La periodista Ana Cañil realiza un viaje intimista, hermoso y emocionante por algunos de los lugares más emblemáticos de nuestro país (La Alhambra, El Escorial, el Paseo del Prado o el Camino de Santiago, entre otros) de la mano de los grandes viajeros extranjeros que nos visitaron y dejaron plasmado su enorme amor por España, bañado también de displicencia y desprecio por nuestras contradicciones. Este libro, que nació del deseo de mantener alerta el asombro ante la belleza, recoge miradas que sorprenden e ilustran y que a veces también duelen, pero que no dejan indiferente. Viajar por la España del siglo XXI de la mano de ilustrados no españoles es una aventura deliciosa a la par que irritante y maliciosa.
A NA R. C AÑIL
P RÓLOGO
A VENTURAS EXTRANJERAS POR E SPAÑA
Este libro nació del deseo de mantener vivo el asombro ante la belleza. Si un día la mirada se desliza con indiferencia ante la montaña azul a fuerza de aire limpio y transparente, si nos pasa inadvertido el momento en que el copo de nieve cae sobre el abrigo, o el oído es sordo a la canción del arroyo o al ritmo de las olas enredando la arena, algún cacharro de nuestro interior está oxidado.
Si la biblioteca de El Escorial no ensancha y encoge nuestro espíritu en un espasmo de emoción comparable al que se siente al atardecer ante las murallas de la Alhambra o una calle despoblada, solo transitada por gatos, de un pueblo solitario de la Maragatería; si el románico ramirense de Santa María del Naranco no nos insufla un chute de adrenalina al amanecer; si en Cesantes, frente a la ensenada de San Simón, de madrugada, no nos roza la sombra del capitán Nemo y su Nautilus navegando por la ría de Vigo, conviene sentarse con calma a la sombra de un árbol del camino y preguntarnos si no nos estamos olvidando de algo tan primordial como la capacidad de disfrutar de lo bello.
La sensación de retrasar el paso, de frenar y mirar, se nos ha desvelado durante la pandemia, esta plaga que nos ha puesto en nuestro sitio, recordándonos que somos uno más en este planeta al que maltratamos hasta el infinito. Por ello, los viajes por España en la compañía de libros de autores extranjeros que hacíamos cuando llegó el aviso del confinamiento se han convertido en un antídoto, en un bálsamo de recuerdos creado por la sublimidad que nos rodea. Y lo cerca que la tenemos. Si la apreciaron los de fuera, ¿cómo no la vamos a amar nosotros?
Recurrir a la mirada de los otros, los extranjeros que viajaron por la Península y describieron con ojos distintos lo que a nosotros se nos escapa de tanto verlo, es un placer al alcance de todos. Encontrar libros para viajar a los lugares que una habita, o que en algún momento ha visitado, para descubrir lo ignorado a fuerza de estar ahí, forma parte de esa necesidad de no perderse nada. La cuestión es descubrir o redescubrir, con mirada propia y ajena. Da igual que el viaje sea en bus, en tren, en avión, en bici o a pie. Lo de escoger a los extranjeros —escritores que, además, eran aventureros, diplomáticos, pintores, fotógrafos—, viajeros, que no turistas (son conceptos distintos), de tiempos diferentes aporta curiosidades inolvidables.
Viajar por España en la segunda década del siglo XXI con los apuntes, notas y libros de aquellos románticos despiadados de finales del XVIII y de la siguiente centuria completa, con la eclosión del Grand Tour que realizaban los norteamericanos y los europeos pudientes, es una aventura deliciosa, valga la cursilería. Y, por momentos, también irritante y maliciosa. Nos abren un mundo que va más allá del viaje turístico en busca de arte o de paisajes; también nos desvelan cómo nos veían en lo social y en lo político. Son miradas que sorprenden, ilustran y, muchas veces, duelen. Porque duele constatar la lástima que daban «los pobres españoles» de abajo y el desprecio que producían a los de arriba.
La elección de los libros escogidos para cada viaje es aleatoria y libre de pretensiones. Salvo algunos casos muy concretos, depende de gustos personales. El anárquico sistema lleva a éxitos preciosos, pero también a fracasos estrepitosos, que hemos olvidado u obviado. Todo lo compensan sensaciones tan gratas como la de sentarse frente a una iglesia románica, una escultura o un paisaje en el mismo lugar en el que tiempo atrás lo hiciera uno de estos escritores admirados.
Cuesta asimilar la enorme influencia que la novela picaresca del francés Alain-René Lesage Las aventuras de Gil Blas de Santillana tuvo entre los extranjeros, incluido el fascinante norteamericano George Ticknor. Por no hablar de Richard Ford, George Borrow, Washington Irving o Alejandro Dumas. Antes, en los albores del siglo XIX e incluso a finales del XVIII , nos topamos con Joseph Townsend y con Wilhlem von Humboldt, y a ellos hemos acudido a veces. ¿Por qué desde el siglo XIX ? Porque los románticos protagonizaron la gran oleada de viajeros apasionados, porque había que poner un límite para empezar —también para finalizar, aunque cuesta— y porque ellos fueron el antecedente de la segunda gran oleada de viajeros: los corresponsales y escritores de la Guerra Civil.
España no formaba parte del Grand Tour. Inglaterra, Francia, Italia y, a veces, Grecia estaban mucho antes. Los que se desviaron a España casi siempre lo hacían por accidente. Desechaban Italia, o bien por estar demasiado repleta de gente, o bien —el motivo más común— por razones económicas. Pero también estaba la aventura. El atraso y el exotismo de la tierra que fue de los moros del Magreb durante ocho siglos ofrecían un toque diferente. Mantenían que África comenzaba al cruzar los Pirineos, y no necesariamente como algo deshonroso, pero sí con el significado de subdesarrollo y pillería. Buscaban un exotismo con cierto matiz oriental. Leer y recorrer ahora sus caminos desmitifica esa admiración acomplejada frente al extranjero. La dictadura de Franco, la mala suerte con las dinastías en la Corona, el papel de la Iglesia, la pobreza o lo paletos que éramos son complejos que perviven desde hace siglos en generaciones de españoles, frente a las corrientes de modernidad del extranjero. Con razón muchas veces, sin ella otras muchas en los últimos tiempos. Seguimos siendo papanatas frente al glamur de los guiris, siempre y cuando estos no sean emigrantes.