Ana María Matute - Historias de la Artámila
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- Libro:Historias de la Artámila
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- Año:2015
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ESTE LIBRO SE ACABÓ DE IMPRIMIR EL 23 OCTUBRE DE 1961, EN LOS TALLERES DE GRÁFICAS ALFA, S. A., CASANOVA, 113, BARCELONA
ANA MARIA MATUTE
HISTORIAS
DE LA ARTÁMILA
EDICIONES DESTINO
T ALLERS , 62 - B ARCELONA
Ana María Matute recoge en Historias de la Artámila veintidós relatos que mantienen una perfecta unidad de tono e intención dentro de una gran diversidad de temas. Algunas narraciones —«La fiesta», «La conciencia», «Los alambradores»— reflejan la crueldad de los seres humanos encerrados en sus egoísmos y ambiciones; otras se adentran en un universo infantil —«Don Payasito», «El rey», «Los pájaros»— hasta dar la justa medida de unos seres frágiles y fuertes a un tiempo, que gozan de su existencia con mayor pureza que los adultos. Todos los relatos revelan una intensa preocupación social, que en ocasiones deviene francamente acusatoria, y que alterna con la ternura de los personajes. Con desbordante fuerza narrativa, Historias de la Artámila recoge recuerdos fugaces y experiencias dolorosas, pero también ficciones esperanzadas y sencillas anécdotas, en una nueva demostración de talento de Ana María Matute, una de las escritoras más importantes de la literatura española del siglo XX .
Primera edición: septiembre 1961
N ÚM. DE R EGISTRO : 6249-61
D EPÓSITO L EGAL : B. 14872-1961
© Ediciones Destino 1961
C UANDO apenas contaba cinco años destinaron a su padre a Pedrerías, y allí continuaba aún. Pedrerías era una aldea de piedra rojiza, en las estribaciones de la sierra, más allá de los pinares: al pie de las grandes rocas horadadas por cuevas de grajos y cuervos, con extraños gritos repitiéndose en las horas calmas de la siesta; como aplastada por un cielo espeso, apenas sin nubes, de un azul cegador. Pedrerías era una tierra alejada, distinta, bajo los roquedales que a la tarde cobraban un tono amedrentado, bañados de oro y luces que huían. En la lejanía del camino había unos chopos delgados y altos, que, a aquella hora, le hacían soñar. Pero su sueño era un sueño sobresaltado, como el lejano galope de los caballos o como el fragor del río en el deshielo, amanecida la primavera. Pedrerías aparecía entonces a sus ojos como una tierra sorda, sembrada de muelas. Y le venían los sueños como un dolor incontenible: hiriendo, levantándole terrones de carne con su arado brutal.
En Pedrerías le llamaban “el maestrín”, porque su padre era el maestro. Pero ni él sería maestro ni nadie esperaba que lo fuese. Él era sólo un pobre muchacho inútil y desplazado: ni campesino ni de más allá de la tierra. Desde los ocho a los catorce años estuvo enfermo. Su enfermedad era mala y cara de remediar. El maestro no tenía dinero. De tenerlo no andaría aún por Pedrerías, perdiéndose en aquella oscuridad. Y tenía un vicio terrible, que iba hundiéndole día a día: siempre estaba borracho. En Pedrerías decían que al principio no fue así; pero ya, al parecer, no tenía remedio. “El maestrín”, en cambio, aborrecía el vino: solamente su olor le daba vómitos. “El maestrín” amaba a su padre, porque aún estaban vivos sus recuerdos y no podía olvidar. A su memoria volvía el tiempo en que le sacaba en brazos afuera, al sol, y lo sentaba con infinito cuidado sobre la tierra cálida, y le enseñaba el vuelo lejano de los grajos en torno a los fingidos castillos de las rocas, entre gritos que el maestro le traducía, diciendo:
—Piden agua, piden pan; no se lo dan...
El maestro se reía, le ponía las manos en los hombros y le contaba historias. O le enseñaba el río, allá abajo. El sol brillaba alto, aún, y empezaba la primavera. El maestro le descubría las piernas y le decía:
—Que te dé el sol en las rodillas.
El sol bajaba hasta sus rodillas flacas y blancas, bruñidas y extrañas como pequeños cráneos de marfil. El sol le iba empapando, como un vino hermoso, hasta sus huesecillos de niño enfermo. Sí: el maestro no tenía dinero y sí el gran vicio de beber. Pero le sacaba al sol en brazos, con infinito cuidado, y le decía:
—Piden agua, piden pan; no se lo dan...
Los grajos se repetían, negros, lentos, con sus gritos espaciados y claros, en la mañana.
“El maestrín” no conoció a su madre, que, cuando llegaron a Pedrerías, ya había muerto. El maestro no tardó en amistanzarse con Olegaria, la de los Mangarota, que iba a asearles el cuarto y a encenderles la lumbre, y que acabó viviendo con ellos. Olegaria no era mala. Le contaba historias de brujas y le sacaba en brazos a la puerta trasera de la casa, contra el muro de piedras, cuando daba el sol. Y, con el líquido amarillo del frasco con un fraile pintado, le daba friegas en las piernas. Y cantaba, con su voz ronca:
—San Crispín, San Valentín, triste agonía la del “colibrín”
Pero el párroco de La Central se enteró, y la sacó de allí. Desde entonces, vivían solos padre e hijo, en el cuarto, con su ventanuco sobre el río. Olía mal, allí dentro, pero sólo lo notaba si salía al aire puro de la tarde, a mirar hacia los chopos del lejano sendero, con la luz huyendo hacia el otro lado de los roquedales.
Exactamente el día de su cumpleaños, por la tarde, los vio llegar. Estaba apoyado en la angarilla del huerto de los Mediavilla, cuando por el camino del puente aparecieron los dos carros. Sus ruedas se reflejaban con un brillo último, claro y extraño, en las aguas del río.
Al poco rato ya chillaban los niños. Llegaban los cómicos. “El maestrín” temía siempre la llegada de los cómicos. Le dejaban una tristeza pesada, como de miel.
A las afueras de Pedrerías se alzaba la casa de Maximiliano el Negro, que tenía mala fama de cuatrero, y a quien la Guardia Civil había echado el ojo. Pero nunca se encontraron pruebas en contra, y Maximiliano vivía tan tranquilo, en su casa distante, con una vieja cuadra vacía, en la que se instalaba el “salón”. En el “salón” se representaban las comedias, y, los domingos por la noche, se bailaba al son de una vieja guitarra. Como la luz era muy poca, colgaban grandes candiles de petróleo en las paredes.
Aquella noche, como de costumbre, “el maestrín” se sentó en la boca misma del escenario, simplemente urdido con unas colchas floreadas y pálidamente iluminado por el temblor de las luces llameando en las paredes. La comedia era extraña. Un teatro diminuto apareció tras el teatro grande, y unas pequeñas figuras de madera blanca o de cera, con largas pelucas muertas, representaban fragmentos de la Historia Sagrada. Adán y Eva, blancos como cadáveres, movían rígidamente sus brazos al hablar de la manzana y del pecado. Adán avanzaba hacia Eva, y, tras sus barbas de hombre muerto, decía con una rara voz de pesadilla:
—“Hermosa carne mía...”.
“El maestrín” sintió un escalofrío en la espalda. Eva, desnuda y blanca, con su larga cabellera humana, atroz, se movía en el escenario como dentro de un mágico ataúd de niño recién nacido. Toda su blancura era del color blanco de los entierros de los niños.
Cuando aquello acabó se corrieron las cortinas, que de nuevo se abrieron para la rifa. Los objetos rifados eran una botella de coñac, un juego de copas, y alguna otra cosa que no pudo ver. Porque de pronto la vio a ella. Ella que lo llenaba todo.
Era alta, delgada, con el cabello de un rubio ceniciento sobre los hombros. Tenía la frente distinta. Algo raro había en su frente, que él no podía comprender, por más que la miraba fascinado. Acabó la rifa, se corrieron las cortinas y empezó el baile. En lugar de marcharse, como acostumbraba, se quedó. Con la esperanza de verla de cerca. Y la vio. Ella también bailaba,
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