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A Mey, que sigue iluminando
No existen los viejos tiempos. A ratos el pasado es de una manera, a ratos es de otra. A ratos no hay pasado, a ratos hay mucho pasado. S ALVADOR P ÁNIKER Si quieres un final feliz, todo depende, por supuesto, de dónde detengas tu historia. O RSON W ELLES El dinero es energía congelada. J OSEPH C AMPBELL
INTRODUCCIÓN
Muerte en Palacio
No podría decirse que, de no ser por el incidente, todo hubiera transcurrido con normalidad, ya que cualquier acto que incluya la presencia de los Reyes de España dista por definición de ella. Simplemente parecía que iba a tratarse de una jornada de celebración muy parecida a la que tiene lugar en el Palacio Real de Madrid el 22 de abril de cada año.
Por lo que a Víctor Balmoral respecta, mantuvo su rutina habitual: cogió en Barcelona el tren AVE de las nueve; llegó, como estaba previsto, a Madrid a las doce menos cuarto, subió andando por la calle Atocha y luego cruzó el barrio de los Austrias, concediéndose un agradable paseíto primaveral. Tras vagar un rato distraídamente por los jardines de Sabatini, poco antes de la una, hora marcada en la invitación que había recibido dos semanas atrás, empezó a sortear los distintos controles de seguridad que filtraban el acceso a la residencia histórica de los monarcas españoles.
Una vez en la plaza de la Armería, apreció las evoluciones de los coraceros en sus caballos blancos y sorteó taxis y vehículos privados que, tras haber pasado a su vez un par de controles, dejaban a los más comodones o vetustos de los invitados (y a las invitadas con tacones que temían el empedrado) en la mismísima puerta principal, frente a la cual formaban los guardias reales con sus guerreras azules de aire decimonónico, en la cabeza el ros de color blanco con esprit de plumas rojas, fusiles y bayoneta calada.
Balmoral ascendió lentamente la gran escalinata y pasó al Salón de Columnas, donde se servía el aperitivo. Aunque siempre intentaba llegar puntual a este acto —hacía cuatro años que lo invitaban— nunca figuraba entre los primeros: siempre había quien le ganaba en exagerada antelación. Había llegado a sospechar que alguno debía de haber dormido en los aledaños para asegurarse la prioridad en el acceso.
Efectivamente, allí estaba ya, departiendo y haciendo corrillos en el espacio acotado por grandes tapices del Patrimonio Nacional, una buena representación del mundillo cultural más institucionalizado o reconocidamente relevante del país: el director de la Real Academia de la Lengua, con su inconfundible peluquín color zanahoria, y al menos una decena de académicos de esta institución; el Gran Editor, que desde su sede de Soria controla la única firma multimedia española realmente global, con su nueva amante; el Pequeño Editor, veterano de todas las asociaciones profesionales, a quien todos rehúyen por su conversación plúmbea e interminable; el único Premio Nobel vivo en lengua castellana, siempre dicharachero, mostrando sus grandes dientes incisivos, tan cortejado como despellejado; el Novelista más premiado del año, un obeso melancólico y esquivo; la Poetisa, que ha conseguido los más destacados galardones, enérgica y ruidosa; la enigmática Directora General del Libro, con sus gafas anguladas y su habitual vestido negro, sobre el que lucía una gran cruz de plata; distintos e intercambiables cargos intermedios del ministerio; la Veterana Periodista Agresiva, con el cabello teñido de rosa; el Altísimo Radiofonista con pinta de duro, que compensa sus peroratas en las ondas con monosílabos en los encuentros sociales mientras masca chicle; el Dietarista de Provincia, de aspecto funcionarial, cáustico y atento a la minucia, que sobre todo si es malvada reproducirá muy pronto en su blog; el nuevo Presidente de los Libreros, un joven punk con piercings en las orejas; el maquiavélico Responsable del Museo de Arte Contemporáneo, vestido de negro de arriba abajo y, con el anterior, uno de los pocos hombres que venía sin corbata; directivos de la Casa del Rey; los colegas de Víctor en la dirección de los principales Suplementos Literarios...
No mucha gente; no se trata de un encuentro agobiante. En épocas anteriores, la recepción real al mundo cultural con motivo del Día del Libro solía consistir en un cóctel de pie, bastante abierto, al que en su momento álgido llegaron a concurrir un millar de personas. Pero precisamente por este carácter masificado, los más exquisitos, fatuos o misántropos representantes del sector dejaron de acudir: la invitación fue perdiendo su carácter exclusivo y ya no contentaba a nadie, empezando por los propios convocantes, que se veían desbordados. Se decidió reorganizarlo. Desde hace un lustro, el encuentro anual nunca supera al centenar de elegidos, que es el número total de comensales que caben sentados a la mesa imperial.
Y entre ese centenar figuraba este año, curiosamente, Alejandro Casabona. Cuando Víctor Balmoral lo vio se hallaba instalado —casi tendido— en un canapé, semblante pálido, aire cansado y la frente con gotas de sudor. Al lado, su tercera esposa, cuarenta y tantos años más joven que él, observaba distraída las idas y venidas de los asistentes. Balmoral se acercó a saludar al veterano mecenas y expolítico, a quien conocía de tiempos muy remotos, y que pareció sorprendido al verlo. Pero se sobrepuso rápidamente. Con su aire agitanado, la blanca barbita afilada y ojos semicerrados, corbata verde musgo, sin duda comprada en alguna boutique italiana, terno impecable como siempre, le dirigió una sonrisa entre cordial y fatigada.
—¡Vaya! —exclamó—, la prensa de calidad no podía faltar a este evento.
Balmoral se inclinó para preguntarle por la razón de su presencia en palacio, que le intrigaba. Como personalidad de primera fila en el plano nacional, y por tanto supuestamente con fácil acceso al monarca, Casabona no necesitaba acudir a recepciones compartidas con figuras menores del mundo de la cultura, incluyendo algunas tan discutibles como el periodista.
—Su Majestad insistió personalmente en que este año le gustaría contar conmigo. Para un monárquico como yo, ya lo sabes, sus deseos son órdenes. En realidad —esbozó una mueca que recordaba vagamente a una sonrisa—, creo que ya me ve muy viejo, y le interesa que esté aquí sobre todo para que, por contraste, ponga de relieve su insultante juventud. Aunque estas últimas semanas no he estado muy fino y para mí desplazarme a Madrid ayer supuso un sacrificio. Además —dijo en voz baja guiñándole un ojo y señalando a su esposa—, vengo controlado: ni copas, ni puros, ni exceso en la comida, ni flirteos. Así que tendremos que dejar las confidencias sobre mujeres interesantes para otro día... Si es que quedan figuras semejantes, claro.
Incorregible. Así lo había encontrado Víctor siempre y así seguía ese mediodía, no importaban sus más de ocho décadas de atareada existencia.
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