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Fray José de Sigüenza - La fundación del Monasterio de El Escorial

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Fray José de Sigüenza La fundación del Monasterio de El Escorial

La fundación del Monasterio de El Escorial: resumen, descripción y anotación

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Este libro forma parte de la obra Historia de la Orden de San Jerónimo que fray José de Sigüenza escribió entre 1595 y 1605. Concretamente las partes IV y V de la misma. En la primera parte se nos relata de una forma detallada los sucesos más importantes ocurridos durante la construcción del Monasterio de El Escorial y de la vida del monarca Felipe II, su fundador, y en la segunda nos muestra las partes del edificio con todo lujo de detalles. «En este primer libro, y tercero de la historia de la Orden, diré el discurso de la fundación y muchos particulares sucesos y cosas que aquí hizo el Rey, viviendo en esta casa buena parte del año. En el postrero mostraré el edificio todo por sus partes y alguna relación de sus adornos, procurando que todos lo entiendan como me fuere posible, que no tiene poca dificultad.»

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Este libro forma parte de la obra Historia de la Orden de San Jerónimo que fray José de Sigüenza escribió entre 1595 y 1605. Concretamente las partes IV y V de la misma.

En la primera parte se nos relata de una forma detallada los sucesos más importantes ocurridos durante la construcción del Monasterio de El Escorial y de la vida del monarca Felipe II, su fundador, y en la segunda nos muestra las partes del edificio con todo lujo de detalles.

«En este primer libro, y tercero de la historia de la Orden, diré el discurso de la fundación y muchos particulares sucesos y cosas que aquí hizo el Rey, viviendo en esta casa buena parte del año. En el postrero mostraré el edificio todo por sus partes y alguna relación de sus adornos, procurando que todos lo entiendan como me fuere posible, que no tiene poca dificultad.»


Fray José de Sigüenza

La fundación del Monasterio de El Escorial


Fray José de Sigüenza, 1605


PRIMERA PARTE:
DE LA FUNDACIÓN DEL MONASTERIO
PRÓLOGO

En ninguna cosa, si lo miramos atentamente, acertaron menos los hombres que en las que son derechamente para las comodidades de su vida y para sus propios usos. Puede ser que no veamos tan claros los yerros de aquellas cosas que llamamos especulativas, porque de su naturaleza son más secretas; mas a lo menos, a lo que por de fuera parece, estos yerros son los que más claro nos enseñan su ignorancia.

Aquellos primeros hombres, que codiciaron tan desordenadamente saber bien y mal y ser en esto como Dios, la primera muestra que dieron de su sabiduría fue buscar, para cubrir su desnudez, hojas de árboles, la primera y más insensata fábrica que salió de las manos humanas; porque ni la materia era conveniente para la forma ni la una ni la otra tenían buena proporción con el fin, pues ni las hojas de higuera se zurcen ni cosen bien unas con otras y, cuando admitieran esto, fueran de todo punto inútiles para cobijarse, adornar los miembros, ser de dura ni defender de las injurias del tiempo al cuerpo.

Si pasamos más adelante y vamos discurriendo por sus más ilustres obras, hallaremos casi en todas las que son propias invenciones suyas, si no tuvieron mejor principio o las enderezó mejor maestro, que traen dentro como heredado y natural los yerros de esta primera ignorancia y, por lo menos, pecan de superfluas, arrogantes o vanas. Invención de los hijos de Caín fueron todos los instrumentos músicos y todas las otras cosas que llamamos, para distinguirlas de éstos, herramientas de metales fuertes y duros, tan lascivos y dañosos para el alma los unos como perniciosos al cuerpo los otros; la primera y más ilustre fábrica que salió de común acuerdo de las manos de los hombres después del Diluvio fue aquella famosa ciudad y torre que, para eterna ignominia suya, se llamó después Babel, llena toda de ambición y de jactancia, sin otro fin ni otro uso más de celebrar vanamente sus nombres y se supiese para siempre que allí era el solar primero donde se habían de ir a buscar los abolengos de los primeros pobladores del mundo (torre que, como dijo Dios, jamás cesarán los hombres de levantarla), como si el fin de los edificios fuese éste o como si no fueran todos hijos de un mismo padre Noé, que aun vivía con ellos y le tenían delante de sus ojos.

Tras estas primeras vanidades, y como originales yerros, se siguieron y sembraron por el mundo infinitos otros. De aquí nacieron aquellos muros tan celebrados, los mausoleos, las pirámides, los colosos, las torres, alcázares, ciudades, plazas, templos, aras, estatuas; los teatros, anfiteatros, circos, obeliscos, puentes, termas o baños, atrios, pórticos, muelles, columnas, bosques, fuentes, acueductos, viñas, huertas, jardines, carros, bigas y cuadrigas; tanta diferencia de triclinios, mesas, sillas, cátedras, tronos, vasos y vestidos de más diferencias que sabrán contarse.

De todo esto, que es dificultoso ponerlo en lista, ha hecho ya la curiosidad del hombre buena parte de sus estudios y, lo que al principio fue dañoso y de un origen reprensible, con la antigüedad se ha venido a tener en reverencia y se cuenta entre los estudios honestos y de estima la noticia que se descubre de estas cosas.

Desde el principio se fue Dios compadeciendo de la ignorancia y de los yerros en que en esta parte veía caer a cada paso el hombre, porque aun en esto resplandeciese su clemencia y mostrase el cuidado y el amor que tiene a esta obra tan digna de sus manos. Lo primero, como a niño, y para derribarle de la altivez de su ratera ciencia, le enseñó a vestirse: cortóles unas túnicas que no sólo cubriesen la torpeza de sus carnes, que era el menester que entonces más les apretaba, sino que también los defendiese del frío del invierno y de los calores del verano; hízolas de pieles de animales para provecho y de dura, por una parte calientan y por otra son frescas. Abrióles también de camino los ojos para que advirtiesen primero en las obras de sus manos el fin y el uso para que se hacen y, conforme aquéllos, buscasen los materiales y les acomodasen la forma, y que lo que no es más de para necesidad y servicio no lo pasen de allí ni abusen de ello.

Lo mismo fue mostrando después en todas las fábricas en que quiso el Señor poner la mano para remedio y bien del mismo hombre, como se vio en aquella tan celebrada arca, a quien debemos todos la vida, aun sin hablar del profundo de sus misterios que, siendo para asegurar sobre las aguas aquellas pocas almas, la hizo de madera y de tal forma que, representando con sus medidas al mismo hombre, fuese proporcionada para contrastar y defenderse de tan fuertes ondas.

Enseñó lo mismo también en aquella misteriosa fábrica del Tabernáculo que mandó edificar a Moisés cuando quiso venirse a vivir y como avecindarse entre los hombres: vivían los hijos de Israel sin villas ni ciudades, alojándose por los desiertos debajo de cabañas y chozas, y mandó Dios que su palacio fuese también como tienda de campo, de madera, telas, pieles, al fin casa movediza.

Cuando ya después este mismo pueblo (escogióle Dios entre todas las naciones del mundo para poner allí la escuela de sus preceptos y la luz de su doctrina) tuvo asentada su república, pacificada la tierra sin que en ella hubiese quedado enemigo (misterios todos de mayor consideración), quiso que se le hiciese un suntuoso alcázar y casa real de fuerte muralla, varios aposentos y pórticos, con sala propia y retrete, señalando él mismo la materia y dando las trazas de todo conforme a los menesteres y a los fines. A los escritores que nos dan noticia de las unas y de las otras fábricas, sagradas digo y profanas, y con su diligencia desenterraron del polvo las reliquias de aquellas antigüedades, llamamos con razón anticuarios y debémosles mucho, pues nos las dieron como vivas y como resucitadas a nuestros ojos y ahora, por su diligencia y por su industria, vuelven a ejercitarse y entenderse poco menos con tanta perfección y entereza como si a vueltas de sus cenizas se levantaran los mismos arquitectos que las ejecutaron.

Pretendo, pues, ahora, en el postrero libro de esta historia, mostrar la verdad y prueba de esto, dando cumplida noticia de la ilustre fábrica del monasterio de San Lorenzo el Real, que, sin agraviar a ninguna, osaré decir que es de las más bien entendidas y consideradas que se han visto en muchos siglos y que podemos cotejarla con las más preciosas de las antiguas y, tan semejante con ellas, que parecen parto de una misma idea.

En grandeza y majestad excede a cuantas ahora conocemos, ni se rinde a alguna de las antiguas (no hablo de las sagradas ni de las claramente fabulosas, porque no hay comparación en lo que es de diverso género); la materia y la forma tan bien avenidas y buscadas para los menesteres y fines, que de cualquiera otra o fuera superflua o ambiciosa. La entereza de las partes, tan cabal y tan hermanas entre sí, que ninguna se queja ni agravia haberse descuidado en ella.

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