Kalila wa-Dimna (Calila e Dimna) es una colección de fábulas orientales de origen indio de gran difusión. La obra fue compuesta en sánscrito, posiblemente ya en el siglo III a. C. Las fábulas fueron traducidas al árabe en el siglo VIII por el persa Ibn al-Muqaffa', un escritor con un alto nivel de educación y un cortesano influyente. Todavía se considera la traducción al-Muqaffa' como una obra maestra sin igual de la prosa artística árabe, y numerosas traducciones a lenguas europeas y orientales que datan del siglo X al XIV derivan de su versión. La influencia que tuvo la traducción al-Muqaffa' también resulta evidente en importantes obras literarias occidentales, como las Fábulas de La Fontaine y el Roman de Renart de Goethe.
Kalila wa-Dimna es una especie de espejo para príncipes. Las cuestiones de la vida social y de la sabiduría principesca se explican a partir de historias tomadas del reino animal. Este famoso manuscrito, producido en Egipto alrededor del año 1310, es probablemente el más antiguo de los cuatro manuscritos conocidos de Kalila wa-Dimna en árabe, del siglo XIV. Este texto, uno de los pocos en árabe que están ilustrados, contiene 73 miniaturas, que tienen una alta calidad artística y por eso representan un importante monumento a la decoración de libros árabes.
Anónimo
Calila y Dimna
ePub r1.0
pepitogrillo 29.10.15
Título original: Kalila wa-Dimna
Anónimo, Ca. 300 a. C.
Traducción al árabe de la que deriva la versión castellana: Abdalla ben Almocafa
Ilustraciones: Del manuscrito árabe
Diseño de cubierta: Del manuscrito árabe
Editor digital: pepitogrillo
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Prólogo
La manifestación oral de la eterna tradición popular ha cristalizado, de tiempo en tiempo, en esas colecciones más o menos eruditas, que se traducen a todas las lenguas y que manejan todos los pueblos. Así nacieron las famosas recopilaciones de cuentos, que los budistas ensartaban al predicar la nueva moral religiosa para hacer más plástica y educativa su misión. Así se llegó al Panchatantra, al Mahabarata, a otros compendios del tesoro folklórico de la India; y Calila y Dimna no es sino el más extenso de todos estos libros recopilatorios, ya que los aprovecha total o parcialmente.
La complicada genealogía del Calila ha venido precisándose con lentitud y paciencia a través de un siglo entero de críticas investigaciones, inauguradas en 1816 por Sacy, editor del texto árabe.
Baste saber, como resumen de tantos desvelos, que a quien parece debérsele la reunión de las distintas fuentes sánscritas antes aludidas, es a Berzebuey, filósofo y médico del siglo VI de nuestra era, que las tradujo al pehlvi, dialecto persa reconocido como lengua oficial del imperio.
El libro se difundió extraordinariamente merced a las muchas traducciones que de él se hicieron en lenguas orientales y europeas. Para nosotros tiene una especial importancia la versión árabe que Abdalla ben Almocafa realizó a mediados del siglo VIII, pues de ella deriva la antigua versión castellana que publicamos.
En la nota final de nuestro texto se afirma también esta procedencia, aunque añadiendo que se hizo por intermedio del latín. Podríamos darle crédito, aunque sea difícil admitir esta supuesta versión intermedia, si aquella nota no fuese en todas sus partes inexacta, lo que nos lleva a declararla apócrifa, pues también atribuye la traducción a Alfonso X. No es este el único caso de atribuciones semejantes. La enorme fama alcanzada por el sabio monarca, impulsor de la poesía, de la legislación, de la historia, de las ciencias, moldeador del idioma, al que dio una flexibilidad capaz de expresar con épicos acentos los instantes más inspirados de nuestras gestas, capaz de traducir a Ovidio con elegancia y emoción, capaz de dar nuevo calor a las páginas bíblicas, esa fama bien merecida atrajo hacia él la atribución de obras anónimas, ya por el solo antojo del copista firmante del códice, ya por el más inteligente deseo de dar autoridad a las obras salidas de manos ignoradas. Pero Alfonso X no aprovecha esa traducción en su General Estoria o historia universal, redactada hacia 1270, donde da a conocer otro texto distinto del capítulo I del Calila, y de existir aquella sin ningún género de duda la hubiera aprovechado, sin tener que recurrir a otra nueva. Quizá por esta misma razón haya que rectificar también la fecha de 1251 que da la nota final que discutimos, y adelantarla en unos treinta años más.
Claro es que en la complicada transmisión de la obra fue ésta modificándose con adiciones, amplificaciones y retoques. Aparte de la transformación de detalles, alterando y suprimiendo todo aquello que podía chocar a hombres de otras latitudes para ir acomodando el libro a las distintas civilizaciones, los traductores, aunque no todos ni con mucha frecuencia, superpusieron algo propio. Y así el libro, que comenzó por estar constituido por doce capítulos, llega en la versión castellana a tener diez y ocho.
El título proviene de los nombres dados a los protagonistas —dos lobos cervales— de una larga historia de infidelidad y ambición, comprendida en nuestros capítulos III y IV. Las demás narraciones no se relacionan con esta primera, y sólo sustentan la unidad de ser, como ella, rimeros de fábulas y consejos. Este título, al parecer, tiene tan larga vida como el libro mismo.
La ficticia unidad hállase asegurada por las palabras que Berzebuey y los sucesivos interpoladores han puesto en boca de un rey que inquiere y da a su interlocutor, el filósofo, como pie forzado, el tema del apólogo siguiente, que éste desarrolla desprendiendo los consejos propios para el rey. Del nombre siriaco de este filósofo, Bidwag, nació el de Bidbai, Pilpai o Bidpai, al que se le supuso escritor indio.
Ya dentro de aquella fábula principal, los personajes mismos relatan nuevos cuentos; poco a poco se pierde el hilo de la primitiva historia, hasta que un personaje lo recoge para volver a dar vida a otras nuevas moralizaciones. Esta concatenación produce alguna fatiga, y no es ni lo más claro ni lo más apropiado a nuestro sistematizado modelo de una narración única; pero el procedimiento ha sido eterno, y aunque nunca llegó a los extremos de los fabulistas indios, ha producido, sin remontarnos mucho en nuestro recuerdo, la interpolación dentro del Quijote, de novelas tan deliciosas como la del cautivo capitán o la del Curioso impertinente.
Los protagonistas de todos estos cuentos son animales, pues las personas —rey, filósofo, brachmanes— tienen un carácter secundario, y si alguna fábula está sólo representada por personajes humanos, es —con las excepciones consiguientes— porque procede de las interpolaciones sucesivas, y más generalmente del traductor árabe, como se puede comprobar con todos los cuentos comprendidos en nuestro capítulo IV, que fue añadido para éste. Las fábulas indias no hacen, pues, sino dar la pauta, que ha de ser seguida con religiosa aquiescencia por todos los fabulistas, hasta llegar a un La Fontaine o un Iriarte.
He aquí, pues, en vuestras manos un libro de fama antiquísima y universal, un libro cuyo esencial valor reside en presentarnos recubierta de la pátina literaria la tradición inagotable del pueblo. Cada uno de estos apólogos ha recorrido el mundo por extraños caminos y ha surgido aquí y allá como flor imperecedera. Muchos no tendrán novedad alguna para un lector moderno; en mil libros, en boca de los maravillosos narradores rústicos que aún quedan, surgen con la viva espontaneidad de la fuente siempre rumorosa. Y así reconoceréis, aunque sea otro el protagonista, la fábula de "La lechera" en el cuento de "El religioso que vertió la miel y la manteca sobre su cabeza". Lo exótico de estos apólogos y su mismo recargamiento de máximas y moralizaciones no empaña en nada lo popular de ellos; se cuentan casi todos con gracia y ligereza, y no hay que enojarse porque la uniforme repetición de la fórmula para intercalar los cuentos dé cierta pesadez a la lectura. A un lector moderno y presuroso no se le podrá pedir que lea este libro de seguido; por ello he procurado singularizar cada cuento, escondido en los largos relatos, a fin de facilitar su lectura aislada.