Expulsado de Francia por germanófilo y de Alemania por francófono, Lev Trotski llegó a España en 1916, donde permaneció tan sólo unos meses. Tiempo suficiente para que sufriese todo tipo de incidentes, que motivaron una interpelación parlamentaria al Gobierno del conde de Romanones. Trotski fue encarcelado en Madrid y trasladado posteriormente a Cádiz en espera de un barco con rumbo a Nueva York. El libro se publicó en español en 1929, traducido por Andrés Nin y con prólogo del propio Trotski enviado desde Constantinopla. Mis peripecias en España retrata a una sociedad atrasada, pícara y corrupta que el líder de la revolución soviética compara constantemente con Alemania y Francia. Este volumen recupera las ilustraciones realizadas por K. Rotova para la edición príncipe rusa.
Lev Trotski
Mis peripecias en España
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Daruma 20.12.14
Lev Trotski, 1926
Traducción: Andrés Nin
Prólogo: José Esteban
Ilustraciones: K. Rotova
Diseño de cubierta: Daruma
Editor digital: Daruma
Corrección de erratas: riholai
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XVII
Aquí termina España
L OS NIÑOS ESTÁN EXCITADOS:
—¿Sabes? Hay aquí un fogonero muy buen chico. Es republicano. (A consecuencia del continuo viajar de uno a otro país y del cambio de escuelas, hablan una especie de lengua convencional).
—¿Republicano? Pues ¿cómo es eso; cómo le habéis comprendido?
—Nos lo explicó muy bien todo. Dijo Alfonso. Y después hizo así (como si tirasen del gatillo de un revólver): ¡Paf, paf, paf!
—¡Ah, si es así, es republicano, no cabe duda!
Los pequeños esconden las uvas pasas y otras golosinas y corren con ellas para dárselas al fogonero. Después nos hicieron la presentación. El republicano tiene unos veinte años, y, en lo que al Rey se refiere, tiene, por lo que se ve, ya ideas bien definidas.
El barco, abarrotado de pasajeros, abre a los pequeños un extraordinario campo de observaciones. Me hacen copartícipe de sus impresiones varias veces al día, y con frecuencia me admiran sus ideas y su lenguaje.
—Está casada, y, sin embargo, hace carantoñas a todos —me dice el mayor, aludiendo a la española, que luego resultó ser una austriaca, casada con un francés, con la cual tropiezan los niños en todos los escondrijos del barco.
Preguntan sobre el pintor francés:
—¿Por qué tiene dos sortijas? Una será de nupcias, pero la otra, ¿de qué?
De la dama francesa:
—No hace otra cosa que «ensortijarse» y «empulserarse».
Estas expresiones pueden parecer inventadas, pero están tomadas al pie de la letra. Los niños juegan con los frailes a las damas; pero oponen enérgica resistencia a los embates religiosos. Viven mano a mano con el republicano en el rancho de los fogoneros.
1 DE ENERO DE 1917
TODOS SE HAN FELICITADO unos a otros con motivo del Año Nuevo, haciendo juicios sobre el Nuevo Mundo, al otro lado del océano.
Como resultado del telegrama que envié desde Málaga, o por lo que fuere, se me permitió saltar a tierra en Cádiz. El barquero, joven, resultó ser un alemán, carnicero de oficio, con dos años de permanencia en Cádiz. Trató varias veces de embarcar de matute. Ofreció hasta cincuenta pesetas por esconderle, pero nada logró. No quieren llevarse a América a un alemán, no faltaba más: tienen miedo a la vigilancia inglesa.
En el muelle, antiguos amigos. En primera fila, el descendiente del Grande de España y admirador del enciclopedista Maura. Última visita a Cádiz. Las avenidas del antepuerto. Calle del Duque de Tetuán, con las ventanas de los clubs de juego. La estatua de Moret. La Cervecería Inglesa. La Biblioteca, donde silenciosamente trabaja la polilla. El edificio de Telégrafos, desde donde han sido enviados tantos telegramas y cartas.
Regresamos por la noche en un tajamar, a la vela. Hubo marejada durante media hora. Las aguas saltaban por ambos costados y mojaban la espalda y empapaban el calzado. Después de esto, el Monserrat nos parecía algo conocido y seguro.
A LA MAÑANA SIGUIENTE
DENTRO DE UNA HORA abandonamos el último puerto español. Los vaporcitos trajeron a bordo un nuevo grupo de pasajeros. En cubierta, las personas que vienen a despedirlos. El sol calienta admirablemente. Empleados de la Compañía con papeles. El policía revolotea por el muelle. ¡Adiós, Europa!… Pero no del todo aún: el barco español es una parte de España, su población una parte de Europa: los residuos, principalmente.
Nuevos pasajeros. Un inglés gigante, ancho de hombros y de semblante joven y bastante agradable. Anda —tambaléase— en enormes zapatillas. Desvívense por él dos admiradores. Propaga ideas nietzscheanas. Un sobrino de Oscar Wilde. Hace observaciones que no están fuera de lugar. ¿Profesión? Es boxeador, pero con nombre cambiado. En parte, es también escritor francés, pues su procedencia, por línea materna, es francesa. Habla de sus compatriotas por línea materna en tonos despreciativos; no son capaces de dar un segundo Napoleón. Su héroe, Joffre, una honorable mediocridad. Han caído en un americanismo vetusto. América sueña con Luis XIV. El boxeador viene, directamente, de Barcelona, donde se batió con Johnson, siendo vencido por este. Llegó a Cádiz por ferrocarril para evitar el paso por Gibraltar; quería escaparse de la inspección inglesa. Por lo menos, con esto se declara ya, abiertamente, desertor: él ha nacido para luchar en la arena de los circos; pero no en los campos de batalla.
—¿Ve usted ese pintor francés, con falsa cabeza de Jesús? Es mi colega. Es también desertor; ahora que él tiene un padre millonario.
El atleta sabe inglés, francés, alemán, italiano, griego antiguo —¡y cómo lo sabe!—. Está estudiando el español y se ocupa de la música. Habla con gran optimismo de la posibilidad de «trabajar» en América con el billarista francés, quien resulta, además, un campeón de esgrima.
Veo por primera vez a este hombre alegre y jovial, embutido en estrecho uniforme, que pone de relieve las redondeces del cuerpo, con un gorrito morado, inclinado sobre la cara mofletuda y afeitada, con el pitillo en los labios y las manos en los bolsillos; es el capellán de a bordo. Da la impresión de un jefe de cocina, buen catador de vinos, tabaco y otras cosas. Los domingos y los días de fiesta se pone la casulla y dice misa. El cura francés mira, con visos de espanto, el cigarrillo y el abdomen, oscilante de risa.
De Barcelona a Cádiz y de Cádiz en adelante tuvimos un tiempo magnífico, durante los primeros nueve días. Continuamente sol. Noches sofocantes, a pesar de dejar abierto el tragaluz del camarote. Estamos a fines de diciembre. Es el sol español, el Gulfstream. Los viajeros experimentados profetizaban para mañana, y después para pasado mañana, un cambio brusco en la temperatura de las aguas y del viento. Pero «mañana» y «pasado mañana» el tiempo era mejor que el de ayer y los pasajeros prácticos, apoyándose en la opinión del primer oficial y del jefe de cocina, aseguraban que esto no era normal y que el Gulfstream había abarcado una zona más amplia de lo que se pensaba… Sin embargo, los marineros empezaron a colocar en las barandillas de la cubierta superior las lonas de protección, con gran asombro de los pasajeros. Cuando hubimos pasado Terra Nova, el tiempo cambió de repente: viento, después lluvia. El barco empezó a cabecear y a balancearse en serio y alguien faltó ya a la comida. Luego la cosa se puso peor. El