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Prólogo
Una noche del último verano, en plena ola de calor que calcinaba la meseta castellana, me desperté en la sierra de Madrid antes de la madrugada oliendo a humo. Preocupada por la posibilidad de que hubiera incendios en la zona, me asomé a la ventana intentando aclarar la procedencia de esa leve, casi imperceptible, pero inconfundible, señal de peligro inminente.
«Avisadores del fuego» (Feuermelder) , nos explicó hace años Manuel Reyes Mate, es una expresión benjaminiana con la que el pensador judioalemán designa a quienes avisan de catástrofes inminentes para impedir que se cumplan. «Hay que apagar la mecha encendida antes de que la chispa active la dinamita», escribió Benjamin.
Desde las primeras páginas de este libro recordé aquellas palabras, porque, sin ninguna duda, estamos ante una nueva avisadora del fuego, y esta vez es una mujer la que nos alerta.
He leído este texto desde dos perspectivas, una como víctima y testigo de una catástrofe social, política y humana, y otra como colega profesional de Olga Belmonte en el ámbito de la filosofía universitaria. Al menos esta fue mi primera disposición al comenzar la lectura y también al encarar la tarea de escribir este prólogo.
Sin embargo, conforme iba adentrándome en el libro, cada vez me resultaba más difícil separar una cosa de la otra, porque el texto me llevó de la mano por sí solo con su propia fuerza, hasta perder pie por completo en cualquier clasificación o ropaje que pudiera ponerme para sentirme de alguna manera «protegida», segura de mi lugar. Y esto ¿por qué? Creo que, sobre todo, por respeto y por humildad, por sintonía con alguien que nos presenta unas páginas en las que la propia autora se despoja de todo rótulo, de todo equipaje académico, para entregarse ella misma completamente y sin fisuras, con todo su ser, su sentir y su saber.
Sin embargo, tengo que decirlo, porque no sería honesto ocultarlo, leerlo ha sido para mí una experiencia de ternura y de cuidado, una caricia, como la propia Olga Belmonte dice: «La caricia expresa a la vez el amor, el cuidado del otro, y su propio fracaso, por no poder expresarlo o sanar del todo».
Y estas palabras me evocaron el primer gesto de amor que yo misma recibí a mi regreso del infierno humano (no hay más infierno que el humano) y que se convirtieron para mí «en acto extraordinario de bondad, en pequeño milagro o destello de lo más sagrado de nuestra humanidad».
De alguna manera, leer este ensayo (como a su autora le gusta llamarlo, quizás en reconocimiento de lo provisional que es todo lo que pensamos y hacemos) es una experiencia parecida a la que se tiene al leer un poema cuando ocurre lo extraordinario y uno se siente identificado con la expresión de lo sentido por el o la poeta.
Pero no nos confundamos: este es un texto que sencillamente está construido con la cabeza y con el corazón, esos dos tópicos de nuestra acción y sus motivos. Porque nos invita a actuar, pero a actuar desde la reflexión inteligente y serena. Frente al actuar impulsivo, en apariencia emotivo hasta la máxima intensidad, hasta lo santo… Olga Belmonte revindica un actuar meditado, razonado y sopesado que al final es imprescindible para resultar eficiente. A esto me refiero cuando hablo de «cabeza y corazón», porque como dice la autora:
Más allá del rigor y de las verdades que se saben y se demuestran, están las verdades que se viven y se atestiguan […]. Escuchar las emociones no significa sucumbir a lo irracional, permite atender a la carne doliente de quien sufre, el cuerpo herido. […] El horror del pasado no se disuelve en los conceptos que lo explican, la explicación por sí sola no repara ni resuelve.
Pero una vez comprendido este punto, el concepto clave que modula toda la obra es el de «empatía». Olga Belmonte nos lanza unas cuantas preguntas en ese sentido: «¿Qué es lo que hace que el dolor de una persona no nos resulte indiferente? ¿Debe compartirse la conmoción? ¿De qué depende que se conmuevan quienes no son víctimas?».
Porque en cuanto nos detengamos a pensar, tendremos que aceptar que nunca podremos experimentar el sufrimiento del otro, porque el dolor es siempre algo íntimo que experimentamos en la subjetividad más interior de nuestro cuerpo, un lugar terriblemente solitario, radicalmente desértico. Sin embargo, podemos dejarnos tocar, exponernos a vibrar desde nuestro propio dolor con el dolor ajeno, dejar que nuestra propia herida roce con otras heridas sin por eso dañarnos mutuamente, sino, por el contrario, sentirnos hermanados en aquello que Patočka llamó «la solidaridad de los conmovidos». Porque todos somos capaces de sentir dolor y eso nos hace humanos: más bien somos humanos y nos reconocemos por eso…
Ahí está la empatía famosa. Y ahí está también la valentía, el coraje que es necesario para aceptar que no hay camino de comprensión de la barbarie transitando solo por la pulcra acera de la intelectualidad.
Olga Belmonte al fin se ha atrevido a responder a las preguntas que sobrevuelan a toda catástrofe: ¿Cómo fue posible? ¿Cómo sigue siendo posible? Esta es la dificilísima pregunta que muchos nos hemos planteado a lo largo de los años y quizá ya es hora de que nos demos cuenta de que no encontraremos respuestas mientras no aprendamos a habitar ese mundo de «cabeza y corazón» que aquí se nos muestra y al que se nos invita.
Por último, quisiera decir que este libro no es un libro más, no es un tratado de ética (aunque hay una fuerte propuesta ética en él); es algo más, es un libro necesario, un libro urgente. En tiempos como los que vivimos, en los que lo más normal, lo que vemos cotidianamente, es la carrera por la fama, el dinero, el poder, la posesión, el egoísmo, el afán de éxito… De pronto alguien se ha «echado al ruedo» con la mirada puesta en otro horizonte, y discretamente, seriamente, amorosamente, profundamente, nos interpela. Este libro es un milagro.
G RACIELA F AINSTEIN
Madrid, octubre de 2021
Presentación
¿Qué podemos entender por víctima? ¿En qué nos basamos para distinguir tipos de víctimas? Hay víctimas que se consideran inevitables, cuando lo son a causa de catástrofes naturales o de accidentes fortuitos. Incluso en estos casos, un análisis más profundo puede señalar condiciones previas que pudieron evitarse. Pero hay víctimas que lo son porque alguien las ha convertido en víctimas. En este ensayo hablamos de las víctimas morales, evitables, cuyas experiencias plantean otros interrogantes.
¿Quién las ha conducido a esa situación? ¿Había alguna forma de evitarlo? ¿Qué lleva a una persona a someter a otra? ¿Cuáles son las condiciones que favorecen que este tipo de relaciones puedan darse? En lo que se refiere a la sociedad, que en algunos casos es también testigo del sufrimiento ajeno, quienes no son víctimas, sino más bien ilesos, ¿tienen alguna responsabilidad ante la situación de las víctimas y respecto de los verdugos? ¿Hay algo en el presente que deba ser objeto de alguna forma de resistencia ética? ¿Cómo evitar que en el futuro siga habiendo víctimas inocentes?