El siglo XI es uno de los más complejos de la historia hispánica y, a la vez, una de las grandes divisorias en su evolución. Es el siglo de los reyes de Taifas, de la conquista de Toledo, del Cid y de la invasión norteafricana de los Almorávides.
Estas memorias del último rey Zírí de Granada, ‘Abd Alláh, nos permiten adentrarnos en la vida de aquel agitado siglo. Fueron escritas en el exilio después de haber sido destronado por los Almorávides, en 1090. Las memorias fueron descubiertas en 1930, en raras circunstancias, por el gran historiador francés Lévi-Provençal. A través de estas memorias oímos hablar a los otros reyes de Taifas, a Alfonso VI, a Pedro Ansúrez, a Alvar Fáñez. Son un relato apasionante que describe las interioridades de la corte beréber de Granada y descubre sus intrigas que rozan a veces la tragedia.
Emilio García Gómez se unió a su gran amigo Lévi-Provençal para desentrañar este libro, casi completo, y quiso firmarlo con él en un testimonio del afecto y colaboración que los vinculaba. Este documento, importantísimo para conocer nuestra historia, gracias al oficio y estilo del traductor, se ha convertido, además, en una joya literaria.
‘Abd Allāh
El Siglo XI en primera persona
Las «memorias» de ‘Abd Allāh último rey Zīrí de Granada, destronado por los Almorávides (1090)
ePub r1.0
Titivillus 30.04.2020
Título original: El Siglo XI en primera persona
‘Abd Allāh, 1090
Traducción: Emilio García Gómez & E. Lévi-Provençal
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
La publicación de este libro ha sido posible gracias a la colaboración de la Sociedad de Estudios y Publicaciones de la Fundación Banco Urquijo, cuya Sección de Estudios árabes dirige D. Emilio García Gómez.
Lista de ilustraciones
FIGURAS
LÁMINAS
V. a) Casa de la Lona en el Albaicín de Granada, edificada donde estuvo el palacio de los Zīríes;
b) Inmediaciones de la Casa de la Lona
Advertencia
La ocasión prevista en las últimas líneas de la Introducción a este libro se ha presentado antes de lo pensado, gracias a la «conjunción astrológica» de no pocos factores: el interés de un amigo incomparable, la generosidad del Banco Urquijo, la hospitalidad de la Sociedad de Estudios y Publicaciones y las varias competencias de quien dirige «Alianza Editorial». No cito nombres porque el censo sería largo, con riesgo de penosa omisión. Lo que sí doy a todos de corazón es las gracias.
También al final de la Introducción puede verse la «génesis e historia de este libro». Se cumple, aunque con demora, lo proyectado, porque incluso lo estaba la supresión actual de los Apéndices, aunque tal vez aparezcan éstos más tarde en tomo suplementario, completamente modernizados. No ocurre lo mismo con una archimínima parte de la anotación a las «Memorias», pese a que todos los libros necesarios figuran en mis anaqueles. Bien sabe Dios que no lo he hecho por pigricia, sino a sabiendas. Para el lector no arabista hay todo lo necesario. A los especialistas bueno es abrirles campo en que puedan colaborar. El libro es, pues, joven, salvo algún insignificante detalle bibliográfico. (A Balzac le gustaba idear personajes que bajo Carlos X seguían vistiendo algunos indumentos de la época napoleónica, porque habían servido en la «Grande Armée»).
Lo he pasado muy bien revisando estas páginas porque, mientras lo hacía, he podido revivir los años centrales de mi vida intelectual, cuando, desaparecidos ya mis maestros, tenía que contar con mi sola iniciativa. Me ha alegrado empaparme en la atmósfera de mis relaciones fraternales con Lévi-Provençal, a cuyos manes, me conmueve ofrecer todavía un fruto común de nuestra colaboración científica. El primer grupo de fragmentos que él publicó (1935-1936) me iba dedicado, junto con Félix Hernández y Leopoldo Torres Balbás, los dos muertos también. ¡Grandes nombres! Yo asimismo quiero recordarlos hoy, y decir a sus sombras elíseas que no me consuelo de haberlos perdido, y que, como a Lévi-Provençal e igual que éste hizo, les consagro mi esfuerzo. A ninguno de los tres maté. Al revés, el destino se los llevó. Pero, como don Juan Tenorio, tengo con sus efigies ideales y con tantas otras un panteón junto a un Guadalquivir de ensueño, al que me gusta ir para hablar con ellos. Porque hay terrenos científicos en los que hoy es preferible conversar con los muertos.
Mayo, 1980.
E. G. G.
Introducción
No ha habido muchos destinos en la Historia tan extraños como el de ‘Abd Allāh, el último zīrí granadino. Era un príncipe incapaz, criado en el serrallo y al que encaramaron, todavía muy mozo, a un trono bamboleante, para recoger una herencia política confusa y hacerlo soberano de un Estado de indecisas fronteras. La población de este Estado no podía ser más abigarrada: andaluces, árabes y muladíes; beréberes, tanto Ṣinhāŷa, que eran los de su misma tribu, como Zanāta, o sea, los del clan adverso; muchos mozárabes; judíos en gran número. El reyezuelo, grotesco y vacilante, iba a sufrir la estrecha tutela de su madre y de las mujeres de palacio, y a vivir en perpetua tirantez con su hermano mayor, el principillo de Málaga, a quien, de buena o de mala gana, había tenido que entregar, al subir al trono, una parte de los estados del sultán difunto.
Había de vivir, cuando no en declarada guerra, en continua cautela respecto a sus poderosos vecinos de los otros reinos de Taifas. Era un fantoche, siempre alerta, luchando sin tregua, ojo avizor, por escapar entre las apretadas mallas de las mil redes de intriga que se tejían en su propio palacio; un tiranuelo impopular, detestado por sus propios vasallos, y que, aunque daba muestras —como todos sus colegas contemporáneos— de una piedad exterior harto espectacular, no sabía hacer frente a sus pasiones, y gustaba de beber y de armar fiesta, aunque no fuese más que para olvidarse de Alfonso VI, que se decía su amigo, pero que, ducho en conocer a los hombres, lo juzgaba tal como era y apretaba un poco más cada día el nudo corredizo que le tenía puesto en la garganta.
No era menos extraña la corte de que se rodeaba el sultán granadino. La componían, en increíble mezcolanza, tanto visires y señores beréberes, más o menos emparentados con la familia real, como eunucos eslavos y alfaquíes andaluces, que a porfía consumían su tiempo en conspirar y en denunciarse unos a otros, con la sola mira de enriquecerse y sin reparar en los medios ilícitos de que se valían al desahogar su codicia. Sus mismas mujeres, para remate, metían también su cucharada en todos los negocios turbios.
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