Felipe Ávila - Breve historia de la Revolución Mexicana
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- Libro:Breve historia de la Revolución Mexicana
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2017
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Breve historia de la Revolución Mexicana: resumen, descripción y anotación
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FELIPE ÁVILA (Ciudad de México, 1958). Es doctor en Historia por el Colegio de México. Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pertenece al Sistema Nacional de Investigadores.
Actualmente es director general adjunto de servicios históricos del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM). Es autor de los libros El pensamiento económico, político y social de la Convención de Aguascalientes; Los orígenes del zapatismo; Entre el porfiriato y la Revolución, así como de Las corrientes revolucionarias y la Soberana Convención.
PEDRO SALMERÓN (Coatzacoalcos, Veracruz, Mexico 1971). Es doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y cuenta con un posdoctorado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). En la actualidad, es profesor investigador del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), así como de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Entre sus libros destacan La División del Norte. La tierra, los hombres y la historia de un ejército del pueblo; Los carrancistas. La historia nunca contada del victorioso Ejército del Noreste, así como de 1915. México en Guerra.
LA CRISIS DEL PORFIRIATO
L a Revolución mexicana puso fin a un prolongado período de gobiernos liberales en materia económica y crecientemente autoritarios en lo político, que inició en 1867, con el triunfo de la República sobre la intervención francesa y el imperio de Maximiliano. A veces se nos olvida que entre 1862 y 1867 el pueblo mexicano, encabezado por la mejor clase dirigente de su historia, combatió y expulsó a un invasor poderoso y ensoberbecido, a costa de ingentes sacrificios y más de 90 000 muertos y mutilados. Con la victoria de la República terminó la época en que la principal preocupación nacional fue la defensa de la soberanía y la integridad del territorio frente a la ambición de las grandes potencias, cuatro de las cuales habían enviado a sus fuerzas de mar y tierra contra nosotros en el curso de medio siglo, lo que nos obligó a gastar los precarios recursos de un país en bancarrota, en pagar un Ejército de privilegios que —aliado con la Iglesia— controló durante ese período la vida nacional, sin poder evitar la pérdida de los vastísimos territorios del norte, a manos de los invasores estadounidenses.
El triunfo de la República trajo variaciones inmediatas a la vida de México. La primera en percibirse fue la transformación de nuestras relaciones con las potencias extranjeras: el desdén, los insultos y abusos de la diplomacia imperialista, tanto europea como estadunidense, dieron paso al respeto que se debe a las naciones soberanas organizadas conforme a derecho. En lugar del falso concepto que se tenía de los mexicanos como pueblo degenerado, y de nuestros conflictos como convulsiones de una nación que se disuelve, se entendió a nuestro país como una sociedad que se esforzaba por constituirse a sí misma. Además, se superó el gran problema anterior a 1867, de cuál debía de ser la organización política del país. El triunfo de la República fue también el de un modelo político moderno, duradero y permitió alcanzar un equilibrio político que duró 47 años.
Sin embargo, fracasó el intento de establecer un régimen democrático capaz de superar el atraso; y en 1876 el último cuartelazo victorioso del siglo XIX llevó al poder al general Porfirio Díaz, héroe de la guerra contra los franceses. Desde el primer momento, Díaz ofreció un programa que puede resumirse en dos frases: imponer la paz y promover el desarrollo económico. El camino elegido fue fortalecer a la clase dominante, cuyo sector hegemónico era el de los terratenientes o hacendados; y abrir el país a la inversión extranjera. Las clases dominantes fueron el sustento de la dictadura, y poco a poco los trabajadores y los campesinos fueron borrados como sujetos políticos de un sistema cuyo fin, cada vez más explícito, era la política del privilegio. De 1876 a 1911 México fue gobernado por un régimen de privilegio en el que privó como meta principal, acaso única, el crecimiento económico, con las dos fallas que trae aparejadas un pensamiento así: por una parte el descuido o sacrificio de las libertades públicas, lo que acaba por producir descontento, irritación y, finalmente, rebeldía; y por otra, la desigual repartición de la riqueza. Aunque de 1877 a 1910 la población se duplicó y la economía creció de un modo tangible, espectacular, incluso, este crecimiento económico no se reflejó en el aumento del nivel de vida de las mayorías, por el contrario, los más pobres vivían peor en 1910 que en 1877. Algunos de ellos incluso en condiciones de verdadera esclavitud.
El ciclo presidencial de Porfirio Díaz y la dictadura militar de Victoriano Huerta que intentó preservar su modelo político contra el vendaval revolucionario, coincide con la etapa de la historia del mundo llamada «la era del imperio»; época que se caracterizó por la división territorial del globo entre las grandes potencias, en colonias formales e informales y esferas de influencia. Esta división del mundo tenía, fundamentalmente, una dimensión económica. En ese contexto, el papel de México, como el de otros países de Latinoamérica, era la producción de materias primas para beneficio de los imperios: México era una semicolonia cuyos principales recursos y cuya infraestructura (petróleo, minerales preciosos e industriales, henequén, caucho natural, industrias eléctrica y textil, bancos, ferrocarriles) estaban en manos de trasnacionales, que poco dejaban a cambio del saqueo, todo lo cual se justificaba con un discurso pretendidamente científico: las leyes de la historia dictaban que así tenía que ser.
Quizá sea exagerado decir que el régimen de Díaz haya sido un mero agente u operador de los intereses imperialistas: si bien la apertura al capital extranjero fue amplísima y su influencia en los principales rubros de la economía se volvió decisiva, también es cierto que Díaz mantuvo importantes —de hecho crecientes— niveles de autonomía frente a los gobiernos de las potencias, consolidando la conquista de la soberanía nacional consumada simbólicamente en 1867. Además, al mismo tiempo que se alentaba la inversión extranjera, el régimen apoyó y fortaleció a un sector de la burguesía nacional ligada al campo —los latifundistas—, actuando como pivote de la acumulación de capital mediante el fomento a las inversiones, la construcción de infraestructura y el mantenimiento de la aparente paz social.
A pesar de eso, y aunque Díaz y muchos de sus colaboradores creían que el que eligieron era el camino necesario, acaso único, para sacar a México del atraso, muchos aspectos del régimen sí lo muestran como agente de los intereses económicos imperialistas: el discurso de la necesidad científica para justificar sus decisiones, así como el racismo y la exclusión política de las mayorías; la supresión de libertades, la falta de democracia tras una fachada de normalidad institucional y electoral; la polarización económica que empobreció aún más a los pobres; la auténtica esclavitud humana en algunas regiones del país (sobre todo en aquellas en que se concentraban las plantaciones tropicales para el mercado mundial); los salarios de hambre, la ausencia de derechos laborales y la guerra de exterminio (genocida) contra los indígenas rebeldes.
Eso obliga a preguntarse por el progreso, la paz y el orden presentados como los aportes centrales del Porfiriato. En efecto, el progreso material fue visible, pero fue ese un progreso que benefició a un pequeñísimo número de mexicanos y propició el saqueo de nuestros recursos. Los datos, las pruebas son irrefutables: para la mayoría de la población, el Porfiriato no solo fue sinónimo de supresión de las libertades: también lo fue de empobrecimiento, hambre y, para muchos, genocidio y auténtica esclavitud.
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