Carta a un Andrés
Para Andrés Peláez
No, amigo Andrés, yo no he dicho que «la modernidad» no exista, sino tan sólo que… no importa, que no puede importarnos, porque eso, «eso» tan endeble, tan de superficie, tan de pasada, que llamamos «modernidad», no tiene valor propio, valiosa sustancia propia. La modernidad no es, no puede ser —nunca—, valor, como estúpida, frívola y descuidadamente hemos terminado por suponer, la modernidad no puede ser más que un simple… estado por el que pasan —y pasan irremediablemente— las más o menos pobres obras de arte nuestras, pero sin formar parte —carne— de ellas. (No podría decirse con exactitud cuándo ni dónde empieza esa disparatada obsesión nuestra de querer ser modernos por encima de todo y de que nuestras obras sean modernas a costa de todo, pero acaso habría que ir a buscar, a rastrear su inocente chispa primera en el Renacimiento mismo, es decir, en algunos jugueteos, entretenimientos o competiciones renacentistas, aunque, claro, esa idea tan alegremente insensata de una modernidad como valor se manifestase entonces, en todo caso, con una graciosa desenvoltura que ahora ha perdido por completo, hasta el punto de convertirse en algo terriblemente solemne, casi fúnebre, mortuorio, sobre todo en los setenta y tantos años últimos, medio enterrados como estamos en ese oscurantismo cerril, servil, senil, de una mostrenca modernidad sobrepuesta, tiesa, artificiosa, mecánica, maniática, forzada, inmovilizada, establecida y… ¡oficial!)
Claro que existe… otra cosa —una especie, diríamos, de energía soterrada— que acaso también puede (y con mayor motivo) ser considerada «modernidad», pero no es, entonces, en absoluto, esa petulante modernidad exterior, vistosa, brillosa, fugacísima, que todos sabemos, sino otra más secreta, más verdadera: es una modernidad que no consiste en ir sacándose de la manga, sin ton ni son, míseras novedades pueriles, tontas, tontucias, sino de dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Porque si «clásico no es más que vivo», moderno no puede ser más que vivo también; pero claro, vivo de… vida, de vida vívida, sanguínea, no de esa seudovida —que no es más, en realidad, que una pobre agitación, un simple trajín, un ir y venir vacío, en el vacío—, no de esa seudovida activa que el historiador —todo historiador— confunde y toma siempre, sin remedio, por la misma vida central, real y verdadera.
En el acompasado fluir del arte han surgido, de tanto en tanto, algunas novedades legítimas, genuinas, pero han sido siempre novedades involuntarias, novedades… sin querer, o sea, por melodiosa fatalidad. Dejando a un lado, por ahora, la descomunal novedad perenne, permanente, de Fidias —o de quien sean esas esculturas actuales del Museo Británico, que se parecen tan poco a todo el resto de la estatuaria griega, es decir, de la estatuaria antigua—, en Giotto, por ejemplo, percibimos muy bien, más que una novedad propiamente suya, la novedad que le ha sido encomendada, prestada por la Pintura misma, y que vemos asomarse a la superficie de su obra como un rubor apenas, como una sofocación medio escondida: es ésa la forma que tienen de presentarse ante nosotros las novedades profundas, oscuras. Esa especie de «sofocación» de lo secretamente nuevo, también la percibimos en Masaccio, y en Miguel Ángel, y en Van Eyck, y un poco más tarde en Tiziano (no así en Tintoretto, como podría suponerse a la ligera, ya que se trata, sin duda, de un artista muy original, pero de una originalidad deliberada, desvergonzada, caprichosa, vistosa, extravagante, artística, estilística —todo eso aparte, claro, de ser un gran pintor—, y no de una originalidad… originaria, orgánica, de raíz, de ley; y lo mismo sucederá con el Greco, consecuencia directa suya y estrambótico, vicioso manierista genial —tan idolatrado por la muy agitada «modernidad» de 1908, 1928…—, pues ni Tintoretto ni el Greco son portadores, a portadores de novedades reales, sustanciales, sino inventores, ideadores, osados y cínicos improvisadores de novedades particulares suyas, personalísimas, es decir, postizas). También sentiremos la recia y suculenta novedad de Rembrandt, sobre todo en esos garabatos medio chinos de sus dibujos; y, por fin, un buen día veremos acercársenos mansamente, sin descaro alguno, «sin ser notada», la desnuda novedad suprema y… última de Velázquez. Y… no hay más, o no hay apenas más; se acabaron, por lo visto, las novedades naturales, medulares: se diría que todas las novedades posibles, que iban a ser posibles a lo largo del tiempo, existían ya desde un principio, desde el principio —es decir, desde cuando se concibiera, de una vez por todas, el vigoroso cuerpo completo de la Pintura—; existían de antemano, sí, aunque subyacentes y silenciosas, como en espera de su puntual y fatal necesidad; ahora, con la extraña aparición de Las Meninas, de El niño de Vallecas, del Argos, del paisaje azul de la Villa Medici, del Bufón don Juan de Austria, se habían agotado todas nuestras reservas de novedades irremediables, ineludibles: habían ido subiendo, diríase, del fondo mismo, primitivo, de la Pintura, hasta la misteriosa exterioridad presente de su rostro; era como si ella, después de algunos siglos de azaroso y difícil crecimiento, alcanzara su mayoría de edad, una edad, diríamos, plena, definitiva y permanentemente adulta, sin decadencia ni vejez.
No, no es que se diga aquí (como acaso podría pensarse) que Velázquez ha llevado la Pintura a una especie de tope, de última perfección final (entre otras cosas porque la idea de perfección es absolutamente extraña al arte, al arte verdadero —es decir, nacido vivo—, como le es extraña también a la vida real misma, ya que la vida no puede ser perfecta o imperfecta, sino… viva nada más; y el arte creación, después de muchas y muy vanas averiguaciones, terminaremos viendo que no pertenece propiamente a la Cultura —que es a donde íbamos, con tanta necedad, a buscarlo, a interrogarlo—, sino a la Vida, a la vida animal monda y lironda; porque el arte, cuando no es un juego ocioso, lujoso, estéril, ni ese otro quehacer, tan opuesto, pero igualmente ridículo y triste, de un arte… útil, eficaz —como han querido los socialismos—, es decir, cuando no se le desfigura ni se le fuerza a representar uno de esos dos caricaturescos papeles —el del arte puro por una parte y el del arte aplicado por otra, o lo que es peor todavía, una versión combinada, mezclada, de uno y otro—, cuando, en fin, los… comediantes no logran hechizarnos o entontecernos con alguna de estas tres comedias —a veces incluso muy bien representadas, recitadas con talento, y hasta con genio—, el arte, entonces, vuelve sencilla y tranquilamente —modestamente— a su más alto ser, a su enigmático ser natural, animal; o mejor, no es que vuelva: está ahí desde siempre —hasta siempre—, formando parte, siendo parte de un secreto fecundo). No, Velázquez no es que haya topado con la perfección —¡qué tontería!—, ni que haya llegado a meta alguna, ni a ningún final de ningún camino. (No se trata aquí de participar en una carrera de obstáculos, ni de competir en nada, ni siquiera de avanzar, de progresar…) Velázquez no se afana lo más mínimo, no se agita, no actúa apenas; es como si la Pintura, de cuerpo entero, actuara en él, a través de él, ya que lo ha reconocido en seguida como auténtico creador, como hombre creador, como animal creador, como animal obediente, como criatura obediente, como criatura creadora, es decir, pasiva; el creador auténtico no hace sino… ceder a la creación, consentir en la creación, y, desde luego, sin imponerle a ésta nada, sin añadirle nada. «No se busca, se oye», dice Nietzsche. Claro que para eso, para oír, y para oír eso, hay que disponer de un oído muy fino, de animal muy fino, y el artista, ya se sabe, el artista artístico, puro, no oye nada, no puede oír nada, entre otras razones porque no escucha, porque no puede, quizá, escuchar, de tan atareado como se encuentra con la ideación y la construcción de su admirable artefacto artístico. El artista-artista se encuentra tan lejos de la fina animalidad de la naturaleza que, claro, no puede oír nada; el hacedor o componedor de esas obras de un arte tan puro, tan absoluto y tan… abstracto (pero ahora no se alude aquí a ese tristísimo cultivo de lo abstracto que puede verse en las obras artificiales y falsas de un Kandinsky, por ejemplo, o en esas otras, de un Mondrian, más limpias quizá, más tontamente limpias, es decir, de una bobería espiritualista tan extremada, tan colmada, que casi