¿Qué es el ingenio? ¿Por qué disfrutamos tanto con sus juegos y alardes? ¿Cómo funciona la inteligencia humana cuando crea obras ingeniosas? Se echaba en falta que la psicología, la estética y la filosofía respondieran cabalmente. Para el autor, el ingenio es esencialmente un proyecto de la inteligencia para vivir jugando, a salvo de la lógica, la moral y la realidad. La cultura de este siglo ha buscado la ingeniosidad con denuedo y con un punto de desesperanza, sus fenómenos eran el despliegue de una libertad que ha entrado en crisis ahora: gran parte de la cultura de este siglo aparece prematuramente envejecida y el hombre europeo no sabe qué hacer. Un nuevo concepto de libertad generará, sin duda, un nuevo modo de crear. La brillantez del ingenio nos muestra una inteligencia que coquetea con la transgresión y aspira a vivir una libertad radicalmente desligada. Por todo esto merece, al tiempo, el elogio y la refutación. Premio Anagrama y Premio Nacional de Ensayo.
José Antonio Marina Torres
Elogio y refutación del ingenio
XX Premio Anagrama de Ensayo
ePub r1.0
Titivillus 25.10.16
Título original: Elogio y refutación del ingenio
José Antonio Marina Torres, 1992
Ilustración: «Sign», Adolph Gottlieb, 1962, Nueva York, colección del artista
Cubierta: Julio Vivas
Escaneo: Marce
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Fallo del XX Premio Anagrama de Ensayo
El día 18 de marzo de 1992, el jurado compuesto por Salvador Clotas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventos, Fernando Savater y el editor Jorge Herralde, concedió el XX Premio Anagrama de Ensayo por unanimidad a Elogio y refutación del ingenio de José Antonio Marina.
Resultaron finalistas, ex-aequo, Imagen de lo invisible de Pedro Azara y El centauro en el paisaje de Sergio González Rodríguez.
En 1894, Paul Valéry escribía a André Gide: «Entre los libros realmente indispensables y que nadie escribirá, hojeo frecuentemente en mi espíritu la Historia y filosofía de la ingeniosidad». Pues bien: aquí está. No lo he escrito por inspiración de Valéry, pero cito este texto porque es delicioso saberse tan esperado y necesario.
Mi interés por el tema procede de otras fuentes. Los estudios sobre inteligencia artificial han demostrado que el ingenio es una actividad demasiado compleja para los ordenadores. Decir una agudeza, hacer un juego de palabras o inventar un chiste continúan siendo, por ahora, exclusivas humanas. Así las cosas, pensé que sería interesante prolongar la obra de Kant, aunque no soy kantiano de estricta observancia, con una Crítica de la inteligencia ingeniosa que explicara las condiciones de posibilidad de una actividad tan extravagante. Kant se preguntó: ¿Cómo ha de ser el entendimiento humano para que la ciencia sea posible? Mi pregunta es: ¿Cómo tiene que funcionar la inteligencia humana para que sean posibles las ingeniosidades?
El asunto me atrajo por su carácter integrador, que me permitía disfrutar con los grandes ingeniosos y aplicar los hallazgos de los grandes científicos. Tengo a convicción de que la filosofía ha de salir de su invernadero, para incorporarse al grupo de ciencias de vanguardia. El mundo científico está en ebullición y la filosofía carece una ancianita que se entretiene mirando fotografías amarillentas, que son su propia historia, la psicología cognitiva, la lingüística, las ciencias de la computación, la neuropsicología, la psicolingüística, incluso la retórica, están estudiando temas tradicionalmente reservados a la filosofía. Hace falta una ciencia de síntesis que aproveche esos materiales dispersos. La filosofía ha sido siempre obra de hércules solitarios. Ya es hora de que los filósofos perdamos esa altanería, que tan frecuentemente conduce a la esterilidad.
Tropecé al dar el primer paso, porqué definir el ingenio resultó ser una tarea complicada, a la que tuve que dedicar el libro entero. Al final ha resultado ser un concepto existencial, psicológico y estético, además de una importante categoría cultural.
Agradezco a Álvaro Pombo, Paloma Ocaña y Eduardo Nadal la lectura del manuscrito y sus comentarios. A Julio Marina, su colaboración y la de sus ordenadores; a Eva Marina, la documentación sobre teatro de vanguardia y a Marisa López-Penas la elaboración del campe léxico del ingenio. Mi gratitud también para Manoli de Vega, que pasó a limpio pacientemente un manuscrito que cambiaba y crecía sin moderación alguna.
INTRODUCCIÓN
Quien se acerca a un libro de lingüística percibe enseguida que es una ciencia de saberes ocultos. No lo digo porque su jerga técnica parezca esotérica al profano y superfetatoria al consagrado, sino porque el lenguaje, su tema, es un conglomerado de informaciones y habilidades que manejamos con eficacia, pero que no conocemos con precisión. Es un tacit knowledge, escribió Chomsky. El lingüista quiere explicar reflexivamente ese saber que ya posee plegado. Es un explorador que descubre un territorio guardado en su memoria. La selva virgen que pisa resulta ser su propia casa.
Al aprender la lengua materna —las lenguas segundas plantean problemas distintos— el niño recibe los planos sintácticos y semánticos para construir su mundo. Será su mirada la que se apropie de la realidad, pero dirigida por miradas ajenas y lejanas codificadas en la lengua. El niño sentirá sus sentimientos, pero los identificará y clasificará de acuerdo con el catálogo sentimental incluido en su idioma. Si el inconsciente es la vigencia del pasado olvidado, las palabras tienen su propio inconsciente y pueden ser psicoanalizadas.
Un complejo sistema de preferencias y necesidades guio la evolución de las lenguas, y cada perfil fonético, forma sintáctica o parcelación semántica guardan la huella de aquellas distantes motivaciones que aún dirigen nuestro hablar. Cuando aprendemos una lengua asimilamos su inconsciente sin saberlo, trasegamos su biografía secreta, que se aloja en nosotros y nos habita. Por eso, el lenguaje es un saber oculto.
Las ideas y manías de nuestros antepasados se han colado de matute en nuestra actividad, como una herencia que, al igual que la genética, recibimos sin chistar, privados hasta del mínimo consuelo de poderlas aceptar a beneficio de inventario. No podemos hacer inventario de nuestro lenguaje sin dedicar a ello la vida. Nadie sabe las palabras que sabe, ni las construcciones sintácticas que es capaz de hacer. Poseemos un capital lingüístico que no podemos calcular, y el lingüista, que quiere hacer el compute de sus caudales, adopta por ello el aire introvertido y cauteloso del avariento que cuenta y recuenta su tesoro.
Todos los matices de una lengua remiten a una experiencia olvidada que una arqueología o genealogía del lenguaje debe recuperar. La historia es pudorosa respecto de los grandes acontecimientos, como una madre que quisiera parir sus más preclaros hijos en la oscuridad, y no guarda memoria de los gigantescos creadores que inventaron la preposición, el subjuntivo o la voz pasiva. Los especialistas rastrean esa prehistoria, y tras dos siglos de esfuerzos nos han proporcionado copiosa información sobre el indoeuropeo, antepasada común de muchas lenguas, pero en este momento pretenden retroceder aún más hasta llegar al único tronco del que derivarían todas las lenguas del planeta. Si accederíamos a esa matriz universal, accederíamos al mismo tiempo al universal inconsciente lingüístico del que todos los hombres participaríamos. Un investigador, Merrit Ruhlen, ha llegado a aventurar que la primera palabra sonó hace más de cien mil años y fue TIK, que quiere decir «dedo» (Gamkrelidze, Ivanov, 1984; Greenberg, 1984).