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Albert Mathiez - La Revolucion Francesa

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Albert Mathiez La Revolucion Francesa

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Las revoluciones, las verdaderas, aquellas que no se limitan a cambiar las formas políticas y el personal gobernante, sino que transforman las instituciones y desplazan la propiedad, tienen una larga y oculta gestación antes de surgir a plena luz al conjuro de cualesquiera circunstancias fortuitas. La Revolución francesa, que sorprende, por su irresistible instantaneidad, tanto a los que fueron sus autores y beneficiarios como a los que resultaron sus víctimas, se estuvo preparando por más de un siglo. Surgió del divorcio, cada día más profundo, entre la realidad y las leyes, entre las instituciones y las costumbres, entre la letra y el espíritu. Los productores, sobre los que reposaba la vida de la sociedad, acrecentaban cada día su poder; pero el trabajo, si nos atenemos a los términos de la legislación, continuaba siendo una tara de vileza. Se era noble en la misma medida que se era inútil. El nacimiento y la ociosidad conferían privilegios cada vez más irritantes.

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Albert Mathiez

La Revolución francesa
El Cocodrilo Lector Historia
LA REVOLUCIÓN FRANCESA
De ALBERT MATHIEZ
(Haute Saône, 1874 – París, 1932)

Libro impreso fuente:
EDITORIAL LABOR S.A.
Biblioteca de Iniciación Cultural
1ª edición en español (en dos tomos), 1935
Edición original en francés: La Révolution française (jusqu’au 9 Thermidor) ,

París, Armand Colin, 1922-1924 Traducción de Rafael Gallego Díaz

Esta edición: diciembre, 2009
ADVERTENCIA GENERAL

Aunque de esta obra se ha suprimido voluntariamente
–por la clase de público a que va dirigida– todo aparato de erudición, no quiere ello decir que se haya prescindido de ponerla a tono con los últimos descubrimientos científicos. Los especialistas han de ver, al menos así lo esperamos, que ella se basa en extensa documentación, a veces hasta inédita, y que la interpretación de la misma se ha llevado a cabo con una crítica independiente.

La erudición es una cosa y la Historia es otra. Aquélla investiga y reúne los testimonios del pasado, estudiándolos uno a uno y enfrentándolos para que de ello surja la verdad. La Historia reconstituye y expone. La erudición es análisis. La Historia, síntesis.

En la ocasión presente hemos intentado hacer obra de historiador, es decir, que hemos querido trazar un cuadro, tan exacto, tan claro y tan animado como nos ha sido posible, de lo que fue la Revolución francesa en sus diversos aspectos. Ante todo hemos procurado poner en claro el encadenamiento de los hechos, explicándolos por los modos de pensar de la época y por el juego de los intereses y de las fuerzas en cada momento concurrentes, sin despreciar los factores individuales en todos aquellos casos en que hemos podido contrastar su acción.

Los límites que se nos habían impuesto no nos permitían decirlo todo. Veníamos obligados a realizar una selección de sucesos. Esperamos no haber dejado en olvido nada de lo esencial.
CAPÍTULO I
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Las revoluciones, las verdaderas, aquellas que no se limitan a cambiar las formas políticas y el personal gobernante, sino que transforman las instituciones y desplazan la propiedad, tienen una larga y oculta gestación antes de surgir a plena luz al conjuro de cualesquiera circunstancias fortuitas. La Revolución francesa, que sorprende, por su irresistible instantaneidad, tanto a los que fueron sus autores y beneficiarios como a los que resultaron sus víctimas, se estuvo preparando por más de un siglo. Surgió del divorcio, cada día más profundo, entre la realidad y las leyes, entre las instituciones y las costumbres, entre la letra y el espíritu.

Los productores, sobre los que reposaba la vida de la sociedad, acrecentaban cada día su poder; pero el trabajo, si nos atenemos a los términos de la legislación, continuaba siendo una tara de vileza. Se era noble en la misma medida que se era inútil. El nacimiento y la ociosidad conferían privilegios cada vez más irritantes, para los que creaban y, realmente, poseían la riqueza.

En teoría, el monarca, representante de Dios sobre la tierra, gozaba de poder absoluto. Su voluntad era la ley. Lex Rex. En la realidad no lograba hacerse obedecer ni aun de sus funcionarios inmediatos. Mandaba tan suavemente que parecía ser el primero en dudar de sus derechos. Por encima de él se cernía un poder nuevo y anónimo, la opinión, que iba trastrocando el orden establecido en los respetos humanos.

El viejo sistema feudal reposaba esencialmente sobre la propiedad territorial. El señor confundía en su persona los derechos del propietario y las funciones del administrador, del juez y del jefe militar. Pero, desde hacía ya mucho tiempo, el señor había perdido sobre sus tierras todas las funciones públicas, que habían pasado a los agentes del rey. La servidumbre había desaparecido de casi todo el territorio. Sólo en algunos dominios eclesiásticos del Jura, de Nevers, de la Borgoña, quedaban personas sujetas a la mano muerta. La gleba, casi enteramente emancipada, sólo permanecía unida al señor por el entonces bien débil lazo de las rentas feudales, cuyo mantenimiento no podía justificarse ya como retribución a los servicios prestados.

Las rentas feudales, especie de arrendamientos perpetuos, percibidas bien en especie –terrazgos– bien en dinero –censos–, apenas si producían a los señores una centena de millones por año, suma poco importante en relación con la disminución constante del poder adquisitivo del dinero. Fijadas de una vez para siempre, hacía ya siglos, en el momento de la supresión de la servidumbre, lo fueron con arreglo a una tasa invariable, en tanto que el precio de las cosas había ido subiendo sin cesar. Los señores desprovistos de empleo, sacaban, sin embargo, la parte más importante de sus recursos de las propiedades que se reservaron como de su peculiar dominio y que explotaban directamente o por medio de sus intendentes.

Los mayorazgos amparaban y hacían persistir el patrimonio de los llamados herederos del nombre, pero, a su vez, hacían que los segundones que no lograban encontrar puesto en la milicia o en la Iglesia, se vieran reducidos a cuotas ínfimas que bien pronto eran insuficientes para poder vivir. En la primera generación se dividían el tercio de la herencia paterna, a la segunda el tercio de este tercio y así a través de los tiempos. Reducidos a la penuria vense obligados, para poder subsistir, a vender sus derechos de justicia, sus censos, sus terrazgos, sus tierras, pero no piensan en trabajar: pasan por todo, todo, menos lo que ellos entienden «humillarse». Una verdadera plebe nobiliaria, muy numerosa en ciertas provincias, como Bretaña, Poitou, Boulogne-sur-Mer, llegó a formarse. Vegetaba ensombrecida en sus modestas y cuarteadas casas solariegas. Detestaba a la alta nobleza, poseedora de los empleos de la corte. Despreciaba y envidiaba a la burguesía de las poblaciones que progresaba y se hacía rica en el ejercicio del comercio y de la industria. Defendía con aspereza sus últimas inmunidades fiscales contra los ataques de los agentes del rey. Se hacía tanto más arrogante cuanto era más pobre y menos poderosa.

Excluida la baja nobleza de todo poder político y administrativo desde que el absolutismo monárquico tomó carta de naturaleza con Richelieu y Luis XIV, los hidalgos de gotera llegaron, con frecuencia, a ser odiados por los campesinos, ya que aquéllos, para poder vivir, hubieron de aumentar sus exigencias respecto al cobro de las rentas que les correspondían. La administración de la justicia en los asuntos de pequeña importancia, último vestigio que les queda de su antiguo poder, se convierte, en manos de sus mal pagados jueces, en un odioso instrumento fiscal. Se sirven de tal medio para apoderarse especialmente de los bienes comunales, cuyo tercio reivindican en nombre del derecho de elección. La cabra del pobre, desaparecidos los bienes comunales, no encuentra en dónde pastar, y las quejas de los desposeídos se hacen cada vez más acres. La pequeña nobleza, a pesar del reparto en su provecho de las propiedades del común de vecinos, se juzga sacrificada. En la primera ocasión manifestará su descontento. En lo por venir será un elemento propicio al desorden.

En apariencia la alta nobleza –sobre todo las 4.000 familias que se decían «presentadas»– que pulula cerca de la corte, que caza con el rey y monta en sus carrozas, no tiene derecho a quejarse de su suerte. Dichas familias se reparten los 33 millones a que ascienden los sueldos de los cargos en las casas del rey y de los príncipes, los 26 millones de las pensiones que, en macizas columnas, se alinean en el gran Libro rojo, los 46 millones a que montan las soldadas de los 12.000 oficiales del Ejército y que absorben más de la mitad del presupuesto militar; todos los millones, en fin, de las innumerables sinecuras, tales como gobernadores de las provincias y otros puestos semejantes. Obtienen en su provecho más de un cuarto del presupuesto total. También recaen en miembros de estas familias las ricas abadías que el rey distribuye entre sus hijos segundones, tonsurados muchos de ellos a los doce años. En 1789 ni uno solo de los 143 obispos existentes dejaba de ser noble. Estos gentiles hombres-obispos vivían en la corte, lejos de sus diócesis, de las que muchos sólo conocían las rentas que les reportaban. Los bienes del clero producían unos 12 millones por año, y el diezmo, percibido sobre los productos de los campesinos, producía otro tanto, es decir, que deben añadirse otros 240 millones a las dotaciones anteriores asignadas como ingresos de la alta nobleza. El bajo clero, que era quien aseguraba el servicio divino, sólo obtenía las caspicias. La porción congrua de los párrocos se fijó en 700 libras y en 350 la de los coadjutores. Mas tales pecheros ¿de qué podían quejarse?

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