El botín de los años inútiles, que con tanto celo guardaste, disípalo ahora: te quedará el triunfo desesperado de haber perdido todo.
R. T AGORE
Entre el aforismo, el ensayo filosófico y el diario, estas páginas son el testimonio espiritual de uno de los grandes autores de las letras hispanas del siglo XX . Prosas apátridas es una obra de singular fuerza. Cada anotación es un bocado de sabiduría sobre temas tan diversos como la literatura, la memoria y el olvido, la vejez y la infancia o el amor y el sexo.
Julio Ramón Ribeyro explora nuevas formas de representar una realidad que se percibe como irremediablemente fragmentada. Su estilo, elegante y preciso, y su ironía y amarga lucidez dotan de unidad a estas páginas que captan la condición del hombre moderno en toda su profundidad.
Julio Ramón Ribeyro
Prosas apátridas
Completas
ePub r1.0
jugaor25.05.13
Título original: Prosas apátridas
Julio Ramón Ribeyro, 1975-1986
Editor digital: jugaor
ePub base r1.0
JULIO RAMÓN RIBEYRO ZÚÑIGA (Lima, 1929-1994). Escritor peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura hispanoamericana. Fue una figura destacada de la llamada Generación del 50, a la que también pertenecen narradores como Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains y Carlos Eduardo Zavaleta. En su país fue distinguido con el Premio Nacional de Literatura (1983) y el Premio Nacional de Cultura (1993); a nivel internacional le fue otorgado el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1994, ahora llamado Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances).
Aunque el grueso de su obra lo constituye su cuentística (reunida bajo el título general de La palabra del mudo), también destacó en otros géneros como novela, Crónica de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976); ensayo, La caza sutil (1975); teatro, Santiago el Pajarero (1975) y Atusparia (1981); diario, La tentación del fracaso (1992-95); y aforismo, Prosas apátridas (1975) y Dichos de Luder (1989).
Nota del autor
El título de este libro merece una explicación. No se trata, como algunos lo han entendido, de las prosas de un apátrida o de alguien que, sin serlo, se considera como tal. Se trata, en primer término, de textos que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos. En segundo término, se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo, al menos no los escribí con esa intención. Es por ambos motivos que los considero «apátridas», pues carecen de un territorio literario propio. Al reunirlos en este volumen he querido salvarlos del aislamiento, dotarlos de un espacio común y permitirles existir gracias a la contigüidad y al número.
No oculto que al tomar esta decisión tuve presente Le spleen de Paris de Baudelaire. No por una emulación pretenciosa, sino por el carácter relativamente «disparate» del conjunto y por tratarse de un libro, como dice el poeta en su dedicatoria, que es «à la fois tête et queue, alternativement et réciproquement» y que puede leerse en consecuencia por el comienzo, por el medio o por el fin. Aparte de ello, la mayor parte de los textos han sido escritos en París y, como en la obra del autor de Les fleurs du mal, esta ciudad figura nominalmente o como telón de fondo en muchos de estos fragmentos.
París, 1982
3
El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien. César Vallejo dice en un poema en prosa que por más que pasen los años nunca alcanzará la edad de su madre, lo que es cierto además. Es comprensible que los hombres de cuarenta o cincuenta años sigan sintiéndose jóvenes, pues saben que todavía hay hombres de setenta u ochenta. Sólo cuando se llega a esta última edad comienzan a escasear los puntos de referencia por la cima. Los octogenarios se sienten pocos, es decir solos, viejos.
1
¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizás sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos, a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean-Paul Sartre? ¿Por qué a François Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.
2
Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad.
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Teoría del «error inicial»: en toda vida hay un error preliminar, aparentemente trivial, como un acto de negligencia, un falso razonamiento, la contracción de un tic o de un vicio, que engendra a su vez otros errores. Carácter acumulativo de estos. Al respecto: imagen del tren que, por un error del guarda-agujas, toma la vía equivocada. Más justo sería decir por un descuido del conductor de la locomotora. Más justo todavía imputarle el error al pasajero, que se equivoca de vagón. Lo cierto es que al pasajero se le terminan las provisiones, nadie lo espera en el andén, es expulsado del tren, no llega a su destino.