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John Keegan - Historia de la guerra (Noema) (Spanish Edition)

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John Keegan Historia de la guerra (Noema) (Spanish Edition)
  • Libro:
    Historia de la guerra (Noema) (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    Turner
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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Historia de la guerra (Noema) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Título Historia de la guerra John Keegan 1993 2004 Edición original en - photo 1

Título:

Historia de la guerra

© John Keegan, 1993, 2004

Edición original en inglés: A History of Warfare Hutchinson, Londres, 2004

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2014

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: marzo de 2014

De la traducción del inglés: © Francisco Martín Arribas

ISBN: 978-84-16142-73-6

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Enric Jardí

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

En memoria de Winter Bridgman,
teniente del regimiento de Clare
muerto en la batalla de Lauffeld
el 2 de julio de 1747.

ÍNDICE
INTRODUCCIÓN

N o estaba yo destinado a ser guerrero. Una enfermedad infantil en 1948 me dejó lisiado de por vida, y hace ya cuarenta y cinco años que soy cojo. Cuando en 1952 me presenté al examen médico para el servicio militar obligatorio, el doctor que me examinó las piernas –único médico, por supuesto, que me vio aquel día– meneó la cabeza, apuntó algo en mi expediente y me dijo que podía irme. Semanas después recibía una carta oficial en la que se me comunicaba que había sido clasificado como inútil permanente para el servicio en las fuerzas armadas.

El destino, sin embargo, haría que el eje de mi vida fuese el ejército. Mi padre había servido en la Primera Guerra Mundial, yo me crie durante la Segunda en una región de Inglaterra en la que se preparaban los ejércitos ingleses y estadounidenses para la invasión del Día D, y ya intuía, en cierto modo, que el servicio de armas de mi padre en el frente occidental en 1917 y 1918 había sido su experiencia vital más importante. Así, ser testigo de los preparativos para la invasión de Europa en 1943 y 1944 fue algo que a mí también me marcó, suscitando en el niño de entonces un interés por los temas militares que se consolidaría cuando fui a estudiar a Oxford en 1953 y elegí Historia Militar como asignatura especial.

La asignatura especial constituía un requisito únicamente imprescindible para la graduación, por lo que mi implicación en la materia de la Historia Militar habría podido concluir al finalizar mis estudios; pero mi interés fue en aumento en el transcurso de los mismos, fundamentalmente porque casi todos mis compañeros de Oxford, a diferencia de mí, habían hecho el servicio militar, lo que sirvió para hacerme consciente de haberme perdido algo. Casi todos ellos habían sido oficiales y muchos habían servido en campaña, dado que Gran Bretaña, en la década de 1950, veía mermar su imperio por efecto de diversas guerras coloniales de menor entidad; algunos de mis amigos habían combatido en las junglas malayas o en las selvas de Kenia, y recuerdo que algunos habían estado alistados en regimientos en Corea, participando en batallas auténticas.

Su futuro profesional no era muy prometedor y buscaban acabar con éxito los estudios, causando buena impresión en los profesores, como pasaporte para su inminente incorporación a la vida civil; pero para mí era evidente que aquellos dos años en que habían vestido el uniforme les conferían el aura de un mundo totalmente distinto de aquel en que estaban a punto de ingresar. Parte de aquella aura la constituían sus experiencias en lugares remotos, sus obligaciones fuera de lo corriente, la emoción y el peligro, y a ello se añadía el prestigio de haber convivido con los oficiales profesionales bajo cuyo mando habían estado. A los profesores se les admiraba por su erudición y sus excentricidades, pero aquellos compañeros conservaban hacia los oficiales que habían conocido una admiración por el conjunto de sus cualidades humanas, su ímpetu, su arrojo, su vitalidad y su impaciencia día a día; los nombraban a menudo, rememoraban su carácter y sus manías, recreaban sus hazañas y, sobre todo, sus roces naturales con la autoridad. Yo llegué a pensar que, de algún modo, conocía a aquellos alegres militares y, desde luego, estaba ansioso por conocer a gente como ellos aunque solo fuese para corroborar mi personal visión del mundo militar, que iba tomando forma en mi mente a medida que profundizaba en el estudio de los textos de la asignatura de Historia Militar.

Al concluir la vida universitaria, cuando mis amigos se marcharon para incorporarse a la vida civil como abogados, diplomáticos, funcionarios o, a su vez, profesores de universidad, me di cuenta de que aquella aura de sus experiencias militares había hecho mella en mí y decidí ser historiador militar; temeraria decisión, dado que existían pocas plazas docentes para la asignatura. No obstante, antes de lo que habría cabido esperar, se produjo una vacante en la Real Academia Militar de Sandhurst, la escuela británica de cadetes, y en 1960 me incorporé a su claustro de profesores. Tenía veinticinco años, no sabía nada del ejército, nunca había oído un disparo, apenas había visto oficiales y mi concepto de lo militar era exclusivamente producto de mi imaginación.

El primer curso que pasé en Sandhurst me sumergió totalmente en un mundo para el que, ni por lo más remoto, estaba preparado. En 1969 la plantilla militar de la academia –yo formaba parte del personal docente– la constituían exclusivamente, en los cargos más antiguos, veteranos de la Segunda Guerra Mundial, mientras que los oficiales más jóvenes habían luchado casi todos en Corea, Malasia, Kenia, Palestina, Chipre o en cualquier otra campaña de la docena más de guerras coloniales, y todos lucían un uniforme lleno de condecoraciones, muchas de ellas ganadas en actos de valor. El jefe de mi departamento, un oficial retirado, lucía por las tardes en el salón de oficiales la medalla de la Orden de Servicios Distinguidos y la Cruz Militar con dos barras, condecoraciones que no eran nada excepcionales, pues había mayores y coroneles con medallas por actos de valor en El Alamein, Montecassino y Kohima. La historia de la Segunda Guerra Mundial estaba escrita en aquellas delgadas cintas de seda que con tanta naturalidad exhibían, y de sus momentos culminantes daban cuenta aquellas medallas y cruces cuyos poseedores no parecían dar importancia a haberlas ganado.

Y no era solo el caleidoscopio de medallas lo que producía en mí el hechizo, sino los abigarrados uniformes y lo que significaban. Muchos de mis compañeros de universidad habían vuelto con prendas de gloria militar: guerreras de su regimiento o gruesos abrigos del ejército; los que habían sido oficiales de caballería seguían luciendo como traje de noche las botas de charol con ranura en el tacón para las espuelas y reborde de cuero, correspondientes a su uniforme de húsares. Lo que me hizo reparar en la paradoja de que el uniforme no fuese tan uniforme y los regimientos tuviesen atuendos distintos. Tal diversidad se me hizo patente en las primeras reuniones a las que asistí en Sandhurst. Había lanceros y húsares de azul y escarlata, pero también oficiales de la caballería real abrumados por el peso de los entorchados, oficiales de fusileros vestidos de un verde tan oscuro que parecía negro, artilleros de pantalones ceñidos, guardias reales de camisa almidonada, highlanders con seis tipos diferentes de falda escocesa, lowlanders con pantalón escocés de cuadros, y oficiales de infantería de los regimientos de los condados con pechera amarilla, blanca, gris, roja o de ante.

Yo estaba convencido de que el ejército era algo unitario, pero en la primera velada descubrí mi error; me faltaba aún por aprender que aquellas diferencias de atuendo externas traducían unas diferencias internas de mucha mayor importancia. Así, descubrí que los regimientos se significaban por encima de todo por su carácter, y que era ese carácter lo que los convertía en organizaciones de combate cuya eficacia en la lucha testimoniaban todas aquellas medallas y cruces que veía por doquier. Mis amigos de los regimientos –la cordial amistad de que los militares hacen gala es una de sus cualidades más entrañables– eran, sí, compañeros de armas; pero hasta cierto punto, pues la piedra angular de sus vidas era la lealtad a sus respectivos regimientos. Cualquier desacuerdo personal se olvida de un día para otro, pero una mancha para el regimiento, aunque nunca se mencione, jamás se olvida; pues una contrariedad de ese género afecta muy profundamente al código de valores de la tribu.

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