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Luis Sepúlveda - Historia de un perro llamado Leal

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Luis Sepúlveda Historia de un perro llamado Leal
  • Libro:
    Historia de un perro llamado Leal
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    LIBRANDA PLANETA
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    2016
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Historia de un perro llamado Leal: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Índice

Para mis nietos Daniel, Gabriel, Camila,

Valentina, Aurora y Samuel.

Para mis pequeños hermanos

del pueblo mapuche. Mi pueblo.

Dungu
Palabras

Este libro es una deuda mantenida durante muchos años. Siempre he sostenido que gran parte de mi vocación de escritor viene del hecho de haber tenido unos abuelos que contaban historias, y de que, en el lejano sur de Chile, en una región llamada Araucanía o Wallmapu, tuve un tío abuelo, Ignacio Kallfukurá, mapuche (nombre que conforman dos palabras unidas: «mapu», que significa Tierra, y «che», gente, y cuya traducción correcta es «Gente de la Tierra»), que al atardecer les contaba historias a los niños mapuche en su idioma, el mapudungun. Yo no entendía lo que los demás mapuche decían en su lengua vernácula, pero sí entendía las historias que narraba mi tío abuelo.

Eran historias que hablaban de zorros, de pumas, de cóndores, de loros, y mis favoritas eran las que contaban las aventuras de wigña, el gato salvaje. Yo entendía lo que mi tío abuelo narraba porque, pese a no haber nacido en la Araucanía, en la Wallmapu, también soy mapuche. También soy Gente de la Tierra.

Siempre he querido contarles una historia a los niños mapuche al atardecer, junto al río, mientras comemos los frutos de la araucaria y bebemos jugo de manzanas recién recolectadas.

Ahora que me acerco a la edad de mi tío abuelo Ignacio Kallfukurá, voy a contarles una historia de un perro crecido junto a los mapuche. De un perro llamado Leal.

Les invito, pues, a la Araucanía, a la Wallmapu, al país de la Gente de la Tierra.

Kiñé
Uno

La manada de hombres tiene miedo. Lo sé porque soy un perro y el olor ácido del miedo me llega al olfato. El miedo huele siempre igual y da lo mismo si lo siente un hombre temeroso de la oscuridad de la noche, o si lo siente waren, el ratón que come hasta que su peso se convierte en lastre, cuando wigña, el gato del monte, se mueve sigiloso entre los arbustos.

Es tan fuerte el hedor del miedo de los hombres que perturba los aromas de la tierra húmeda, de los árboles y de las plantas, de las bayas, de los hongos y del musgo que el viento me trae desde la espesura del bosque.

El aire también me trae, aunque levemente, el olor del fugitivo, pero él huele diferente, huele a leña seca, a harina y a manzana. Huele a todo lo que perdí.

—El indio se oculta al otro lado del río. ¿No deberíamos soltar al perro? —pregunta uno de los hombres.

—No. Está muy oscuro. Lo soltaremos con la primera luz del alba —responde el hombre que comanda la manada.

La manada de hombres se divide entre los que se sientan en torno al fuego, que encienden maldiciendo la leña húmeda, y los que con sus armas de matar en las manos miran hacia la oscuridad del bosque y no ven nada más que sombras.

Yo también me echo sobre las patas, alejado de ellos. Me gustaría estar cerca del calor, pero evito el fuego que han encendido, pues el humo me nublaría los ojos y mi olfato no percibiría los cambiantes olores. Han encendido un mal fuego y se les apagará muy pronto. Los hombres de esta manada ignoran que lemu, el bosque, da buena leña seca, tan sólo hay que pedírsela diciendo mamüll, mamüll, y entonces el bosque entiende que el hombre tiene frío y autoriza a encender un fuego.

Llega hasta mis orejas que siempre están alerta el croar de llüngki la rana - photo 1

Llega hasta mis orejas, que siempre están alerta, el croar de llüngki, la rana, oculta entre las piedras de la otra orilla de leufü, el río que baja de las montañas. A ratos, konkon, el búho, imita al viento desde lo más alto de los árboles; y pinüyke, el murciélago, bate las alas mientras vuela y devora insectos nocturnos voladores.

La manada de hombres teme los ruidos del bosque. Se mueven inquietos y yo siento el penetrante hedor del miedo que no les deja descansar. Intento alejarme un poco de ellos, pero me lo impide la cadena que llevo al cuello y que han atado, por el otro extremo, a un tronco.

—¿Le damos algo de comer al perro? —pregunta uno de los hombres.

—No. Un perro caza mejor cuando está hambriento —contesta el jefe de la manada.

Cierro los ojos, tengo hambre y sed, pero no me importa. No me importa que para la manada de hombres yo no sea más que el perro, y de ellos no espero otra cosa que el látigo. No me importa, porque desde la oscuridad me llega el tenue aroma de lo que perdí.

Epu
Dos

Sueño con lo que perdí y mis sueños me llevan hasta el gélido día en que caí sobre la nieve. Antes de caer viajaba envuelto en el calor de una bolsa de lana y, a ratos, los hombres de otra manada me echaban una ojeada y decían: «Está bien el cachorro, será un gran perro».

Mis recuerdos empiezan el día en que caí sobre la nieve, aunque a veces me llegan retazos muy breves de antes que me acercan hasta un cuerpo tibio, y entonces soy capaz de verme junto a otros cachorros tan pequeños como yo, aferrados a las fuentes de las que mana una leche tibia y sabrosa.

Esa manada de hombres cruzaba las altas montañas por pasos estrechos y oscuros que sólo ellos conocían. Montaban caballos fuertes y la carga que transportaban desprendía olores gratos a yerba mate, a harina, a carne seca; unos aromas que yo percibía mezclados con el olor ácido del sudor de los caballos.

Al subir por una pendiente me caí de la bolsa y ningún hombre de la manada se dio cuenta. El viento frío se llevó mis débiles ladridos, traté de correr tras los caballos, pero mi cuerpo se hundía en la nieve y, agotado, me eché sintiendo que todo el calor de mi piel se apagaba. La nieve empezó a cubrirme. Caía con la misma suavidad que el sueño que me cerraba los ojos.

La oscuridad cubría las montañas cuando me desperté estremecido por una lengua tibia y húmeda que se deslizaba desde mis belfos hasta el rabo. Sentí cómo una nariz me olía al mismo tiempo y, desde el fondo de mi pequeña memoria de lo que aún no conocía, acudió un temor que me hizo encoger más el cuerpo, pero esa lengua tibia que me lamía alejó el miedo y, ya repuesto del frío, dejé que unos dientes poderosos me agarraran de la nuca sin hacerme daño. Fui llevado por el aire hasta una gruta y ahí mi salvador, nawel, el jaguar, compartió conmigo el calor de su gran cuerpo.

Así pasaron varios días. La luz se reflejaba en la nieve y yo permanecía junto a nawel, el jaguar. Cuando la oscuridad cubría todo lo que había fuera de la gruta, nawel, el jaguar, salía y más tarde regresaba con el cuerpo inerte de chinge, el zorrillo, o de wemul, el cervatillo, y comíamos su carne aún caliente.

Nawel, el jaguar, medía mi fuerza empujándome con sus zarpas o dándome golpes con la cabeza; yo me sentía seguro sobre mis cuatro patas, y hasta me atrevía a salir de la gruta a corretear sobre pire, la blanca nieve endurecida.

Una noche sin sombras, cuando kuyen, la luna, decidió compartir su luz con la nieve, nawel, el jaguar, volvió a agarrarme con sus dientes por la nuca y emprendimos un viaje descendiendo por las montañas.

Temeroso al ver que nos alejábamos mucho de la cálida gruta, ladré mi miedo pidiendo volver. Entonces nawel, el jaguar, me dejó en el suelo y rugió. Y yo le entendí.

—La montaña no es lugar para un pichitrewa, un cachorro de perro. Estarás mejor con los mapuche, con la Gente de la Tierra —rugió nawel, el jaguar, y seguimos bajando de las montañas.

Küla Tres Al amanecer los hombres de la manada desatan su furia entre sí Se - photo 2
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