La defensa de Madrid es una recopilación de 16 artículos periodísticos, que a modo de reportaje fueron publicados en 1938 por la revista mejicana Sucesos para todos , y posteriormente en 1939, por la inglesa Evening Standard bajo el título genérico de The Defender of Madrid .
La defensa de Madrid es un libro que quema entre las manos. Provoca en igual medida la admiración y el escalofrío. Está escrito en 1938, a una cierta distancia ya de los hechos que cuenta, pero tiene el temblor de urgencia de una crónica dictada a toda velocidad en el momento mismo en que las cosas suceden.
Principios del mes de noviembre de 1936. El gobierno republicano huye de la capital de España, a punto de caer, con destino a Valencia. Al general Miaja se le confía la misión imposible de organizar la resistencia de la ciudad. Nadie cree que pueda conseguirlo. Miaja se agiganta en medio de una ciudad infernal y caótica, una pesadilla de sangre y fuego en la que el autor pretende, aún siendo fiel a sus principios democráticos, o quizás debido a ello, mantener su pensamiento crítico y libre, denunciando la barbarie de ambos bandos, sin renunciar a su compromiso republicano.
Con imágenes cargadas de significado, con una prosa llena de talento, vibrante, Chaves Nogales nos presenta estos hechos con una cadencia cinematográfica, perfecta, que nos retrotrae a las mismas calles de un Madrid sitiado y enloquecido, pero resistente y Chaves, aún en medio de los bombardeos, la violencia y las privaciones, era consciente de que en los dos lados de las trincheras se derramaba de forma estúpida la sangre de los españoles, cosa que no hubiese ocurrido «si unas tropillas de españoles cretinos y traidores» no nos hubiesen arrastrado a la barbarie.
MANUEL CHAVES NOGALES
Y LA EXPERIENCIA DEL DERRUMBE
E STE es un libro que quema entre las manos. Provoca en igual medida la admiración y el escalofrío. Está escrito en 1938, a una cierta distancia ya de los hechos que cuenta, pero tiene el temblor de urgencia de una crónica dictada a toda velocidad en el momento mismo en que las cosas suceden. El ritmo épico y trágico de la narración no impide que salte aquí y allá un tono de guasa. La potencia narrativa que lo arrastra a uno de la primera a la última línea se corresponde con una deslumbrante clarividencia política. La rotunda toma de partido del autor no le estorba una casi furiosa disposición de autocrítica. Su admiración por los héroes inesperados e improvisados que en unos pocos días de noviembre y contra todos los pronósticos salvaron Madrid del asalto del ejército sublevado es tan profundo como su desprecio por los políticos marrulleros e irresponsables que tanto habían hecho para acelerar el desastre y que ni en medio del derrumbe tuvieron un atisbo de nobleza de espíritu y ni siquiera de valor físico. La conciencia de la barbarie oscurantista que se impondría sobre toda España si ganaban los rebeldes no atenuaba su escándalo por los crímenes cometidos en el caos de los primeros meses de la guerra por las milicias sin control de partidos y sindicatos.
Manuel Chaves Nogales, patriota de corazón de la República española, no se casaba con nadie. En su integridad intelectual, en su independencia política, en su toma radical de partido por los seres humanos de carne y hueso frente a las abstracciones genocidas de las ideologías de su tiempo, el comunismo y el fascismo, a la altura de Chaves Nogales solo está George Orwell. En el prólogo que escribió en mayo de 1937 a los relatos de A sangre y fuego hace un autorretrato de una franqueza que no deja lugar a ninguna ambigüedad: «Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeño burgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria». Nada más, nada menos. En una época en la que casi todo el mundo da por supuesto que solo se puede agitar el puño cerrado o levantar la mano abierta, vestir camisa despechugada de nazi o mono postizo de obrero, Chaves vindica su apostura no heroica de pequeño burgués, de hombre con camisa y corbata. A Orwell se le abrieron los ojos sobre la identidad totalitaria en los pocos meses que pasó en España durante la guerra civil. Chaves los había tenido muy abiertos casi antes que nadie, a consecuencia de sus viajes por la Unión Soviética y la Europa nazi y fascista, en unos años en que algunos de los más preclaros intelectuales europeos se habían especializado en no ver nada o en ver paraísos donde solo había opresión policial y miseria. En sus conversaciones con los testigos y los fugitivos de la revolución bolchevique había adquirido una conciencia temprana de la posibilidad del derrumbe súbito del mundo. En Madrid, durante el verano de 1936, había visto hundirse la legalidad de su república desde una posición privilegiada, la dirección del diario Ahora . No es improbable que el editorial que se publicó en Ahora el 13 de julio de 1936, en el mismo número que traía en la portada las fotos yuxtapuestas de José Calvo Sotelo y del teniente Castillo, lo escribiera el mismo Chaves Nogales: es una llamada llena de angustia a la sensatez y a la legalidad, y como tal no fue oída por nadie.
«Yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria», insiste en ese mismo prólogo: hay una correspondencia entre la verdad, la condición de intelectual, la ciudadanía individual, el régimen político que la sustenta. Por aquellos tiempos la palabra intelectual ya estaba siendo muy manoseada, y entre las nóminas oficiales de quienes recibían la atribución de tales nadie habría incluido a Manuel Chaves Nogales. No era más que un periodista, al fin y al cabo. Y un periodista además que no tenía vergüenza de llamarse a sí mismo pequeño burgués y defender lo que entonces nadie defendía, la legalidad democrática, no el paraíso comunista o anarquista, no el bloque compacto de carne humana del fascismo. Mientras los intelectuales de profesión iban a lo suyo, a firmar manifiestos, a secundar proyectos políticos más o menos inmundos disfrazados por ellos con las florituras usuales de lo literario, Chaves Nogales recorría con los ojos bien abiertos el paisaje de heroísmo y desastre de Madrid. No solo era un cronista incomparable: también era un agudo analista político. Conservar la lucidez y la dignidad individual en medio del derrumbe fue una actitud suya que se repetiría idéntica, con más clarividencia y con más amargura, con dosis mayores de sarcasmo, cuando le tocó asistir entre septiembre de 1939 y junio de 1940 al largo proceso del hundimiento de Francia, donde había obtenido un precario refugio.
Verlo todo, contarlo todo, comprenderlo todo. En París, cerca y lejos de España, en 1938, cuando ya falta muy poco para que el destino trágico de la República española quede certificado por la cobardía de las democracias europeas que se rinden a Hitler en el pacto de Múnich, Chaves Nogales vuelve los ojos al largo noviembre de Madrid : no con el sosiego de la escritura de un libro, que probablemente nunca conoció, sino con la urgencia de unas entregas de periódico, rescatadas ahora por María Isabel Cintas en un ejercicio admirable de filología que roza la investigación detectivesca y la búsqueda de tesoros perdidos. En Chaves Nogales el ritmo de la escritura se traslada físicamente al acto de leer. Los cambios de escenario del relato, en esas horas y días vertiginosos de la guerra, tienen la velocidad convulsa de un montaje cinematográfico. Las complejidades de la política y de la estrategia militar se superponen sin apariencia de esfuerzo a la precisión fotográfica de los retratos de personas y de lugares: los timbres de teléfono sonando furiosamente en los despachos de un ministerio abandonado; la luz sucia de un amanecer de invierno en las calles desiertas de los barrios pobres por las que es posible que de un momento a otro irrumpa el enemigo; el general Miaja, el viejecillo menudo y gordito que se erige de pronto en héroe de una resistencia imposible; la belicosidad ridícula de Largo Caballero, con su mono de miliciano falso y su sombrero de paja de grotesco caudillo tropical; la gente trabajadora que va al frente a tiritar de miedo y a morir; la claustrofobia de los sótanos del Ministerio de Hacienda, con el aire lleno de humo y las paredes de granito brillantes de humedad; la estupidez de los doctrinarios políticos.