RES GESTAE SAXONICAE
CODEX TERTIUS
IX
Frodo apenas había tenido tiempo para replegar a ambos flancos sus caballos. La carga de los hombres de acero llegó como una tormenta. Las lanzas atravesaron algunas monturas y las grandes bestias siguieron su camino contra la defensa de escudos. Las patas se alzaron arrojando todo su peso. Al descender, las piezas de los escudos saltaron mientras los cascos de los caballos caían buscando la tierra y rompiendo huesos a su paso. Los gritos feroces de aquellas mujeres se unieron a los de los hombres cuando, sin pensar en las pérdidas ni en las espadas que los esperaban, salieron de entre los escudos apuntando con sus lanzas y sax y buscaron los animales y las piernas de los hombres. Pero había cuero endurecido revistiendo los músculos, acero alrededor de las extremidades de los caballeros, y sus hachas y espadas descendieron cortando el aire para dar muerte.
Frodo vio como una lanza atravesaba el cuello de su montura en un instante y era arrojado sobre los escudos debido a la convulsión del animal. Después, el que empuñaba aquella lanzada entró en el muro de escudos y se vio salvo de la muerte por unas pulgadas, cuando el casco de la bestia aplastaba la tierra junto a su cabeza. Trató de ponerse a seguro, y la suerte quiso que unas manos amigas lo apresasen por el cuello y tirasen de él hacia atrás, alejándolo del vuelo de una cadena de la que pendía una bola de hierro toda ella cargada de puntas mortíferas. Frodo apenas tuvo tiempo para empuñar un hacha que lanzó contra la cabeza de aquel jinete, sin éxito alguno. La oleada de muerte se había extendido alrededor y ahora un gran batallón de infantería franco volvía hacia los westfalios tratando de proteger la retaguardia de los que se habían empeñado contra el muro frontal de los sajones.
Entre las mujeres que asediaban al jinete, Frodo distinguió la figura de Sif. Apenas era capaz de reconocerla en aquel rostro cargado de ira y los ojos hambrientos de la danesa, que esgrimía un hacha a dos manos. Casi un instante después la vio servirse de un momento de distracción del caballero para asestar un golpe en la pata de la montura. Esta hazaña, que a menudo puede acabar con la muerte del valiente, por estar adiestrados los caballos para patear casi continuamente a diestro y siniestro y evitar esta clase de ataques, al tiempo que para aplastar a cuantos enemigos se aproximen a ellos, fue llevada a cabo con éxito por la danesa. Habiendo alcanzado el hueso de la gran montura, ésta retrocedió con enorme fuerza arrojando a su jinete entre los enemigos. Sin embargo, después el animal saltó hacia adelante, causando gravísimas bajas a los sajones al huir loco de pánico. Una vez con sus enemigos, el caballero, de gran fuerza física, logró dar la espalda a los golpes evitando con suerte los filos y, al volverse, extendió su guante armado con tal energía contra Sif, que ésta, al ser tocada en la cara, sangró inmediatamente por nariz y por boca, retrocediendo inmovilizada.
Frodo corrió hacia ellos apuntando al caballero con su mejor puñal. No tuvo éxito en su embestida, pues aquél supo girarse a tiempo y evitar la puñalada contra la visera. Pero una maza empuñada por un gigantesco sajón descendió sobre su hombro derecho, haciéndolo caer. Volvió a ser golpeado por la maza varias veces, hasta que, exhausto, fue sajado por la hoja de un scramasax que penetró entre gola y yelmo. Frodo había tomado a Sif en sus brazos y la alejaba del muro de escudos cuando ésta, volviendo en sí, lo rechazaba.
Y Leutfrid gritó:
—¡Widukind!
X
Tras el paso de los hombres de acero, Widukind siguió avanzando hacia los estandartes del comandante. Los corceles blancos se movilizaron en su busca.
Todo lo que Carnant de Eschenbach había visto era cómo un soldado atravesaba una carga pesada y derribaba uno de los caballos más costosos del ejército franco. Ahora seguía allí, después de haber humillado a un jinete con una simple hacha, caminando en su busca, y había decidido ir a por él. Mientras las trompetas ordenaban el movimiento de los batallones de infantería, estandartes y animales avanzaron con firmeza.
Y fue entonces cuando descubrieron que buena parte de las cabalgaduras westfalias había rodeado la carga de los hombres de acero y galopaba a su encuentro: ahora sería él quien tendría que resistir una embestida sajona. Por su cabeza pasaron las mismas ideas que afluían al pensamiento de Carlomagno: nunca se habían enfrentado a una caballería tan numerosa, y la clave había sido la unión de su enemigo. Widukind, dondequiera que estuviese y quienquiera que fuese, había logrado unir a los rebeldes y había aumentado enormemente el número de sus hordas, garantizándose la traición de los nobles ostfalios así como la intervención de los frisios. No podía ser otra la razón por la cual un regimiento tan nutrido hubiese secundado la maniobra.
* * *
Widukind contempló los caballos blancos que venían en su dirección para arrollarlo, cuando un trote salió de la tierra y oyó que gritaban su nombre, y vio surgir a su alrededor, pasando al galope como una de aquellas nubes negras, docenas de jinetes que fueron al encuentro de aquellos animales. Se produjo un clamor ante sus ojos, como si la luz estallase finalmente, y entonces corrió hacia ellos.
A riesgo de ser arrollado por las bestias, entró en la confusión armada. Uno de los sajones caía herido y su montura retrocedía fuera de control. Widukind tomó las riendas y saltó a su grupa.
Carnant se defendía a espada no muy lejos. Vestía el yelmo carolingio de los comandantes, y Widukind podía ver su orgulloso rostro entre las hojas de metal combado que descendían a cada lado. Tiró de las riendas y se apartó de aquel anillo de combates. Carnant retrocedía en la retaguardia, su silueta negra se destacaba sobre el caballo blanco y la hierba roja. Widukind llevó a su montura al trote persiguiendo a Carnant hasta que aquél estuvo tan cerca de él que tuvo la sensación de poder alcanzarlo con la mano.
Carnant se volvía para recibirlo con un mandoble, cuando Widukind se arrojó sobre su brazo abandonando su propia montura, obligando al noble a caer. Una vez en la hierba, Carnant se había librado de Widukind, pero éste se levantaba empuñando el hacha ensangrentada. Los ojos del sajón se detuvieron en la mirada cargada de rencor de Carnant.
—Puedo llevarle tus palabras… —dijo de pronto el franco, espiando nerviosamente a su alrededor, en busca de una remota posibilidad de supervivencia—. No me mates… puedo llevarle tu mensaje al mismísimo Carlomagno… —se humedecía los labios después de aquellas palabras y miraba entre la confusión y el odio el rostro rojo y ensangrentado en el que brillaban aquellos ojos azules tan luminosos. El brazo de Widukind, sus hombros robustos, la completa forma de su cuerpo se unían al arma del mismo cuerpo, apenas separada por otra articulación. Widukind retomó el aliento tras el supremo esfuerzo.
—¿Puedes llevarle mis palabras? —preguntó entonces, y se volvió, dándole la espalda, observando ahora el ejército carolingio, que se retiraba lentamente, como si buscase a Carlomagno entre la tupida y ordenada multitud.
—Sí… ¡puedo hacerlo!
—Entonces dile esto…
El duque de Wigmodia giró rápidamente sobre sí mismo. El hacha voló. Los ojos del sajón se desorbitaron. Carnant gritó como un animal llevándose las manos a la cabeza, pero antes de que consiguiese hacerlo su cuello ya había sido hacheado y caía en el trance de la muerte.
—Y esto… también.
Widukind se inclinó sobre el rostro de aquel hombre y separó la cabeza de su cuerpo con un nuevo golpe. Le quitó el casco. La tomó por los cabellos y la empuñó con indiferencia, mientras volvía sus ojos hacia el ejército carolingio, en busca de Carlomagno.
XI
Mientras aquello sucedía en el corazón del campo de batalla, la celestial carnicería había alcanzado su punto culminante. Había llegado el momento en el que las caballerías ostfalia y westfalia, después de haber resistido las embestidas de los escuadrones de acero y sus caballeros de élite, se habían lanzado a la matanza de los batallones de infantería, en el centro. Aislados de este modo, a su vez, los arqueros francos habían sido arrollados y exterminados. Entonces se había producido el desmembramiento de la mayor parte del cuerpo del ejército invasor. El muro de escudos frontal que había recibido el ataque inicial de los arqueros combinado con la primera oleada de caballeros había resistido a pesar de la gran mortandad, y ahora avanzaba sobre el enemigo.