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Morir en La Paz - Leal, Bartolomé

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Morir en La Paz Leal, Bartolomé

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Bartolomé Leal Morir en La Paz 2003 by Bartolomé Leal 2003 by - photo 1

Bartolomé Leal

Morir en

La Paz

2003 by Bartolomé Leal 2003 by Ediciones Urano S A Aribau 142 - photo 2

© 2003 by Bartolomé Leal

© 2003 by Ediciones Urano, S. A.

Aribau, 142, pral. - 08036 Barcelona

www .umbrieleditores.com

ISBN: 84 - 95618 - -

Depósito legal: B. 44.251 - 2003

Fotocomposición: Ediciones Urano, S. A.

Impreso por Romany à Valls, S. A. - Verdaguer, 1 - 08760 Capellades (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain

Los sucesos que forman la trama de esta novela tienen lugar en Bolivia, durante unas pocas semanas en los primeros años noventa. Tanto dichos sucesos como los personajes que los protagonizan son enteramente ficticios, y no se basan en hechos o individuos reales.

«Existe una continuidad entre la imaginación y el sueño. Cuando un escritor comienza a imaginar un personaje, éste se vuelve una forma de sueño. De una criatura inexistente, hace una realidad.»

Antonio Tabucchi

I

La Paz

Isidoro Melgarejo Daza, detective privado a tiempo parcial y paceño antiguo por paterna decisión —aunque cochabambino de origen—, con cuarenta años a cuestas, solterón y fumador irredimible, buscó a tientas el despertador y logró, a la tercera tentativa, enmudecerlo de un manotazo. Luego, sabiendo de la inutilidad de su gesto, o más bien sospechoso Melgarejo por instinto de cualquier aparato mecánico de hechura dudosa y procedencia indefinida, como era justamente el caso de su modesto reloj, miró la esfera de anticuados numerales y comprobó que eran pasadas las cinco y media de la mañana, y que lo vendrían a buscar dentro de veinte minutos, para partir en dirección a Chulumani. Hacia los Yungas, en la avanzada de la Bolivia amazónica.

El detective paceño no era hombre de quedarse pegado a las sábanas. Tampoco era el madrugador típico. Se levantaba razonablemente temprano, entre seis y media y siete de la mañana, para dedicarse a sus asuntos sin prisas ni alarmas. Ese día la hora tan exageradamente temprana era algo poco habitual; no hacía tales desarreglos a menos que existieran poderosas razones. Y las había. Porque para Melgarejo la obligación de cumplir con los compromisos adquiridos era innegociable y no materia de coartadas o dialécticas. En este caso, un desagradable madrugar no era excusa suficiente para fallarle a un amigo, en particular a un amigo de la infancia. Toño Machicao lo necesitaba y eso era para él sagrado.

En pocos segundos, Isidoro Melgarejo Daza se hallaba despabilado y listo para meterse en la ducha. Apenas si tosió, al revés de otras mañanas que le recordaban desagradablemente su condición de fumador; tampoco lo asaltó la náusea cervecera de ciertos días. Todo eso lo puso de mejor ánimo para meterse bajo el chorro de agua. Prefería sentirse fresco si se trataba de dirigirse a los Yungas.

A Melgarejo no lo ponía contento la idea de tal viaje, por mucho que amara esos paisajes; sabía que la ruta solía tornarse dificultosa y arriesgada, en especial cuando llovía. Mejor dicho, era siempre arriesgadísima. Le iban a tocar varias horas por caminos imposibles, construidos —arañados se diría con más precisión— en los bordes de precipicios que se hundían a cincuenta, cien, doscientos metros, y donde la vista se extraviaba entre los vapores de insondables cursos de agua y tupidas vegetaciones. La sola conciencia de tales terrores le espantó el sueño. Se desplazó a tientas en la oscuridad —no valía la pena dañarse los ojos con luces violentas, reflexionó— en busca del baño de su vieja casita de la calle Castrillo, en el mero corazón de La Paz. El lugar en el mundo donde mejor se sentía. Su única riqueza, pensó. Su único legado.

Siempre le había gustado la suave pendiente que hacía descender la calle en dirección a la Cañada Strongest. Su casa, a la vez taller, mostraba al eventual peatón una verja baja, de madera, separada por pilares de cemento de perfil cuadrado, coronados por bolas de cemento. El modelo era característico de la calle Castrillo, idea seguramente nada original de un arquitecto rutinario aunque amable. Al frente había otra casi idéntica, sólo que de color amarillento en lugar de celeste, con leves diferencias que testimoniaban la misma mano. La verja se asentaba en un basamento de piedra de pocos centímetros, que seguía la pendiente. El portón principal, también de madera y con un perfil superior tirando a mozárabe, daba a un jardín lleno de flores, que conducía al pórtico, cuyo frontón de corte clásico, adornado con unas hojas de acanto bastante deformes en friso y columnas, mostraba la fecha de construcción: 1917.

De esa construcción de un piso, con sendas ventanas a ambos lados del frontón, más larga que ancha, dotada de un pasillo central que conducía a un patio con muchos árboles y más flores, se disponía el detective a salir esa mañana. No era la primera vez que Melgarejo Daza iba a los Yungas, pero en cada ocasión quedaba con una percepción más profunda y cercana de la posibilidad efectiva de la muerte, imaginaba su cuerpo perdido en una sima inaccesible. Esta sensación se volvía mucho peor una vez que llegaba a destino: la sola conciencia de que habría un retorno por la misma vía, obligadamente, le erizaba los pelos; sufría con no menor intensidad al partir de vuelta. Se consoló pensando en la majestuosa y sensual belleza del paisaje (visible si el tiempo no lo impedía, se permitió matizar); y mientras esperaba que el habitual hilo de agua caliente saliera por la ducha de su viejo hogar, hizo un breve balance de vida y posesiones: esa casa, más unos cuantos libros y recuerdos.

«Ridículo, Melgarejo —se dijo a sí mismo—. No te vas a morir.» Le vino a la mente una anécdota divertida escuchada en su cantina preferida de la plaza Sucre: un personaje solemne leía para un grupo de parroquianos, en tonos cavernosos, los estatutos de la Liga Espiritista de Bo li via, que establecía seriamente en su artículo primero que, para ejercer la presidencia del organismo, un requisito fundamental era estar vivo... Un muerto no podía ocupar el cargo.

El detective repasó brevemente el motivo del viaje. Se perfilaba muy simple, aunque sólo en apariencia: una visita sobre el terreno como parte de la investigación, informal por el momento, de un crimen. Pero el hecho se veía complicado por dos factores colaterales: se trataba de un trabajo que había aceptado a petición de un antiguo amigo suyo, casi un hermano; y había cuestiones de droga de por medio. Ninguna de las dos cosas le hacía gracia a Isidoro Melgarejo Daza, investigador privado en La Paz y disponible de preferencia para tareas poco complicadas. Pero no se podía negar a enfrentar tal desafío. Oficio obliga. «Más vale no renegar», recordó el dicho del poeta, y no pudo menos que sonreír ante sus aprensiones.

El último sorbo de café negro y la última chupada del cigarril l o brasileño que le gustaba consumir coincidieron con el bocinazo del vehículo que venía por él. Salió a la vencida noche paceña, invadida ya por los colores del amanecer, y el frío lo golpeó con su crudeza habitual. Era el mes de abril, pleno verano paceño, y los días del más puro cielo azul y del sol más caliente se alternaban con noches gélidas, como para inhibir al más osado. Así era el clima de La Paz y a Melgarejo, trasplantado a la capital, le gustaba esa concordancia entre el ritmo climatológico y el carácter duro, cortante, telúrico, de la ciudad andina.

Subió al jeep que lo esperaba con el motor en marcha. Al volante se hallaba su ex condiscípulo y amigo Antonio «Toño» Machicao, por quien fue recibido con muestras de afecto y recomendaciones prácticas: —Gracias por venir conmigo a Yungas, hermano. Te advierto que allá abajo va a hacer más calor que acá, por nublado que esté. Llevarás bañador, espero... Hay una estupenda piscina en el hotel donde nos alojaremos. A medio camino, en un lugar llamado El Castillo, ¿lo conoces? —añadió mientras se ponían en ruta—, nos serviremos un desayuno como corresponde. Ya les avisé a los propietarios que se aproximaban dos collas famélicos.

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