Después de triunfar en los cabarets de media Europa, el bailarín flamenco Juan Martínez, y su compañera, Sole, fueron sorprendidos en Rusia por los acontecimientos revolucionarios de febrero de 1917. Sin poder salir del país, en San Petersburgo, Moscú y Kiev sufrieron los rigores provocados por la Revolución de Octubre y la sangrienta guerra civil que le siguió.
El gran periodista sevillano Manuel Chaves Nogales conoció a Martínez en París y asombrado por las peripecias que éste le contó, decidió recogerlas en un libro. El maestro Juan Martínez que estaba allí conserva la intensidad, riqueza y humanidad que debía tener el relato que tanto fascinó a Chaves. Se trata, en realidad, de una novela que relata los avatares a los que se ven sometidos sus protagonistas y cómo se las ingeniaron para sobrevivir. Por sus páginas desfilan artistas de la farándula, pródigos duques rusos, espías alemanes, chequistas asesinos y especuladores de distinta calaña.
Compañero de generación de Camba, Ruano o Pla, Chaves perteneció a una brillante estirpe de periodistas que, en los años 30, viajaron profusamente por el extranjero, ofreciendo algunas de las mejores páginas del periodismo español de todos los tiempos.
Título original: El maestro Juan Martínez que estaba allí
Manuel Chaves Nogales, 1934
Editor digital: Batillo
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MANUEL CHAVES NOGALES (1897-1944) nació en Sevilla. Se inició muy joven en el oficio de periodista, primero en su ciudad natal y más tarde en Madrid. Entre 1927 y 1937, Chaves Nogales alcanzó su cénit profesional escribiendo reportajes para los principales periódicos de la época, y ejerciendo, desde 1931, como director de Ahora, diario afín a Manuel Azaña de quien Chaves era reconocido partidario.
Además de brillante periodista es autor de una espléndida obra literaria entre la que destacan sus libros sobre Rusia: los reportajes La vuelta al mundo en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929), Lo que ha quedado del imperio de los zares (1931) y El maestro Juan Martínez que estaba allí (1934); la biografía Juan Belmonte, matador de toros, su vida y sus hazañas, su obra más famosa, considerada una de las mejores biografías jamás escritas en castellano; y A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (1937), impresionante testimonio de la guerra civil donde denuncia las atrocidades cometidas por ambos bandos con una lucidez sorprendentemente adelantada a su tiempo.
Notas
[1] He conocido, efectivamente, en París al honorable monsieur Rodé. Me lo presentaron en un casinillo o garito parisiense, adonde fui una vez siguiendo el rastro de los aristócratas rusos emigrados. Cuando le hablé de sus antiguos clientes, se ofreció a contarme centenares de historias escabrosas del famoso reservado número dos. A la persona que nos servía de intérprete le preguntó, sin embargo: «¿Crees tú que a este periodista español se le puede sacar algún dinero?». Debió convencerse de que no era tan fácil sacarle dinero a un periodista español como a un gran duque ruso y renunció a contarme sus regocijantes historias. (N. del A.)
24. Los españoles en la revolución bolchevique
P OCAS semanas antes de marcharme de Kiev me llamó un día un comisario amigo mío y me dijo:
—Ya tengo trabajo para ti, españolito.
—¿Qué hay que hacer?
—Tienes que servir de intérprete a un compatriota tuyo, el delegado español de la Tercera Internacional, que viene a Kiev a estudiar el régimen comunista para implantarlo en España cuando triunfe la revolución que allí se está incubando. Es un gran tipo el hombre que va a llevar el comunismo a tu país.
—¿Y en qué va a consistir mi trabajo? —pregunté alarmado.
—Tendrás que acompañarle a todas partes en calidad de intérprete. Puede ir a donde se le antoje y hablar con quien le dé la gana. Tú le traducirás las conversaciones que desee sostener con los ciudadanos rusos. Para él no hay restricciones. Como no sabe ruso, tú harás valer su condición de delegado de la Tercera Internacional ante los agentes de la Checa y las patrullas que os salgan al paso. Tiene toda nuestra confianza. Es el hombre de la futura revolución española.
—¿Crees de verdad, camarada, que ese compatriota va a poder llevar el comunismo a España? Yo, que conozco bien a los míos, no creo que haya allí muchos comunistas.
—Tú eres un cochino burgués, que no sabe nada, y el delegado de la Tercera Internacional es un verdadero revolucionario que sabe lo que se trae entre manos.
Me callé prudentemente y me fui a buscar a mi revolucionario compatriota en el hotel donde le habían hospedado.
El hombre que iba a traer el comunismo a España
Me encontré ante un hombre de unos treinta años, delgado, afeitado, muy vivo, muy activo. Por el aire y el acento parecía madrileño, pero no estoy muy seguro de que lo fuera.
Me recibió con poca cordialidad y eludió hábilmente y con secas respuestas las insinuaciones que yo le hice para saber algo de él.
—Llámame Galano, el camarada Galano. Con eso te basta.
Y no pude saber más de él.
—¿Eres verdaderamente español? —me preguntó a su vez.
—Sí.
—¿Bolchevique?
—No.
—¿Qué haces en Rusia?
—Vivir como puedo.
—Tienes que acompañarme y servirme de intérprete. Quiero conocer todo por mí mismo. No quiero que los directivos rusos me cuenten lo que les dé la gana, sino conocer yo mismo la verdad hablando con unos y con otros. Tú me traducirás fielmente las respuestas de la gente a quien interrogue. ¿Estamos?
—Estamos.
El camarada Galano se movía con gran desembarazo y autoridad. Parecía el amo de Rusia. Pronto advertí algo raro en él, en su conducta, en sus idas y venidas, en el aire que tenía. Sospecho que me dio un nombre que no era el suyo. Desplegaba una actividad febril. Al cabo del día íbamos a cincuenta sitios, hablábamos con doscientas personas y pedíamos mil cosas distintas, todo ello precipitadamente, concertando citas a las que no acudíamos y reclamando datos que no recogíamos. Llevaba el camarada Galano un block de cuartillas, en el que tomaba constantemente notas taquigráficas de las conversaciones que sostenía. Estas conversaciones eran casi siempre espinosísimas. Los rusos se quedaban boquiabiertos ante las preguntas que se atrevía a hacerles. Si a un extranjero cualquiera o a un ruso se le hubiese ocurrido ir haciendo preguntas como aquéllas no habría tardado en dar con sus huesos en los calabozos de la Checa. Pero aquello de «delegado de la Tercera Internacional» era el «Sésamo, ábrete».
Yo iba con él cada vez más receloso. «Terminarán fusilándonos juntos», pensaba. La precipitación, no exenta de temor, con que se movía aquel hombre era harto sospechosa. Daba la impresión de ser un espía, y no sé por qué se me antojó que aquel tipo se estaba jugando la cabeza.
Esto no era obstáculo para que tuviese el aire más impertinente del mundo. Se conoce que los comisarios tenían órdenes secretas de Moscú, y toleraban sus abusos. Todas las mañanas le mandaban un coche al hotel, le pagaban el hospedaje y le daban al mes quince millones de rublos, tabaco y jabón. Se levantaba tarde, pero luego estábamos hasta la madrugada zascandileando por los hospitales, los cuarteles, las oficinas, las escuelas y las obras de defensa. En los hospitales interrogaba a los médicos y a los heridos sobre los medicamentos y las epidemias; en las fábricas, sobre la producción y el sabotaje. Preguntaba todo lo que en Rusia no se podía preguntar.
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