Capítulo 5
Entre soldados
••• Despedida de Schoenstatt
José y dieciséis compañeros se despidieron de Schoen-statt, el domingo 19 de noviembre de 1916, para acuartelarse en Hagenau, en la Alsacia. Pero antes, el P. Kentenich los reunió en la capillita para darles una corta, pero cariñosa despedida. Ellos habían crecido bajo la bendición de la Reina de los congregantes, les dijo. Ella, la Madre de los congregantes, seguiría protegiéndolos bajo su manto. Él, por su parte, les enviaría todas las noches su bendición sacerdotal. “¡Niño, no olvides a tu Madre!”, fue el final de su plática. Entonces ellos renovaron su consagración a la Virgen con voz fuerte, como dice José en su diario.
¿Qué habrá sentido él, en ese momento? Seguramente lo conmovieron los mismos pensamientos que, días antes, había resumido en una pequeña oración que compuso para su vida de soldado, y que había escrito en su diario: “Madre tres veces Admirable, a ti ofrezco todos mis actos, todas mis buenas obras y mi santificación, por los fines que tú tienes previstos para la Congregación”.
José hacía muy bien en prepararse para la vida militar pues, desde ahora, iba a ingresar a un duro entrenamiento. Su figura no era precisamente la esperada en un soldado de lujo. No era de extrañar, entonces, que más de algún cabo descargase en él su enojo o que algún compañero, incluso algunos congregantes schoen-stattianos, lo miraran en forma un tanto despectiva. La fatiga corporal diaria, la vida de cuartel, a la que estaba poco acostumbrado, y lo desconocido del ambiente le dificultaban mucho la vida. Fue aquí donde la vida probó su ideal personal.
Soldados “congregantes”:
Dekarski - Engling - Rath - Blath
Eckhard - Friedrich - Blümer - Steinert - Wormer
Debían haber pasado ya cuatro semanas desde su enrolamiento. Era un día domingo. En la gran sala del cuartel, llamado Príncipe Heredero, estaba José completamente solo y escribía. En su boca tenía una pipa igual a la que usaban los demás soldados. Ésta era la nueva adquisición de su tiempo de recluta. Antes nunca había fumado, ni siquiera durante las vacaciones. Pero con los soldados se aprendía rápidamente a fumar para quitarse en algo el hambre que sentían. Los padres de José le enviaban tabaco, del tipo más bien suave. Cuando lo inhalaba lentamente, encontraba que fumar era una delicia. Esta costumbre fue, más tarde, causa de amarguras por lo que, desde ese instante, dejó de fumar. Pero, ¿por qué se encontraba tan solo en la vasta sala? Ese día los reclutas tenían salida pero, antes de que partieran, el sargento quiso cerciorarse de que supieran saludar correctamente. Al ver el saludo de José, le dijo: “Imposible, este hombre todavía no puede ser visto en público”. Y así fue cómo se quedó sin salida. Sus compañeros de Schoenstatt se habían puesto de acuerdo para ir a Marienthal, un lugar de peregrinación que quedaba cerca del cuartel. Querían celebrar el día de la Inmaculada Concepción y renovar su consagración de congregantes. José habría deseado tanto estar entre ellos. Pero, ante lo inevitable, decidió convertir su pena en virtud. La soledad se prestaba muy bien para hacer una renovación espiritual. Además, podía dedicarse a escribir cartas con toda tranquilidad.
Durante la renovación, se formuló una pregunta en la que estuvo meditando largo tiempo. ¿Qué había hecho para formar su carácter en esta vida de cuartel? ¿Había luchado por su ideal personal, se había dedicado por completo al servicio de la MTA? José sacó su cuadernito azul. Comenzó por su propósito particular. Durante las últimas semanas decía: “Quiero santificar mi trabajo por medio de una jaculatoria dicha a cada hora”. Concedía que había sido una proposición bien práctica y que las pequeñas jaculatorias le daban una mayor profundidad y espiritualidad al trabajo diario. Las nuevas impresiones y el trabajo agotador lo habían colmado. No tenía tiempo ni siquiera para meditar. Qué fácil era perderse en el trabajo y no pensar en nada más elevado. Lo amenazaba el peligro del mecanicismo, de convertirse en un hombre sin alma. ¿Cómo le había ido con el propósito particular? Sus ojos recorrieron la tabla de su horario donde cada hora tenía su lugar. Todas las noches, anotaba si había cumplido cada hora con este momento de recogimiento. En la mayoría de ellas, había trazado una línea vertical, que era la señal de propósito particular cumplido. Algunas tenían una línea horizontal. En la orilla, había escrito la siguiente anotación: “Por cada negligencia, una penitencia”. Sin embargo, no quedó muy contento con la revisión de su propósito particular. Por supuesto que elevar cada hora el alma a la Virgen María y los actos de entrega y sacrificio, ofrecidos como contribuciones al capital de gracias, le habían ayudado mucho, pero debían ser más íntimas las primeras, y más intensos, los segundos. Cuando tenía que acusarse de alguna culpa ante la Virgen, había escrito hace poco la siguiente nota: “Madre, no cumplí mi propósito particular con el amor que tú mereces”. Decidió que, en adelante, consideraría todas las órdenes que recibiera de sus superiores en el regimiento, como si proviniesen de Dios y de la Santísima Virgen. Por lo tanto, debían ser ejecutadas como tales. Así podía continuar con su propósito particular y ofrecer nuevos sacrificios.
La lucha por su ideal personal al servicio de la MTA no terminaba con el propósito particular, aunque éste era el punto principal de su lucha. Para hacerle frente, necesitaba toda la fuerza de vida interior. Aquí adquiría importancia el horario espiritual. Una segunda tabla de anotaciones en su diario demostraba cómo lo había cumplido. Lo que mejor le había resultado era la participación espiritual en la Santa Misa y en la comunión. Esto no le parecía muy extraordinario. En Schoenstatt, había vivido tan íntimamente unido a la misa diaria que ahora le parecía muy natural seguirla en el cuartel. Pero una cosa parecía no querer resultarle: era continuar viviendo espiritualmente la comunión durante el día. Para ello debía hacer dos horas de guardia. ¡Pero cuántas veces las había hecho muy superficialmente en medio del duro ajetreo del día! Le parecía que ya tenía demasiadas líneas horizontales, lo cual le resultaba vergonzoso. ¿Y cómo le había ido con las oraciones diarias? Podía estar tranquilo porque no había necesitado poner ninguna línea horizontal en sus oraciones de la mañana y de la noche.
La siguiente pregunta le había costado una considerable lucha interior: “¿Debo hacer mis oraciones de la noche de rodillas ante mi cama y hacer la señal de la cruz antes de las comidas?”. Tal vez no era necesario; probablemente sus compañeros lo tomarían por un santurrón y se burlarían. ¿Acaso no sería una prueba de valentía persignarse antes de las comidas y rezar de rodillas todas las noches? Este pensamiento triunfó y, desde entonces, lo hizo sin perturbarse. La columna de su horario espiritual, que contenía el rezo del rosario, tampoco mostraba líneas horizontales. A veces, le había costado mucho cumplir este ejercicio porque, en las noches, se sentía muy cansado; apenas se acostaba, se le cerraban los ojos. Entonces, para recordar que debía rezarlo en las tardes, se lo colgó al cuello. Desde entonces, había cumplido muy bien esta práctica.
Al recordar aquellas cuatro semanas de vida militar, llegó a la siguiente conclusión: desde su salida de Schoen-statt todo su ser había experimentado un cambio en lo exterior, pero su vida interior había permanecido igual. El examen de conciencia lo hacía volver a sus antiguas conductas. También la vida militar debía ser un campo de batalla para llegar a ser el santo de los tiempos modernos. Los sacrificios debían ser constantes contribuciones al capital de gracias de la Mater ter Admirabilis de Schoenstatt y su gran obra. Así se lo exigía su ideal personal. Con esto había concluido su examen de conciencia. Guardó su cuaderno y comenzó a escribir cartas.