Jacques Cousteau, el hombre que nos presentó las maravillas ocultas bajo la superficie del mar a través de sus exploraciones con la escafandra autónoma o aqualung que él mismo inventó junto con Émile Gagnan, nos ofrece una narración de sus primeros días de aventura en El mundo silencioso , un libro de memorias, anécdotas y fascinantes relatos que nos permite viajar una vez más a su lado, a los primeros días del buceo autónomo. A través de estas páginas, el capitán Cousteau nos logra transmitir la pasión y el romanticismo por la exploración submarina y nos sumerge en El mundo silencioso , desvelando la magia y el misterio que ocultan las profundidades, para dejarnos atrapar por el encanto de la aventura con cada una de sus intrépidas inmersiones, en un mundo hasta entonces totalmente desconocido.
—¿Por qué tienen ustedes tal empeño por sumergirse en el mar? —Nos preguntan con frecuencia las personas sensatas y prácticas.
A George Mallory le preguntaron también por qué quería escalar el Everest, y hacemos nuestra su respuesta:
—Porque está allí —respondió.
J ACQUES Y VES C OUSTEAU .
Jacques-Yves Cousteau & Frédéric Dumas El mundo silencioso ePub r1.0 beatrizanava 06.04.15 Título original: The Silent World Jacques-Yves Cousteau & Frédéric Dumas, 1953 Traducción: Antonio Ribera-Jorda Fotografía: Archivo fotográfico de Cousteau Diseño de portada: beatrizanava Editor digital: beatrizanava ePub base r1.2
Los hombres-pez
U na mañana del mes de junio de 1943 me dirigí a la estación de ferrocarril de Bandol, en la Riviera francesa, para hacerme cargo de una caja de madera expedida desde París. Contenía un nuevo y prometedor artefacto, resultado de años de esfuerzo y de ilusión: un pulmón automático de aire comprimido, propio para la inmersión, concebido por Émile Gagnan y yo. Corrí con él hacia Villa Barry, donde me esperaban mis compañeros de tantos buceos, Philippe Tailliez y Frédéric Dumas. Ningún niño abrió jamás un regalo de navidad con tanta excitación como nosotros cuando desembalamos el primer aqualung o pulmón acuático. Si funcionaba bien, se produciría una revolución en el buceo.
Hallamos un conjunto de tres botellas de aire comprimido de tamaño mediano, unidas a un regulador de aire del tamaño de un despertador. Desde el regulador partían dos tubos, que se unían en una boquilla. Con este equipo sujeto a la espalda, unos lentes submarinos que cubrieran los ojos y la nariz, y unas aletas de goma para los pies, nos proponíamos pasear a nuestras anchas por las profundidades del mar. Nos dirigimos a toda prisa a una cala oculta, donde estaríamos a resguardo de las miradas indiscretas de los bañistas y de los soldados de las tropas italianas de ocupación. Comprobé la presión del aire, las botellas contenían aire comprimido a más de ciento cincuenta veces la presión atmosférica. Apenas podía dominar mi excitación para discutir con calma el plan de la primera zambullida. Dumas, el mejor buceador de Francia, se quedaría en la playa descansando y calentándose al sol, listo para acudir en mi ayuda en caso necesario. Mi esposa Simone nadaría en la superficie, provista de un respirador schnorkel , y me vigilaría a través de sus lentes sumergidos. Si hacía señas indicando que las cosas iban mal, Dumas se zambulliría para alcanzarme en pocos segundos. «Didi» como le llamaban a Dumas en la Riviera, podía bucear hasta dieciocho metros de profundidad.
Mis compañeros me sujetaron el bloque tribotella a la espalda, con el regulador junto a la nuca, mientras que los tubos pasaban por encima de mi cabeza. Escupí en la cara interna de los lentes y los enjuagué luego en el rompiente, con el fin de que no se formara vaho en el interior del cristal inastillable. Adapté el suave reborde de goma de los lentes a la frente y los pómulos, introduje la boquilla en la boca y sujeté los nódulos entre los dientes. Mis inhalaciones y espiraciones pasarían, cuando me hallara bajo el agua, por una pequeña abertura del tamaño de un clip de los que se emplean para sujetar hojas de papel. Tambaleándome bajo el peso del aparato, que pesaba casi veinticinco kilogramos, caminé con paso chaplinesco hasta penetrar en el mar.
Mi escafandra autónoma, verdadero pulmón acuático, había sido diseñada con la intención de que resultara ligeramente flotante. Me recliné sobre el agua helada, para ver si se cumplía en mí el principio de Arquímedes, que dice que un cuerpo sólido sumergido en un líquido es empujado hacia arriba por una fuerza igual al peso del líquido que desaloja. Dumas me hizo quedar bien con Arquímedes, sujetando algo más de tres kilos de plomo a mi cinturón. Me hundí suavemente hacia el fondo arenoso, mientras respiraba sin el menor esfuerzo un aire dulce y fresco. Al inhalar oía un débil silbido, mientras que al espirar se producía un ligero burbujeo. El regulador ajustaba la presión a mis necesidades del momento.
Miré en torno mío con la misma sensación de éxtasis que he experimentado siempre en cada zambullida. Abajo se abría un pequeño barranco, repleto de hierbas verde oscuro, negros erizos de mar y pequeñas algas blancas semejantes a flores; por el lugar retozaban varios pececillos. El fondo arenoso descendía en suave declive hasta perderse en una clara lejanía azulada, el sol brillaba con luz tan cegadora, que me hacía guiñar los ojos. Con los brazos pendiendo a mis costados, moví suavemente las aletas de los pies y fui hundiéndome, al propio tiempo que ganaba velocidad y veía alejarse la playa; dejé de agitar los pies y el impulso adquirido me hizo seguir avanzando en un fabuloso descenso. Al detenerme, vacié lentamente el aire de mis pulmones y contuve el aliento; el menor volumen de mi cuerpo hizo disminuir el poder ascensional del agua, y me hundí apaciblemente. Aspiré entonces una gran bocanada de aire, que retuve en mis pulmones y al punto me elevé hacia la superficie.
Mis pulmones desempeñaban ahora un nuevo papel: se habían convertido en un sensible sistema de lastre. Respiré con toda normalidad, de una manera pausada, e inclinando la cabeza, descendí hasta nueve metros sin que sintiera aumentar la presión del agua, que a tal profundidad es dos veces mayor que en la superficie. La escafandra autónoma me suministraba automáticamente más aire comprimido para contrarrestar la nueva presión. A través de los frágiles pulmones esta contrapresión era transmitida al torrente sanguíneo, para esparcirse instantáneamente por todo el cuerpo. Mi cerebro no recibía ningún aviso subjetivo de la presión. Me encontraba perfectamente, si exceptuamos un dolorcillo en el oído medio y en las fosas nasales. Tragué saliva, como suele hacerse al aterrizar en un avión, para abrir las trompas de Eustaquio y hacer cesar el dolor. (No llevaba tapones para los oídos; usarlos resulta una práctica muy peligrosa en la inmersión, pues tales tapones aíslan una bolsa de aire entre ellos y el tímpano. Al aumentar la presión en las trompas de Eustaquio, aquélla hubiera oprimido los tímpanos hacia el exterior, con el riesgo de reventarlos).
Llegué al fondo en un estado de arrobamiento; un cardumen de sargos plateados, redondos y planos como platos, nadaban entre un caos de rocas. Levanté la mirada y vi brillar la superficie como un desdibujado espejo, en cuyo centro se hallaba la silueta flotante de Simone del tamaño de una muñeca, la saludé con el brazo y la muñeca me devolvió el saludo.
Mis espiraciones me fascinaban, las burbujas se hinchaban a medida que ascendían por capas líquidas sujetas a menor presión, pero mostraban una curiosa forma aplanada, semejante a una seta, debido a su fuerte presión contra el agua. Pensé en la importancia que tendrían esas burbujas en nuestras futuras inmersiones; mientras fueran apareciendo y reventando en la superficie, todo iría bien abajo. Si las burbujas desaparecían, el resultado sería ansiedad, prontas medidas de salvamento y desesperación. Salían con un agradable ruido por el regulador y me hacían compañía, al oírlas me sentía menos solo.
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