mismo viaje.
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