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Álvaro de Figueroa «Conde de Romanones» - Notas de una vida (1868-1912)

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Notas de una vida (1868-1912): resumen, descripción y anotación

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Álvaro de Figueroa, conde de Romanones (1863-1950) es uno de los políticos más representativos de la denominada etapa de la Restauración, durante el reinado de Alfonso XIII. Perteneciente al partido Liberal, la izquierda dinástica, ocupó un gran número de puestos decisivos a lo largo de su carrera: alcalde de Madrid, presidente del Congreso y del Senado, distintos ministerios, y fue jefe de gobierno en varias ocasiones. Dejó la primera fila de la política con la dictadura del general Primo de Rivera, contra la que conspiró. Tras el restablecimiento de la legalidad constitucional formó parte del último gobierno de la monarquía. Con los resultados de las elecciones municipales de 1931, desaconsejó en la práctica la resistencia ante el comité revolucionario republicano y pactó la entrega del poder. Aunque fue elegido en las consecuentes Cortes, ya no desempeñó ningún papel político significativo a excepción de su defensa parlamentaria del rey exiliado. Romanones ha quedado en la tan traída memoria histórica (es decir en los recuerdos un poco vaporosos de lo que una vez se leyó, que conservan los llamados creadores de opinión, tamizados por los intereses puntuales del presente) como el paradigma del político caciquil, corrupto y maniobrero, capaz de renunciar a sus principios (o a sustituirlos por otros de repuesto, como en la famosa cita). El juicio, posiblemente falso en su absolutismo descalificador, le acompañó sin embargo desde sus primeras pasos; por ejemplo, son numerosos los chascarrillos ―algunos bastantes antiguos― que se cuentan de su segunda campaña electoral, en la que se enfrentó a su hermano mayor, candidato conservador. Pero es que él mismo parece aceptarlos con cierta sorna y nos los cuenta, con un cinismo que parece querer desarmar moralmente al lector, en estos recuerdos de su vida, publicados por primera vez en 1928. Véase el siguiente ejemplo: «Es lícito atender al interés particular de cada elector, e inútil pretender con ello engendrar la gratitud; ésta sólo dura lo que la esperanza de recibir nuevos favores. Cuando dejé la Alcaldía de Madrid, un periódico publicó el siguiente suelto: Ha presentado la dimisión el alcalde de Madrid, conde de Romanones. Mañana saldrá para Guadalajara un tren especial conduciendo a los empleados hoy cesantes de este Ayuntamiento y que por él fueron nombrados. El autor de este suelto quiso, sin duda, molestarme; fue, por lo contrario, un reclamo formidable, cuyas provechosas consecuencias duraron largo tiempo.» En fin, un libro que desde una visión muy personal de la política y de la vida, nos ilumina numerosos rincones de esa España liberal que había alcanzado por fin una patente estabilidad, tardía pero comparable a la de los países de su entorno, también en su carácter oligárquico y corrupto. En estas condiciones la sociedad avanzó en numerosos aspectos: arrancó definitivamente la modernización de su economía, mejoró el nivel de vida, aumentaron las realizaciones culturales y al mismo tiempo la alfabetización... Pero los límites y fracasos de la Restauración condujeron también a una percepción del fracaso nacional, de la España sin pulso, sin brío, que escribió Silvela, percepción cada vez más generalizada, y a la propuesta de soluciones totalizadoras, de borrón y cuenta nueva. La sociedad mayoritaria tardará en asumir estos remedios mágicos, aunque transija con ellos mientras se refugia en la zarzuela que declina o el jazz que llega. Pero finalmente, en 1936, dos grandes minorías lograrán el triste pulso y el lamentable brío que arrojará a la sociedad española a un enfrentamiento que se quiso por todas partes definitivo.

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ÁLVARO DE FIGUEROA CONDE DE ROMANONES NOTAS DE UNA VIDA 1868-1912 - photo 1

ÁLVARO DE FIGUEROA

CONDE DE ROMANONES

NOTAS DE UNA VIDA

(1868-1912)

Se ha utilizado la edición de M. Aguilar editor, colección Crisol, Madrid 1945

AL LECTOR

Lo que sigue, lector, no es fruto lozano y en sazón; no es, ni mucho menos, trigo zorollo; estuvo en demasía castigado por el sol, a sus rayos expuesto durante muchos años; por eso se encuentra ya pajizo y próximo a desgranarse. Quizá hubiera sido mejor no recogerlo en panera; mas, por si alguno pudiera, por contener observaciones de la misma vida allegadas, evitarse el tropezar donde yo unas veces resbalé y otras caí, me decido a darlo a la imprenta: por lo menos servirá de expansión y esparcimiento a mi espíritu en estos tiempos de ligaduras y mordazas.

No intento escribir las memorias de mi vida porque, como alguien ha dicho, la vida, excepto la de los grandes hombres, es más para vivida que para contada. Pero como estas páginas están especialmente dedicadas a mis nietos, creo poder presentarme anta ellos, sin jactancia, como personaje, y confiar en que les parecerá interesante, aun sin serlo, cuanto refiero.

Comprendo que no sean muchos los aficionados a escribir sobre los hechos pretéritos en que fueron autores. De todos los géneros literarios, éste es el más profundamente melancólico, pues nada mueve tanto a melancolía como volver la vista atrás y revivir lo pasado.

Escribo estas páginas queriendo ser sincero: sólo cuando, por raro caso, la sinceridad no se compadezca con la discreción, por referirse a personas aún existentes o a otras cuyo recuerdo esté vivo, habré, no de disimular mis juicios, pero sí de omitirlos. Sustituiré las palabras con puntos suspensivos.

A la vida política he de referirme con preferencia: ella fue toda la mía. La comencé muy joven; fui al Parlamento no cumplidos los veinticinco años, y allí seguí, sin un solo día de interrupción ni de descanso, hasta el colapso por aquél sufrido y del cual aún no se ha recobrado.

No recorrí la vida política por camino de rosas. Pocos encontraron en ella más ásperos abrojos ni espinas más agudas. A pesar de las desgarraduras producidas, llegué a todas partes, hasta las cumbres; y por haber estado en todas, algo aprendí; esto ofrezco al lector, si lo tuviere. Divido mis recuerdos en tres etapas: Una, desde las primeras impresiones de la infancia hasta el día en que fui ministro. Los referentes a los años en que ocupé las seis carteras distintas desempeñadas por mí, algunas de ellas por partida doble, constituirán el contenido de la segunda parte. Y la tercera se referirá al período en que, tras de haber sido presidente del Congreso, lo fui, por tres veces, del Consejo de ministros; y en la presidencia del Senado me sorprendió el 13 de septiembre de 1923.

Quizá lo que escribo pueda aprovechar a la causa de mis adversarios: no me importa; he olvidado que los tuve, y aún que los tengo, y ¡ya es olvidar!... He pasado cerca de cuarenta años rindiendo exagerado culto a los convencionalismos sociales y políticos por instinto de conservación; demasiado tiempo para continuar haciendo lo mismo llegada esta hora en que ya no necesito defenderme. Si logro el empeño, muy superior a mis medios, de describir y ahondar en los sentimientos y pasiones que movieron en la vida pública a los hombres que conmigo convivieron, mi propósito se habrá logrado. Mas de esto sólo tú, lector, puedes ser juez, si hasta el final me leyeres.

Agotadas las primeras ediciones de NOTAS DE UNA VIDA, me rindo gustoso a los requerimientos de mi editor, Aguilar, y a los del público para dar otra de precio más asequible al gran público, juntando las dos primeras partes en un tomo, y deseando que alcance la misma favorable acogida que los anteriores.

PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO

Mi vocación. — La pintura. — Madrid, lugar de mi nacimiento. — En el colegio. — Lucho por el primer puesto de la clase. — Soy vencido y huyo del colegio. — Renuncio a ser pintor. — Creo que nací para político. — Los aficionados en la política. — El interés en la política. — Por qué fui siempre liberal. — Mis primeros recuerdos: Prim, Concha y la guerra carlista. — «Trik», mi perro leal. — Claudicante. — A la Universidad. — Derecho y Filosofía y Letras. — Por qué abandoné esta última disciplina. — Lo que aprendí en la Universidad. — El conocimiento de la vida. — La vida del estudiante: ayer y hoy. — Los deportes y la política. — Me pego con Linares Rivas. — Mi brutal agresión a otro estudiante. — Mis amistades en la Universidad. — Mis maestros. — Echado de clase. — El silencio y la discreción. — Al fin, «abogado». — La abogacía, mi padre y mi mala letra. — «El Heraldo Escolar», mi primer periódico. — Sus redactores. — También autor dramático. — También rejoneador.

A todas las profesiones, como a cualesquiera oficios, se accede por bien distintos caminos: por tradición, unas veces, continuando la ruta y huella dejada por los padres; por imposición de éstos; por necesidad; por interés; por estímulos del deber, y, sobre todo, por vocación. Por vocación me dediqué a la política. Nací y me eduqué en un medio familiar el más opuesto a ella, pues mi padre, hombre de acción, dedicada por completo a los afanes de sus empresas industriales, consideraba al «político» casi como sinónimo de charlatán, y la política como carrera propia de vagos, a la que acudían tan sólo cuantos no podían encontrar acomodo en finalidades más serias.

Sin embargo, no fue la política la primera vocación despertada en mi ánimo, pues apenas aprendidas las primeras letras, mis entusiasmos fueron para la pintura, y a ella me consagré por completo, con el beneplácito de mis padres.

Pero mis obras sólo a los míos producían encanto, y de modo muy singular a mi abuela Inés, convencida de que su nieto llegaría a eclipsar las glorias de Fortuny, en el apogeo de la fama y del favor del público en aquellos tiempos.

Se conserva la colección completa de mis obras pictóricas. Sin duda, sólo las buenas suelen desaparecer o ser destruidas. Me dediqué a todos los géneros, excepto a la figura: con ésta nunca pude; naturaleza muerta, paisaje, marinas, animales, etc. Copié bastantes cuadros, algunos del Museo del Prado, y llegué a tener estudio propio, pues fui, para mis menesteres artísticos, cobijado en los desvanes de una casa aledaña con la de mis padres, en la calle años después bautizada con mi nombre.

No nací en ésta, pues vi la luz primera en la propia plaza de la Villa, en una de las viviendas de la señorial mansión de los condes de Oñate, antes de Cisneros, teniendo como vecinos a los generales Narváez y Zabala. Este edificio forma parte hoy de la primera Casa Consistorial. Por eso cuando fui nombrado alcalde de Madrid pude sentir esta ufanía; difícilmente habría otro alcalde tan madrileño como yo: no es lo mismo venir al mundo en los barrios modernos que en la entraña del «Madrid, castillo famoso...»

* * *

Cursé las primeras letras y los primeros años del bachillerato en el colegio de San Luis Gonzaga, en la calle de Cañizares. Mientras estuve allí, fui buen estudiante; a ello me movía el estímulo del amor propio, propulsor en la vida de tantas cosas buenas y malas: más buenas que malas. Este amor propio me hacía trabajar sin descanso para conservar el primer puesto en la clase. Me hallaba en el tercer año, y era mi rival, con quien sostuve yo dura lucha, otro muchacho de clarísimo talento y rara afición al estudio; y aconteció un día lo que siempre acontece en la vida: quien vale más. a la postre vence; y como él valía más que yo, me quitó el primer puesto.

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