BIBLIOTECA AMERICANA
Proyectada por Pedro Henríquez Ureña
y publicada en memoria suya
Serie de
LITERATURA COLONIAL
OBRAS COMPLETAS
DE SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
IV
OBRAS COMPLETAS
DE
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
IV
COMEDIAS, SAINETES Y PROSA
Edición, prólogo y notas de
ALBERTO G. SALCEDA
Primera edición, 1957
Sexta reimpresión, 2012
Primera edición electrónica, 2017
D. R. © 1957, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-4802-0 (ePub)
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El doctor Alfonso Méndez Plancarte, iniciador de estas Obras Completas, ante el retrato de Sor Juana.
INTRODUCCIÓN
EL LECTOR que llegue aquí después de haber pasado por los tres tomos anteriores de estas Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, habrá admirado en ellos —junto con la gracia exquisita y la hondura y la perfección formal del verso sorjuanino— la esmeradísima depuración de los textos, la cuidadosa anotación de variantes y de datos cronológicos y bibliográficos, y los sólidos estudios liminares, que contienen magistrales tratados de la vida y la obra de Sor Juana, del arte barroco y el gongorismo, y de los villancicos, los autos sacramentales y las loas en la Vieja y en la Nueva España; y habrá admirado —y tal vez agradecido— la riqueza de erudición derramada en el gran caudal de las notas explicativas: chorros de luz que extraen todo su brillo a los diamantes de poesía que iluminan; y que en algunos casos y respecto a las obras más crípticas —como El sueño o la Silva al conde de Galve— son verdaderos descubrimientos de “oro mental” oculto durante siglos bajo la intencional capa pudorosa del enigma gongorino, para entregarlo ahora al goce del lector común, no erudito, pero gustador de la belleza.
En pocas líneas dicha, ésta fue la obra, pasmosa por su sabiduría y su precisión, del ilustre editor de esos tres primeros tomos: el doctor Alfonso Méndez Plancarte.
Pero el lector que llega aquí después de haber pasado por los tres tomos anteriores, ya no encuentra al doctor Méndez Plancarte. La muerte lo arrebató a su tarea en la noche del 8 de febrero de 1955, cuando había entregado, totalmente concluido, el tomo tercero.
La editorial Fondo de Cultura Económica y quien esto escribe —y más adelante procurará disculpar su intromisión— estamos obligados a rendir un homenaje de justicia, de afecto y de gratitud, al eminente humanista, al sorjuanista insuperado que hizo posible la publicación de estas obras. Para ello hemos puesto en el frontispicio del presente volumen, sin romper la continuidad de los frontispicios de los anteriores, una imagen más de Sor Juana, pero aquí en compañía de su condigno editor y escoliasta; y transcribimos en seguida el esquema de la personalidad de este insigne hombre de letras, trazado por su particular y cercano amigo el poeta Alfonso Junco:
ALFONSO MÉNDEZ PLANCARTE
En la michoacana Zamora, ubérrimo solar de sacerdotes y mitrados egregios, nació Alfonso el 2 de septiembre de 1909. Vino a la metrópoli, estudió en el Colegio Marista del Puente de Alvarado, ingresó luego al Seminario y finalmente fue a Roma. Allá, con Gabriel su hermano, cinco años mayor que él, estudió en la insigne Universidad Gregoriana y vivió en el Colegio Pío Latino Americano —familiarmente el Piolatino—, centro de convergencia de la flor de nuestras juventudes hispánicas proyectadas hacia Dios. En la eterna ciudad obtuvo el grado de doctor en filosofía, en 1927. Ya vuelto a la patria, se doctoró en teología en la Pontificia Universidad Mejicana, en 1931. Todo con sumas calificaciones. Y al año siguiente —14 de febrero de 1932— recibió la unción sacerdotal.
Ejerció las cátedras de literatura, latín, filosofía y teología, tanto en el Seminario de Méjico (1931-1933) como en el de su natal Zamora (1933-1938). Era un catedrático excepcional, por el dominio de las materias, por la agilidad de la palabra, por la curiosidad alerta, por el vivo intercambio con los alumnos. Y de pronto, extrañamente, perdió el habla normal, que de antes tuvo siempre perfectísima.
Fue en septiembre de 1937 —cuéntame una hermana suya— cuando en una importante celebración familiar tomó Alfonso la palabra y advirtieron que a momentos le fallaba la voz. Fue la cosa extremándose después. Se recurrió a todo médico y sistema imaginable: nada pudo lograrse. Y el que era un conversador de extraordinaria vivacidad y simpatía, quedó con la elocución intermitente y difícil, ya irremediablemente hasta el término de sus días. Y allí surgió al desnudo la calidad de Alfonso. Ni un signo de inconformidad o queja o desesperación. Sufrió, heroico, la frustración mortificante que truncaba su actividad en lozanía: ni cátedra, ni predicación, ni confesonario.
Dejó entonces su querida Zamora y recluyóse en la metrópoli, en la casona familiar de la colonia Santa María, donde vivió hasta el fin. Tuvo que refugiarse en la muda elocuencia de los libros: noble y dilectísimo refugio, al que vorazmente se entregó. Por providencial compensación, pudo así —necesariamente exento de otros deberes— aferrarse a su vocación literaria y realizar proezas increíbles en la investigación y en la crítica.
Lector tan estupendo en la afición como en el aguante, era no sé si el único moderno que se tragaba enteros y verdaderos aquellos poemones antiguos que arrastran por desiertos kilométricos sus furgones de octavas reales. De nada hablaba sin haberlo leído cabal, y su sueño —en buena parte cumplido— era no juzgar a un autor sin haberse nutrido con su obra completa. Capacidad de excepción, física y mental, para la lectura: nunca necesitó anteojos, y captaba al instante bellezas y gazapos, por menudos que fuesen. Y todavía, para descansar de revesados manuscritos y sesudos latines y gongorismos abscónditos, buscaba solaz en lo que menos podría imaginarse: en las novelas policiacas, de que era sorprendente conocedor y gustador.
Porque nunca fue huraño sino alegre, nunca enconchado sino comunicativo. Ni siquiera la prueba desconcertante de su afonía le creó complejos; y, vencidos los trágicos principios, lanzóse con humilde valentía a la plática en la intimidad y entre amigos —y más tarde aun en público mayor—; y nunca perdió la gracia y el ímpetu de su charla, tan nutrida de saber como de agrado.