LA GUERRA NAVAL EN EL PACÍFICO (1941-1945)
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© 1979, Luis de la Sierra
Editorial Juventud
ISBN: 9788426115904
«El pensamiento puede ser expresado de muy diversos modos, y el modo más bello de expresión no es siempre la palabra.»
ÁNGEL GANIVET (Idearium español)
PREFACIO
¡EL océano Pacífico! ¡Nuestro mar del Sur! Un océano inmenso, el rey de los mares, una extensión líquida de ciento sesenta y seis millones de kilómetros cuadrados, superior a la de todos los demás océanos y mares de la Tierra juntos y donde cabrían muy holgadamente los cinco continentes, la Antártida y todas las islas del planeta.
En este océano colosal se dan, con gran diferencia, las fosas y cañones submarinos mayores y más profundos que existen; las máximas sondas, de hasta once mil y pico de metros; el mayor número de cimas volcánicas submarinas — más de diez mil —; las derrotas marítimas más largas a la navegación — por ejemplo, ¡9.200 millas desde Valparaíso a Yokohama! —; la mayor formación coralífera del planeta: la Gran Barrera australiana, una cordillera, hecha por seres vivos, de 1.900 kilómetros de longitud, al lado de la cual la Gran Muralla china resulta una obra de pigmeos; en él se han registrado las olas más terroríficas y de máxima altura—¡30 metros!—, y aquí se producen también las ondas más rápidas y, al llegar a la costa, devastadoras: los denominados maremotos, en japonés tsunamis, producidos por fallas geológicas en el fondo, que se propagan vertiginosamente, a una velocidad media de 725 kilómetros por hora, a través de miles de millas. Este gigante acuático contiene más islas que todos los demás océanos de la Tierra juntos, pero la inmensa mayoría de ellas son tan diminutas que su superficie apenas rebasa el cinco por ciento del total.
Un inmenso cinturón de fuego constituido por centenares de volcanes activos y miles más de apagados lo rodea cual infernal y amenazante corona ígnea, y, por supuesto, en este océano se encuentra el volcán activo mayor del Globo, el Mauna Loa, en las islas Hawai. ¿Cayó, en época relativamente reciente, un gran meteorito o quizás un asteroide que dio origen al Diluvio Universal y también a ese anillo volcánico que prácticamente aún rodea al Pacífico? Indicios de ello, tanto geográficos como históricos, no faltan, pero semejante «aterrizaje» no está demostrado.
¿Cuál es el origen de este fenomenal océano? Nuestro pálido y acribillado satélite natural, la Luna, que, dado su volumen, podría perfectamente caber en ese gran agujero hoy ocupado por el mayor de nuestros mares, y cuya densidad media es precisamente la de la corteza terrestre, se aleja lentamente de la Tierra. Dando marcha atrás al reloj del tiempo, resulta que hace unos 4.500 millones de años (la edad de la Tierra), nuestro satélite estaría prácticamente contiguo al geoide que pisamos. Esta teoría, esbozada por un hijo de Charles Darwin, tiene sus detractores, pero resulta más plausible que las otras dos en vigor: la que supone que la Luna era originariamente un pequeño planeta independiente, después «capturado» por la Tierra, y la de que ésta, Marte y la Luna formaron un solo planeta antes de separarse. ¿Fue la deriva de los continentes, que supuso el alemán Alfred Wegener y que hoy está demostrada, el verdadero origen del océano Pacífico?
Dejemos esta polémica a los científicos y limitémonos a señalar que la Dorsal del Pacífico, esa formidable cordillera submarina de rocas basálticas emergidas del interior de la Tierra, no está situada en medio de su fondo, como en el Atlántico, sino muy desplazada hacia el continente americano; que la distribución y alineación de las islas que sobreviven, y también de las cimas volcánicas submarinas, es muy irregular en todo el ámbito de este océano fenomenal, aunque siempre correlativa a la naturaleza del fondo; que las grandes ínsulas situadas al Oeste y Sudoeste son de origen continental y, exceptuando Australia y Nueva Zelanda — ésta desprendida de la anterior—, inicialmente formaron parte de Asia, y que todas las demás islas, es decir, el Quinto Continente, son, sin excepción, volcánicas, coralíferas o de ambas clases, aunque el volcán que les diera origen se haya hundido hace mucho tiempo en la mayoría de los casos y sólo quede por encima del agua la labor calcárea de los infatigables pólipos coralíferos, que hicieron posible la formación de esas maravillosas islas y atolones que esmaltan, cual chispas de esmeralda, con sus cimbreantes penachos verdes a los vientos alisios y monzónicos y sus incontaminadas playas, arrecifes y lagunas de ensueño, el zafiro infinito del océano Pacífico.
Desde que los españoles descubrieron y surcaron este océano, antes que ningún otro occidental, las islas de Oceanía están tradicionalmente divididas en tres grandes grupos: Melanesia, Micronesia y Polinesia. La Melanesia, precisamente en cuyas aguas tuvieron lugar las más terribles batallas navales libradas durante la segunda guerra mundial, se extiende, grosso modo, entre el paralelo de la isla sur de Nueva Zelanda y el ecuador terrestre, y los meridianos de Nueva Guinea y de los 170° de longitud occidental. Sus habitantes tienen la piel muy oscura; de ahí su nombre. La Micronesia arranca inmediatamente al sur del Japón y extiende sus constelaciones de pequeñas islas y arrecifes hasta el ecuador geográfico, limitando por el Este con el meridiano de los 180° — el del cambio de fecha—, y con las Filipinas por el Oeste. El resto del Quinto Continente, es decir, la Polinesia, se desparrama desde las islas Hawai, por el Norte, hasta Pitcairn y la isla de Pascua, por el Sur y el Sudeste, abarcando unos 45° de latitud — más de 2.500 millas — a caballo del cinturón del mundo.
Como puede fácilmente deducirse, en el océano Pacífico las distancias son inmensas. Dice Majó Framis que «si algún espectáculo terrestre puede dar una intuición directa de la infinitud, no es sino éste». Aquí, en el profundo lecho de este océano inmenso, yacen los restos mortales de nuestro Juan Sebastián Elcano, el primer hombre que circunnavegó la Tierra y el primer occidental que atravesó dos veces el Pacífico. Murió prematuramente, cierto, pero no pudo haber escogido una tumba más acorde con la grandeza de su espíritu. En una de las islas del archipiélago de Santa Cruz está enterrado Álvaro de Mendaña, descubridor de las Marquesas, las Salomón y las Santa Cruz. Infinidad de otros españoles ilustres han dejado sus huesos en este gran mar o en sus islas.
Pese a su tamaño sobrecogedor, o quizá por ello, el Pacífico fue muy probablemente la cuna de la navegación de altura y resultó surcado por el hombre antes que ningún otro océano. El buque y la navegación de cabotaje debieron de nacer en las cuencas de los grandes ríos Yangtzekiang y Mekong — para no hablar del Hungshui, el Rojo, etc. — y en las costas de Sumatra. Lo accidentado de las cuencas de aquellos grandes ríos y de sus afluentes, así como de las costas de la China meridional e Indochina; la infinidad de islas malayas, que permanecieron unidas al continente hasta hace unos veinte mil o treinta mil años; la exuberancia de la vida animal y vegetal de dichas zonas, especialmente rica en peces y moluscos de todas clases, y la milenaria tradición marinera del Sudeste asiático, hacen, efectivamente, pensar que allí se desarrolló la navegación fluvial y costera en tiempos remotos, y, no mucho después, la de altura. En la isla de Tinian, por ejemplo, en el archipiélago de las Marianas, distantes mil millas marinas del Japón y otras tantas de las Filipinas, se han detectado, mediante el sistema del «carbono 14», asentamientos humanos que datan del año 1500 a. de J. C. Muchísimo más lejos aún, increíblemente más lejos, en las islas Hawai, perdidas en la infinitud del océano Pacífico, se han hallado restos humanos de mil años antes de nuestra Era; allí, a más de ¡tres mil millas náuticas de las Marianas! Y la influencia cultural asiática se deja sentir claramente en Sudamérica — cultura de Chavin, en el Perú — ya hacia el año 700 a. de J. C, y de allí se llevaron los polinesios la batata americana.