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Cees Nooteboom - Hotel nómada

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Cees Nooteboom Hotel nómada
  • Libro:
    Hotel nómada
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2002
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Hotel nómada: resumen, descripción y anotación

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En el ojo del huracán

E l origen de la existencia es el movimiento Esto significa que la - photo 1

« E l origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser esta inmóvil, regresaría a su origen: la Nada. Por esta razón, el viaje no tiene fin, tanto en el mundo superior como en el mundo inferior». Estas palabras figuran en el Kitâb al-isfâr, El Libro de la revelación y los Efectos del Viaje, un extenso relato de viajes del sabio árabe del siglo XII Ibn ‘Arabi. Es un tratado de carácter místico, de honda religiosidad, en el que todo —Dios, el universo, el alma— se enmarca en el signo del movimiento, un movimiento que se designa a lo largo de todo el libro con el nombre de viaje. No soy musulmán, compré el libro en cierta ocasión en París porque aparecía en él la palabra voyage —en árabe safar, plural asfâr—, porque se trataba de una edición bilingüe y me encanta la escritura árabe, y también porque, mientras ojeaba el libro en aquella librería parisina, me llamaron la atención un par de cuestiones del prólogo que interesan a cualquier viajero que se precie, viva este en el siglo XII o en el XX. El traductor y prologuista, Denis Gril, comenta que podría haber traducido la palabra «efectos» por «frutos», para así subrayar los beneficios del viaje y también porque la palabra árabe natâ’ij sugiere, por su origen, la idea de «alumbrar», lo cual enlaza a su vez con los frutos anímicos y espirituales: el viaje, según el texto, responde a ese nombre porque alumbra la verdadera naturaleza del viajero o, por decirlo de una manera más sencilla, viajar en solitario sirve para conocerse a uno mismo.

Pero hay algo más en este prólogo que me inspira, y que tal vez esté relacionado con mi fascinación por Santiago de Compostela. Me refiero al vocablo siyâha, peregrinación. La definición de este término reza: «parcourir la terre pour pratiquer la meditation —i’tibâr— et se rapprocher à Dieu». Lo de «rapprocher à Dieu» sería en mi caso pretencioso, pero si sustituyo la palabra «dios» por «misterio», entonces me atrevo a suscribirlo. ¿Qué quiero decir con esto? Un día, hace ya mucho —y sé lo romántico y anticuado que suena lo que voy a decir, pero así es como sucedió—, cogí una mochila, me despedí de mi madre, tomé el tren hacia Breda y una hora después —ustedes saben lo grande que es Holanda— me encontraba en la carretera cerca de la frontera belga con la mano alzada, y, en realidad, esto es lo que he continuado haciendo desde entonces. Lejos de mí cualquier meditación, cualquier pretensión metafísica en aquella época; este tipo de cosas no vienen hasta más tarde. De hecho, sucede como con las ruedas de oraciones tibetanas: el movimiento se adelanta al pensamiento. Dicho de otro modo, desde entonces no he parado de moverme por el mundo y, con el tiempo, he ido acompañando mis viajes con ideas, ideas que, si ustedes quieren, pueden llamar meditaciones.

No es este el momento para hacer un ensayo sobre la esencia del viaje, pero hay dos cosas que creo que merece la pena destacar: quien viaja continuamente nunca para en el mismo sitio —visto desde su perspectiva— y, por lo tanto, siempre está ausente —desde la perspectiva de los demás, de los amigos—. Y es que, para ti mismo, estás en efecto «en otro sitio», es decir, no estás, aunque en realidad estás, es decir, estás en ti mismo. Este razonamiento puede parecer una simpleza, pero es que se tarda un tiempo en comprender que es así. Porque siempre existen los demás que te abordan con su incomprensión. No sé cuántas veces he tenido que escuchar el dicho de Pascal: «Las desgracias del mundo se deben a que la gente no es capaz de permanecer veinticuatro horas seguidas en una habitación». Con el tiempo he ido comprendiendo que no eran ellos sino yo el que estaba siempre en casa, es decir, en mí mismo. Sin embargo, el acto de viajar se veía confrontado una y otra vez con las preguntas de los que se quedan en casa. En cada entrevista se me formulaba, de un modo compulsivo, la misma pregunta en tantísimas ocasiones que ya ni recuerdo con qué mentiras eludía la respuesta. «¿Por qué viaja usted? ¿Por qué viaja usted tanto?». Y añadían, en tono acusador: «¿Acaso se trata de una huida?». Preguntas estas con las que mis entrevistadores pretendían y pretenden demostrarme que lo que yo hago es huir de mí mismo. Ello suscita en mí la imagen de un yo diabólico, patético y desgarrado que me obliga continuamente a emprender el camino hacia el mar o el desierto, porque la respuesta verdadera —que tiene que ver con el aprendizaje y la meditación, con la curiosidad y el asombro— carece de la espectacularidad deseada. En 1993 redacté el prólogo a un librito titulado El rey de Surinam. Contiene mis primeros relatos de viajes, escritos en los años cincuenta, en la época en que navegaba como marinero hacia Surinam, y empieza diciendo:

Viajar también es algo que hay que aprender, es una permanente transacción con los demás en la que, al mismo tiempo, uno está solo. En ello reside también la paradoja: uno viaja solo en un mundo dominado por los demás. Ellos son los que poseen la pensión en la que pretendes alojarte, ellos son los que deciden si tienes plaza en el avión de un vuelo semanal, ellos son los que son más pobres que tú y creen poder sacarte el dinero, ellos son los que son más poderosos que tú porque pueden negarte un sello o un papel, ellos hablan lenguas que tú no entiendes, ellos son los que se sientan a tu lado en un transbordador o en el autobús, ellos son los que te venden alimentos en el mercado y te envían a la dirección correcta o equivocada, a veces son peligrosos aunque la mayoría de las veces no lo sean… Todo esto es lo que tienes que aprender: lo que debes hacer y lo que no debes hacer jamás; cómo tratar con las borracheras de los demás y con las tuyas propias, cómo reconocer el significado de un gesto o una mirada, porque, por muy solo que viajes, siempre estarás rodeado de otras personas, de sus miradas, de su acercamiento, de su desprecio, de su expectación, y es que cada lugar es diferente y las cosas nunca son como estás acostumbrado a que sean en tu propio país. Aquellos primeros viajes inauguraron el lento aprendizaje de lo que más adelante me sería necesario en Birmania y Malí, en Irán y Perú, pero ni eso sabía yo entonces. Bastante tenía con no dejarme derribar por la oleada de impresiones, me faltaba tiempo para pensar en mí mismo, viajaba y escribía como quien no sabe aún viajar ni escribir. Por aquel entonces yo sólo sabía mirar y tratar de envolver en palabras aquello que veía. Todavía no había elaborado teorías acerca del mundo con las que interpretar la confusa realidad que percibía a mi alrededor. Todo aquello de lo que entonces aún no era capaz puede observarse en estos primeros relatos.

A lo mejor es cierto que el verdadero viajero se halla continuamente en el ojo del huracán. El huracán es el mundo, el ojo, aquello con que el viajero contempla el mundo. La meteorología nos enseña que en el interior de este ojo reina la calma, tal vez la misma calma que en la celda de un monje. Quien aprenda a mirar por este ojo, quizás aprenda también a distinguir lo esencial de lo fútil o, cuando menos, a ver en qué se diferencian y en qué son iguales las personas y las cosas. Según Baudelaire, los viajeros parten por partir y lo hacen cargados de falsas ilusiones. Los viajes dejan en el hombre un poso de «amarga sabiduría» al enfrentarse con un «mundo, pequeño y monótono, que ayer, hoy y mañana nos devuelve la imagen de nuestro propio ser: un oasis de horror en un desierto de hastío». Visto desde esta perspectiva, cabría decir que quien huye de la realidad es aquel que se queda en casa sometido a la rutina de la vida diaria, porque no puede soportar la amarga sabiduría que proporciona el viaje. A mí me da igual quién sea el héroe, lo importante es que cada cual siga los dictados de su alma, cueste lo que cueste.

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