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Cees Nooteboom - Cartas a Poseidón

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Cees Nooteboom Cartas a Poseidón

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Está el inmortal Poseidón de veras interesado en el género humano Sigue el - photo 1

¿Está el inmortal Poseidón de veras interesado en el género humano? ¿Sigue el señor de los mares todavía nuestras vidas? Estas cuestiones suscitan la curiosidad de Cees Nooteboom: le escribe cartas al dios del tridente y cada otoño, cuando abandona la isla en la que veranea, le ruega poder regresar al año siguiente. En estas cartas cuenta lo que le conmueve en la vida diaria, lo que piensa de Dios y de los dioses, y vierte una nueva mirada sobre los mitos antiguos. Así se pregunta, al cruzarse casualmente con un muchacho en la playa, si este niño puede ser el espejo en el que desaparece su propia edad. Poco le importa eso a las plantas del jardín mediterráneo del escritor, estas llevan su propia vida: el hibisco y el cactus se ponen a la defensiva cuando la radio emite los poderosos sonidos de Bayreuth…

Cees Nooteboom Cartas a Poseidón ePub r10 Titivillus 091016 The death of - photo 2

Cees Nooteboom

Cartas a Poseidón

ePub r1.0

Titivillus 09.10.16

The death of one god is the death of all.

Wallace Stevens

Para Siegfried Unseld,

a quien debo tantos cambios.

¿Cómo empezar? Corre el año 2008, un día de febrero en Múnich. En Marienplatz he comprado un libro de Sándor Márai. No es una novela, sino una colección de epigramas en prosa. Se titula Die vier Jahreszeiten (Las cuatro estaciones) y la cubierta rezuma cierta tristeza: un tallo quebrado, una flor grande que pende con las hojas muy apretadas aunque un poco marchitas, una imagen melancólica que no se aviene con ese día de invierno inesperadamente soleado. Hace años, cuando aún nadie hablaba de él, Klaus Bittner me regaló en Colonia el último diario de Márai, unas páginas parcas y transidas de amargura, que contenían sus notas escritas en los dos años previos a su suicidio a la edad de 89 años. Destierro en San Diego. ¿Por qué se le ocurriría a Márai instalarse en San Diego? Conozco ese lugar y no entiendo cómo este cosmopolita húngaro pudo acabar ahí sus días y escuchar como último sonido un disparo de revólver. Su esposa, que le había acompañado toda la vida en sus viajes, enfermó. Él la visita en el hospital, hasta que ella muere y esparcen sus cenizas en el mar. El escritor vive solo, se encuentra cada vez peor, lee a Aristóteles y su diario se torna una lectura fragmentaria y dolorosa. A continuación, la muerte. Su gran éxito fue póstumo. Mis amigos húngaros se sorprenden de la gran acogida que han tenido sus novelas; pero ellos están más interesados en sus diarios y crónicas de viaje. Márai fue un espíritu clarividente en un siglo, largo y oscuro, de fascismo y comunismo, de fronteras en perpetuo desplazamiento. Me encamino con mi nuevo libro hacia Viktualienmarkt en busca de un lugar para leer. La calle está animada. Veo un restaurante de pescado y encuentro un sitio en la terraza. Pido una copa de champán para celebrar este primer día de primavera y empiezo a leer. El libro se publicó en 1938, aunque los fragmentos que leo son obra de un contemporáneo, de un hombre que consagra su vida a mirar, leer, viajar y escribir. He elegido el restaurante al azar y en la servilleta que me entregan figura el nombre de Poseidón escrito en letras azules, en ese azul del mar junto al que resido en verano. Puede que eso sea una señal, que alguien quiera comunicarme algo, y yo he aprendido a atender a ese tipo de señales. El dios aparece representado con su tridente. Y en ese mismo instante decido que, cuando acabe el libro en el que estoy trabajando, me dedicaré a escribirle cartas a Poseidón, breves textos que versen sobre mi vida y las cosas que veo, oigo y pienso. Entre tanto el invierno alemán ha dado paso al verano español, acabé el libro y, en ese vacío que suele seguir al final de una obra, me viene a la memoria aquel día de invierno soleado de hace medio año. Dentro de tres días cumplo 77 años. Al día siguiente empieza el mes de agosto, el mes del César. Será la primera vez que le escriba a un dios. Cae la tarde. El mar está cerca de aquí, el mar de Poseidón y las rocas junto a las que suelo bañarme. Contemplo la extensa superficie luminosa y rizada del mar, su vaivén bajo el último fulgor del sol. No se oye sino el rumor del agua sobre las rocas. Sí, es hora de poner manos a la obra.

Poseidón I

En un relieve del siglo V antes de Cristo, del Cristo que te sustituyó y gracias al cual partimos en dos la infinitud del tiempo, están representados los doce dioses olímpicos dispuestos en una larga hilera. Todos portan sus atributos, pero no está claro hacia dónde se encaminan. Apolo, Artemisa, Zeus, Atenea. A continuación vienes tú. Tú vuelves la cabeza hacia Hera, que está situada detrás de ti. Esta, muy joven aún, mantiene los ojos cerrados y no te devuelve la mirada. ¿Qué estarías mirando tú? Reposas la mano izquierda en tu costado derecho y sujetas descuidado el tridente, esa peculiar arma que es tu seña de identidad y tu utensilio de pesca. Todos los peces te pertenecían. Aparecéis representados de perfil, con aspecto asirio, babilónico, como si vuestros cuerpos aún no hubieran sido capaces de desprenderse de la piedra. En esos tiempos remotos, tampoco nosotros habíamos logrado aún desprendernos de vosotros. ¿Por qué te elegí a ti entre todos los dioses? ¿Acaso porque resido parte del año a orillas de tu mar? ¿O porque al inicio de cada otoño, antes de regresar al norte, me arrojo siempre al mar desde las mismas rocas, llueva o truene? Es mi manera de suplicar que se me permita regresar al año siguiente, ¿y quién mejor que tú para suplicarle tal favor? Hace ya tiempo que buscaba un destinatario para mis cartas, pero ¿cómo escribirle a un dios? Es imposible, claro, y sin embargo yo lo hago. Con algún rodeo. Voy dejando mis cartas en la playa, sobre una roca que hay junto al mar, con la esperanza de que tú las encuentres. Te escribiré sobre cosas que leo, veo y pienso. Historias que imagino, que me vienen a la memoria, que me sorprenden. Noticias del mundo, como aquella anécdota del hombre que contrajo matrimonio con una muerta. Puede que encuentres las cartas o puede que se las lleve el viento. Si he decidido escribirte es porque pienso que quizá aún te interese conocer algo del mundo. No sé qué sucederá después, es imposible saberlo. Como mucho puedo imaginarlo. No se empieza por la respuesta. Siempre me he preguntado qué sentisteis vosotros los dioses cuando ya nadie os suplicaba ni os pedía nada. ¿Quién sería la última persona en invocaros? ¿Dónde fue? ¿Habéis hablado de eso alguna vez entre vosotros? Nosotros aún vemos vuestras imágenes, y sin embargo, ya no estáis aquí. ¿Sentisteis envidia de los dioses que os sucedieron? Y ahora que estos también han sido abandonados, ¿os reís de ellos?

Boda con un sombrero

En un pequeño pueblo del sur de Francia, un francés de 68 años ha contraído matrimonio con una mujer que no tiene edad, porque está muerta. Vivieron juntos durante veinte años y quisieron casarse, pero ella enfermó y falleció. En la boda con la muerta, que requirió el permiso del presidente de Francia, el hombre trajo consigo el sombrero de la finada. En El Golem de Meyrink, el héroe se apropia de los pensamientos de la persona dueña del sombrero que se pone. ¿Qué pensaría el sombrero el día de la boda? ¿Reconocería a la decena de convidados que asistieron a la ceremonia? ¿Y qué le habrá dicho al hombre una vez solos en casa?

Asedio

En el Prado, en una de las salas de la planta superior del nuevo anexo, hay un cuadro de Pieter Snayers. No hay más visitantes que yo en la sala, lo que intensifica el silencio que reina en el cuadro. En ese instante la temperatura exterior roza los 40 grados, pero en el cuadro ha nevado. Siento la nieve bajo mis pies. Corre el año 1641. Somos españoles, nuestra guerra contra Francia empezó hace seis años y se prolongará dieciocho años más. Desde una elevada colina oteamos una extensa llanura y el núcleo urbano y las murallas externas de Aire-sur-la-Lys. Nuestra mirada alcanza el horizonte, una franja de tierra azulada cubierta por la luz del norte y por unas nubes que solo esas lejanas tierras conocen. Nuestra lengua suena extraña en ese entorno. Cerca de nosotros hay unos árboles pelados y un par de perros. Nuestra misión es reconquistar la ciudad y así lo haremos. Eso dicen los libros. Abajo, a la izquierda, las tropas durante esos minutos irreales que preceden a cualquier batalla. Al fondo, el enemigo invisible que nos espera. Quien observe en el futuro esa escena nos rescatará de la muerte unos instantes, pero los pensamientos que cruzaron nuestra mente aquel día nos los guardamos para nosotros. El espectador verá historia o arte, o las dos cosas. Pero nada sabrá del aliento que aquella mañana salió de nuestras bocas, ni del graznido de las cornejas, ni del sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra helada.

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