Agradecimientos
Mi gratitud a Martine Saada, sin la cual este libro no habría visto la luz.
MICHEL SCHNEIDER (28 de mayo de 1944). Es escritor, musicólogo, tecnócrata, alto funcionario y psicoanalista francés. Antiguo alumno de l'ENA, comenzó su carrera en el Ministerio de Economía y Finanzas en 1971. Fue nombrado Comisario de cuentas en el Tribunal de Cuentas en 1981. Fue director de Música y Danza en el Ministerio de Cultura 1988-1991.
Nueva York, abril de 1955. El escritor Truman Capote asiste con Marilyn Monroe a un entierro.
—Necesito teñirme —dice ella—. Y no he tenido tiempo de hacerlo.
Le muestra una huella oscura en la línea de separación de sus cabellos.
—Mira que llego a ser inocente. Yo que siempre había pensado que eras rubia al cien por cien.
—Soy una rubia auténtica. Pero nadie lo es de una manera natural. O sea, que te zurzan.
Como el cabello de Marilyn, esta novela —estas novelas mezcladas— es realmente falsa. A diferencia de la anticuada advertencia de las viejas películas, se inspira en hechos reales, y los personajes aparecen con su auténtico nombre, salvo algunas excepciones que pretenden respetar la vida privada de personas que siguen entre nosotros. Los lugares son exactos y las fechas han sido verificadas. Las citas extraídas de sus relatos, notas, cartas, artículos, entrevistas, libros, películas, etcétera, son literales.
Puede que el falsario que soy no haya dudado en adjudicar a unos lo que otros dijeron, vieron o vivieron; en atribuirles un diario íntimo que nunca se encontró, así como artículos o notas inventadas; o en prestarles sueños y pensamientos que ninguna fuente ha confirmado.
En esta historia de amor sin amor entre dos personajes reales, Marilyn Monroe y Ralph Greenson, su último psicoanalista, unido a ella por los hilos del destino, no buscaremos ni lo real ni lo verosímil. Les veo ser lo que fueron y acepto la extrañeza del uno y de la otra como si me hablara de la mía propia.
Sólo la ficción da acceso a la realidad. Pero lo que esperamos al final de un relato, como al de una vida, no es la verdad de los seres humanos. El que escribe, que no soy yo, de la misma manera que mis personajes no son Marilyn y Ralph, observa, como si no le perteneciera, esa mano que reordena el tiempo palabra por palabra. Escribe de izquierda a derecha, pero puede leerse lo que deja en el papel como una imagen invertida en un espejo, hasta que en la oscuridad de la pantalla parpadea el mensaje NO SIGNAL.
Me gustaría que este juego de palabras secretas y de actos visibles, esta serie de imágenes borrosas atravesadas por reflejos a contrapelo, termine con un signo de interrogación cuando los personajes se fundan en la incertidumbre, y que la mano del autor se abra, vacía como la de un niño abandonado.
Los Angeles, Downtown, calle 1 Oeste, agosto de 2005
REWIND. Volver a poner la cinta a cero. Empezar de nuevo con toda la historia. Repasar la última sesión de Marilyn. Las cosas siempre empiezan por el final. Me encantan las películas que se abren con una voz en off. En la imagen no hay casi nada: una piscina en la que flota un cuerpo, la copa de las palmeras agitadas por un temblor, una mujer desnuda bajo una sábana azul, destellos de cristal en la penumbra. Y alguien que habla. Consigo mismo. Para no sentirse solo. Un hombre que huye, un detective privado, un médico —o un psicoanalista, ¿por qué no?— que cuenta su vida desde el otro mundo. Hablando de lo que le ha llevado a la muerte, evoca aquello por lo que ha vivido. Su voz parece decir: «Escúchame porque yo soy tú». Es la voz la que crea la historia, no lo que se nos cuenta.
Voy a intentar explicar esta historia. Nuestra historia. Mi historia. Sería de lo más triste aunque pudiéramos suprimir el final. Una mujer, ya un poco muerta, arrastra de la manita a una niña triste. La lleva a ver al médico de la cabeza, al médico de las palabras. Él la toma y la deja. Con amor y dedicación, la escucha, durante dos años y medio. No oye nada y la pierde. Sería una historia triste y siniestra a la que nadie le arrancaría la melancolía: ni siquiera esa sonrisa con la que Marilyn parece disculparse por ser tan guapa.
Bajo el título REWIND, subrayado tres veces, podía leerse este breve fragmento de un relato inacabado. Escritas a mano en fecha desconocida, estas líneas fueron encontradas entre los papeles del difunto doctor Ralph Greenson, último psicoanalista de Marilyn Monroe. Fue su voz la que escuchó el agente de policía Jack Clemmons, de guardia en la comisaría de West Los Angeles durante la noche del 4 al 5 de agosto de 1962, cuando una llamada procedente del barrio de Brentwood sonó a las cuatro y veinticinco de la mañana. «Marilyn Monroe ha muerto de una sobredosis», declaró una apagada voz masculina. Y cuando el policía, pasmado, preguntó: «¿Qué?», la misma voz, forzada y casi enfática, repitió: «Marilyn Monroe ha muerto. Se ha suicidado».
REWIND. En agosto, la ciudad suda un poco más que en primavera. La polución tiende un velo rosado y las calles adoptan en pleno día un aire vaporoso que recuerda la tonalidad sepia de las películas antiguas. Los Angeles es aún más irreal en 2005 que hace cuarenta años. Más metálica. Más desnuda. Más inútil. El efluvio denso y opresivo del Downtown fatiga la vista. En la redacción del Los Angeles Times, en el 202 de la calle 1 Oeste, John Miner entra en el despacho del periodista Forger W. Backwright. Alto y encorvado, mira constantemente a su alrededor como si estuviera perdido. Es un viejo (tiene ochenta y seis años) que ha venido a explicar una vieja historia.
Como adjunto al jefe del departamento de medicina legal del fiscal del distrito, estaba presente cuando tuvo lugar la autopsia que realizó del cuerpo de Marilyn Monroe el doctor Thomas Noguchi. Ese día, asistió a la extracción de mucosas bucales, vaginales y anales. Seis años después, ese mismo forense realizaría la autopsia de Robert Kennedy, muerto también en Los Angeles y del que se había sospechado que podía haber sido uno de los organizadores del asesinato de Marilyn. La principal conclusión fue la enigmática presencia en la sangre de la actriz de un 4,5% de cierto barbitúrico, el Nembutal, del que no se encontró el menor rastro de inyección o de ingesta oral. El informe acababa con una frase a la que Miner no había dejado de darle vueltas durante todos esos años: probable suicidio. Ésos eran los términos del atestado proceso verbal de investigación. Los primeros apuntes hablaban de suicidio, a secas, o de posible suicidio. Más bien probable, en efecto, si nos ateníamos al aspecto psicológico de las cosas, pensaba Miner desde ese día. Y eso no excluía que la estrella hubiera tardado treinta y seis años en llevarlo a cabo, ni que se hubiera servido de la ayuda de una mano criminal. Buscaba otras expresiones para definir lo que había ocurrido: a foul play, un juego sucio; o, como había dicho el doctor Litman, miembro del «equipo de prevención de suicidios», a gamble with death, una jugada mortal.
REWIND. A John Miner, que llevaba mucho tiempo jubilado, le hubiera gustado poder apretar la tecla de un magnetófono en el que hubiera alguna de las cintas que Marilyn había grabado para su psicoanalista a finales de julio o comienzos de agosto de 1962. Sobre esas cintas Ralph Greenson había pegado una etiqueta: MARILYN ÚLTIMAS SESIONES. Miner las había escuchado y transcrito cuarenta y tres años antes, pero nunca se las había quedado ni las había vuelto a oír. Habían desaparecido en vida del analista. O después de su muerte, ¿quién sabe? No quedaba de ellas más que lo que Miner había resumido con su minuciosa letra de leguleyo.