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Manuel Chaves Nogales - La agonía de Francia

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Manuel Chaves Nogales La agonía de Francia

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Si Hitler hubiese atacado en septiembre

Los hombres se juntaban poco a poco en la taberna de la esquina para ir a entregarse. Venían todos con un aire desembarazado, el hatillo a la espalda, las manos en los bolsillos. Cada uno que llegaba pagaba su ronda de Pernod arrojando sobre el mostrador de cinc su moneda y exclamaba despectivamente:

—Alors, quoi. On y va?

La orden de movilización general, con sus banderitas tricolores cruzadas, chorreaba engrudo en las esquinas. El Estado Mayor había echado la garra sobre el país. La vida de la nación quedaba en suspenso como por encanto y de los campos, las fábricas y las oficinas iban saliendo por millones los hombres que, abandonando sus quehaceres, habían de convertirse en soldados.

Por primera vez, desde hacía años, los vecinos del barrio, el arrabal o la aldea, que habían estado odiándose y persiguiéndose con saña, se encontraron juntos alternando plácidamente ante el mostrador de la taberna, ya que no con una cordialidad entusiasta, con una inteligente resignación. El Croix de feu del barrio llegaba a la taberna con su hatillo a la espalda como todo el mundo, daba la mano a todos, hasta a los comunistas y, como todo el mundo, se alzaba de hombros y decía desdeñoso:

—Quoi, on y va?

El pueblo de Francia volvía a encontrar en la promiscuidad de la movilización general su cohesión y su unidad perdidas a lo largo de una guerra civil larvada en la que los ciudadanos no se asesinaban unos a otros —como habían estado haciendo gozosamente los españoles— por pura y simple dificultad material, por la sencilla razón de que la gendarmería no había perdido su eficacia y faltaba el margen de impunidad que es indispensable a los héroes de las guerras civiles.

La incorporación al ejército devolvía momentáneamente a los ciudadanos franceses la libertad, la igualdad y la fraternidad perdidas en el encono de aquella guerra civil latente desde 1936 que había hecho imposibles en Francia todas las funciones normales de la ciudadanía. Este solo hecho era ya una victoria alemana, la primera. Triunfaba el sofisma alemán de la libertad en la disciplina, la igualdad en el servicio y la fraternidad en la jerarquía del ejército. Desde el momento en que había sido necesario este aparato ortopédico del militarismo para que la ciudadanía francesa se restaurase, Francia, la Francia liberal, democrática y antimilitarista, estaba moralmente vencida.

El Croix de feu y los comunistas entraban dócilmente y hasta con cierto júbilo en el engranaje militar. Los otros, los demócratas, los liberales, desde el pacifista doctrinario hasta el je m’en fiche bien, entraban rezongando, pero sin poner ninguna energía vital en sus objeciones de conciencia y en las reservas mentales de su pacifismo con un dejarse ir fatalista no exento de valor personal ni de civismo.

Francia iba resueltamente a la guerra y su aparato militar había funcionado con exactitud matemática. Tres millones de hombres estaban dispuestos a hacer la guerra, sin ningún entusiasmo, sin gritos patrióticos ni actitudes heroicas, pero con una profunda exasperación que les hacía exclamar rabiosamente:

—¡Hay que acabar de una vez!

El francés no es cobarde. La convicción de que la guerra era inevitable había arraigado en todas las conciencias y, con una sorda irritación, el ciudadano francés, que no quería la guerra, cargaba con la mochila dispuesto a pelear bravamente sin que le amedrentasen la voluntad y la capacidad guerreras del adversario. He oído a muchos de los que partían para el frente esta declaración expresada en formas diversas pero con un mismo fondo de serenidad, de conciencia, de grave y viril resolución:

—No seré un héroe, pero tampoco un cobarde.

Tengo la íntima convicción de que si Hitler hubiese atacado a Francia a raíz de la declaración de la guerra se habría roto los dientes contra la firme voluntad de luchar y resistir que entonces animaba al pueblo francés. El día primero de septiembre de 1939, tres millones de hombres salieron de sus casas dispuestos a jugarse la vida para defender a su patria. Lo que haya pasado luego es ya otra historia.

Francia pudo salvarse

Este hombre, que con un sobrio ademán acababa de decir adiós a su mujer, a sus hijos, su hogar y su trabajo y que, por primera vez, se encontraba alternando en fraternal camaradería con otros hombres que no pensaban como él, a los que había odiado y contra quienes había combatido hasta entonces, se hallaba dispuesto a todos los sacrificios, el de sus ideas, el de sus pasiones y hasta el de su vida. Este hombre hubiera podido ser la primera materia de una victoria.

Moralmente, era superior a su adversario. Frente al tamtan guerrero de Alemania, donde los hechiceros de la tribu excitaban a los hombres para llevarlos al combate con voces roncas que les embriagaban de odio y ambición, en Francia no sonaban más que voces claras, discretas, razonables que hablaban fríamente a la inteligencia de la inexorabilidad de la lucha, de por qué había que sacrificarlo todo a la patria, de los compromisos contraídos por el país, de las exigencias de la civilización… Todo ello, sin grandes ni enfáticas palabras, sin ningún alcohol, sin ningún estupefaciente. No creo que se haya hablado nunca a un pueblo que se quiere llevar a la lucha con tan honda sinceridad, con tan honesta lealtad como hablaba Daladier al pueblo de Francia en los primeros días de la guerra cuando su voz cálida, con acento entrañable y un poco aldeano, llevada por las ondas, resonaba patéticamente en el fondo de los hogares franceses con tono tan íntimo que la familia humilde que la escuchaba podía creer que era uno de los suyos, el marido, el padre o el hermano, quien hablaba. Nunca un pueblo ha estado tan cerca de la identificación completa entre sus sentimientos y las palabras y los actos de sus gobernantes. Daladier era al comenzar la guerra el exponente exacto y verdadero del pueblo francés. Ni más ni menos. Lo que a Daladier le faltase, le faltaba a Francia. Las virtudes que Francia tuviese, Daladier las manifestaba. Este equilibrio difícil no fue duradero.

La guerra civil

Esa guerra civil, que es la que en realidad ha vencido a Francia, estaba declarada desde que en 1936 la nueva táctica comunista llevó al poder al gobierno del Frente Popular.

La táctica de los Frentes Populares, adoptada por el Komintern en 1935, ha sido funesta a Francia como lo fue a España. En ambos países dio el triunfo electoral a las izquierdas pero en ambos países provocó automáticamente la reacción profascista que, si en España tomó la forma del alzamiento militar, del típico pronunciamiento español, en Francia sirvió de pretexto para que las fuerzas derechistas de la nación, movidas por el terror pánico al comunismo, torciesen el rumbo de la política internacional francesa orientándola hacia la alianza con Italia y la contemporización con Alemania con lo que prácticamente destruían de un golpe el complicado sistema de alianzas elaborado con discreta perseverancia por Berthelot Barthou y sus oscuros colaboradores desde hacía veinte años, sistema en el que se basaba la teoría de la seguridad colectiva y la seguridad real de Francia.

Desde que las derechas se alzaron abiertamente a esta nueva política exterior creyendo que con ella provocarían el fracaso del Frente Popular y el derrumbamiento del Gobierno, los dos dictadores de Roma y Berlín se encontraron con las manos libres en Europa. Francia se ponía a su merced. Por miedo a Moscú, las derechas francesas entregaban a Francia a la voluntad de Alemania e Italia.

En realidad, la defección de la derecha francesa a los fines exclusivamente nacionales de la política exterior seguida hasta entonces por Francia es anterior al Frente Popular mismo. Tiene su arranque en el problema de las sanciones contra Italia por la conquista de Abisinia. Fue entonces cuando se concretó la traición derechista a la política internacional franco-británica.

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