1. Los intelectuales en la crisis. El debate público en torno a la guerra europea y la situación española
CAPÍTULO 1
LOS INTELECTUALES EN LA CRISIS
El debate público en torno a la guerra europea y la situación española
Álvaro Ribagorda
Universidad Carlos III de Madrid
Los procesos de Montjuïc, la derrota del 98 y la ejecución de Ferrer i Guardia habían despertado a la vida pública a los intelectuales españoles, posicionándolos frente al régimen. El sistema de la Restauración estaba inmerso en una crisis que se había iniciado con el asesinato de Cánovas del Castillo, se había acentuado con la caída de Maura tras la «Semana Trágica» de Barcelona, y mostraba evidentes síntomas de descomposición tras el asesinato de Canalejas y el veto de Maura al nombramiento de Romanones, con la consiguiente fragmentación de los partidos del turno.
El juego político se fue complicando desde entonces. Alfonso XIII tuvo que empezar a buscar apoyos fuera de los partidos del turno, y necesitado de un acercamiento al Partido Reformista en 1913, el monarca hizo el gesto de abrir el régimen a los intelectuales llamando a Palacio a Azcárate, Cossío, Cajal y Castillejo. Los intelectuales creyeron desde entonces en la posibilidad de reformar el sistema desde dentro, sin necesidad de derribar la monarquía.
El manifiesto de la Liga de Educación Política de Ortega, que aspiraba a reunir a las fuerzas emergentes del país en defensa del liberalismo político, y el homenaje a «Azorín» en Aranjuez promovido desde el entorno de la Residencia de Estudiantes, que agasajaba a una de las voces más destacadas del 98 frente a la vieja España que significaba la Academia, evidenciaban a la altura del otoño de 1913, que una nueva generación estaba irrumpiendo en la escena cultural y política española. La confirmación llegó en marzo de 1914, cuando Ortega reunió en el madrileño Teatro de la Comedia a gran parte de la intelectualidad y el reformismo españoles en la célebre conferencia «Vieja y Nueva Política», de la que toda la prensa se hizo eco, como el punto de partida de una promesa de transformación nacional. Había ya otra España en marcha que respiraba los aires de las universidades europeas, y para la que la España oficial de la Restauración era ya un marco incómodo que había que romper.
La descomposición del sistema de la Restauración seguía avanzando, y su desprestigio social iba también en aumento cuando estalló la Primera Guerra Mundial. El debate ideológico que provocó y su intensidad, fueron el mejor marco que encontraron los intelectuales españoles para poner en evidencia la creciente descomposición política del país, dar un salto cualitativo en su capacidad de influencia sobre la opinión pública y movilizar a buena parte de la sociedad española, en un proceso que despegó a raíz del debate en torno a la guerra europea y desembocó en la crisis española del verano de 1917.
El estallido de la Gran Guerra se convirtió en la ocasión propicia para promover una gran movilización desde la que los intelectuales se propusieron abanderar un proyecto político colectivo con el que despertar a la sociedad española, utilizando todos los resortes a su alcance, y convirtiéndose en verdaderos agitadores de conciencias y galvanizadores de la opinión pública. Como señaló hace décadas José-Carlos Mainer, al hablar de la frustración histórica de la aliadofilia de los intelectuales:
Si el caso Dreyfus fue la prueba de fuego para los mandarines franceses de la III República, la guerra europea fue el catalizador de las voluntades, inquinas y apasionamientos de los escritores españoles, empeñados en la tarea de hallar su lugar en una sociedad paleozoica.
Muchos de ellos se embarcaron entonces en un proyecto de agitación y movilización política sin precedentes, lo que les obligó a definirse, a concretar en qué consistía su ideal de Europa, a aclarar su posición política, diseccionar su visión de la historia y la idiosincrasia española y europea, posicionarse ideológicamente de forma muy clara, y en la mayor parte de los casos sumarse a un proyecto político común que tenía como objetivo la democratización de España dentro o no del sistema de la Restauración.
El estallido de la guerra hizo que en el verano de 1914 el gobierno de Dato se apresurase a declarar la neutralidad española. Alfonso XIII ordenó a sus súbditos su estricto cumplimiento. Pero lo que sucedió después fue —como ha señalado Andreu Navarra— «una de las explosiones de desobediencia civil más notables de la historia de España».
1. El frente de la cultura en la Gran Guerra
1. El frente de la cultura en la Gran Guerra
La politización de los intelectuales españoles, y su ingente labor de respaldo a favor de alguno de los bandos en liza, fue un claro correlato de la extensa labor propagandística de los intelectuales europeos en 1914. Como explicaba «Corpus Barga», en el mes de agosto de 1914 los alemanes estrenaron dos poderosas armas:
[…] la artillería pesada y la propaganda de Estado […] El estupor y la indignación que produjo en los escritores de las democracias la idea de la propaganda como arma de guerra no impidió que se adoptara.
Uno de los episodios más interesantes y controvertidos de la Primera Guerra Mundial fue la extraordinaria actividad para la movilización que promovieron los intelectuales en los países en guerra. Un fervor bélico y un nacionalismo desatado invadieron casi todos los epicentros de la cultura europea. Los escritores, artistas, pensadores, profesores y científicos se dejaron arrastrar —como el resto de sus compatriotas— por un golpe de sangre que nubló cualquier atisbo de razón más allá de la razón de Estado en la que se sumergieron de lleno. El miedo y el exceso de confianza fueron probablemente los principales estímulos de aquella vorágine que, convenientemente instigada y alimentada por los respectivos estados, provocó que los intelectuales franceses, ingleses, alemanes, rusos o austrohúngaros, considerasen amenazado su sistema de ideas y valores, y como señalaban Eduardo González Calleja y Paul Aubert, se volcasen a afirmar que «la guerra justa y honorable liberaba las virtudes heroicas de los pueblos y alimentaba el patriotismo», esforzándose así por reconciliar en una causa común las posiciones enfrentadas, bajo el mito de la guerra como revulsivo nacional frente a la decadencia, ejemplificado en la Union Sacrée francesa y la Burgfriedenspolitik alemana.
Ese entusiasmo inicial, esa visión aventurera, heroica y varonil de la guerra que habían retratado la pintura historicista y la literatura del siglo XIX, sumado al auge de los nacionalismos y a la animadversión entre países cultivada en las décadas anteriores, generaron un alistamiento masivo también entre los universitarios, la burguesía e incluso algunas familias nobles, no solo en toda Europa, sino también en América, Oceanía o África. Después de un largo periodo de paz, todos concebían la guerra a través de aquel prisma que narraba las batallas como algo idealizado, una alegre excursión campestre, casi un deporte afinando la puntería a larga distancia, enfrentamientos cuerpo a cuerpo, asaltos… nada de lo que en realidad sucedió. La guerra real prácticamente no se había contado hasta entonces, y cuando los europeos quisieron darse cuenta de la realidad, ya estaban atrapados en una cárcel de barro y disciplina militar.
A través de la euforia inicial fermentó un fuerte sentimiento nacionalista, derivado de la apelación romántica a las emociones por encima de la razón, y la sugestión colectiva de las masas. Aquella intensa emoción nacionalista hizo del instinto gregario y de integración una forma de realización personal dentro de un proyecto común y solidario, que debía culminar con la segura victoria nacional. Incluso una de las voces más vibrantes del pacifismo, el escritor austrohúngaro Stefan Zweig, no quiso evitar en sus memorias el recuerdo de la intensa emoción que atrapó a todos al estallar el conflicto: