SINOPSIS
De una concha que un niño recoge en una playa chilena, al sur, muy al sur del mundo, una voz se eleva, cargada de recuerdos y sabiduría. Es la voz de la ballena blanca, el animal mítico que durante décadas ha custodiado las aguas que separan la costa de una isla sagrada para las personas nativas de ese lugar, la Gente del Mar. El cachalote, la criatura más grande de todo el océano, ha conocido la inmensa soledad y la enorme profundidad del abismo, y ha dedicado su vida a cumplir fielmente la tarea que le confió otro cachalote anciano: una tarea misteriosa y crucial, el resultado de un pacto que ha atado a las ballenas y la Gente del Mar. Para honrarlo, la gran ballena blanca tenía que proteger esa parte del mar de otros hombres, los extraños que con sus barcos vienen a llevárselo todo, sin respeto alguno por el entorno natural. Fueron ellos, los balleneros, quienes contaron la historia de la temida ballena blanca hasta ahora, pero ha llegado el momento de que ella hable por sí misma y deje que su antigua voz nos llegue como el lenguaje del mar.
LUIS SEPÚLVEDA
HISTORIA DE UNA BALLENA BLANCA
Ilustraciones de Marta R. Gustems
Y las ballenas salieron a atisbar a Dios entre las estrías danzantes de las aguas. Y Dios fue visto por el ojo de una ballena.
Homero Aridjis, «El ojo de la ballena»
El ojo de la ballena registra de lejos lo que ve en los hombres. Guarda secretos que no debemos conocer.
Plinio el Viejo, Historia natural
1
El antiguo idioma del mar
Una mañana del verano austral de 2014, muy cerca de Puerto Montt, en Chile, apareció una ballena varada en la costa de guijarros. Era un cachalote de quince metros de longitud y su cuerpo, de un extraño color ceniza, no se movía.
Unos pescadores opinaron que tal vez se trataba de un cetáceo desorientado, otros indicaron que posiblemente se había intoxicado con toda la basura que se arroja al mar, y un gran silencio de pesadumbre fue el homenaje de todos los que rodeábamos al gran animal marino bajo el cielo gris del Sur del Mundo.
El cachalote estuvo apenas dos horas mecido por las débiles olas de la bajamar, hasta que se acercó un barco, fondeó a poca distancia, y unos hombres se echaron al agua provistos de gruesos cabos que anudaron a la aleta caudal o cola del animal, y luego, muy lentamente, el barco puso proa al sur arrastrando el cuerpo sin vida del gigante marino.
—¿Qué harán con la ballena? —pregunté a un pescador que observaba cómo se iba alejando el barco con su gorra de lana entre las manos.
—Respetarla. Cuando alcancen la mar abierta a la salida sur del golfo, abrirán su cuerpo y lo vaciarán para que no flote, entonces dejarán que se hunda en la oscuridad fría del océano —dijo en voz baja el pescador.
Muy pronto el barco y la ballena desaparecieron entre los perfiles inciertos de las islas y la gente se alejó de la costa, pero un niño se quedó mirando fijamente el mar.
Me acerqué a él. Sus ojos de pupilas oscuras escudriñaban el horizonte y dos lágrimas recorrían su rostro.
—Yo también estoy triste. ¿Eres de aquí? —dije a manera de saludo.
El niño se sentó en la playa de guijarros antes de responder, y yo hice lo mismo.
—Claro. Soy lafkenche. ¿Sabes lo que significa? —preguntó.
—«Gente de mar» —contesté.
—Y tú, ¿por qué estás triste? —quiso saber el niño.
—Por la ballena. ¿Qué le habrá ocurrido?
—Para ti es una ballena muerta y para mí es mucho más. Tu tristeza y la mía no son iguales.
Permanecimos en silencio durante un tiempo, medido por las olas que iban y venían, hasta que me ofreció algo más grande que su mano.
Era una concha de loco, un caracol marino muy preciado, de cáscara exterior rugosa, pétrea, y de interior blanco como las perlas.
—Pégala a tu oreja y la ballena te hablará —dijo el pequeño lafkenche, y se alejó con pasos rápidos por la playa oscura de guijarros.
Así lo hice. Y bajo el cielo gris del Sur del Mundo una voz me habló en el viejo idioma del mar.
2
La memoria de la ballena habla del hombre
El hombre siempre sintió miedo de mi tamaño, y desazón porque no podía poseerme. ¿Para qué servirá un animal tan grande?, se ha preguntado el hombre desde el inicio de los tiempos, y yo lo he observado desde que se acercó por primera vez al mar, descubrió que su cuerpo no era apto para conocer la profundidad del agua, pero que podía valerse de algo que flotara para desafiar el ímpetu de las olas.
Así, vi cómo el hombre se movía en la superficie sobre cuatro tablas frágiles, nos miramos manteniendo una prudente distancia, el hombre con recelo, yo con curiosidad y asombro por su empeño. Admiré su valor e insistencia en enfrentarse al oleaje navegando en embarcaciones que no soportaban los embates contra los arrecifes ni el roce de los afilados corales cuando se adentraban en aguas poco profundas.
«Ya aprenderá», me decía al verlo porfiado y tenaz, aunque siempre navegando sin perder de vista la costa, temeroso del desafío del horizonte.
El hombre aprendió pronto a moverse en el mar, y de la misma manera que yo, la ballena de color luna, recibí de otra ballena, y esta de otra, el secreto de las mareas y las corrientes, el hombre compartió lo aprendido y se multiplicó en el mar. Sus embarcaciones se hicieron mayores, dominaron el arte de atrapar el viento en livianas superficies que llamaron velas, y no tardaron en descubrir el cielo y las estrellas que les indicaron el rumbo. Entonces se atrevieron a navegar en la oscuridad y dejaron de temer al horizonte.
A veces nos encontrábamos en la vasta soledad oceánica, y yo, la ballena de color luna, salía a la superficie para respirar, los veía asomados a las bordas de sus barcos, y no percibía amenaza sino asombro cuando esos navegantes me señalaban y exclamaban: «¡Ahí está la ballena blanca!».
Nunca me acerqué demasiado a sus embarcaciones. Respetaba su valor y los consideré también habitantes del mar.
Así fueron pasando las épocas, el tiempo circular marcado por el frío o el calor que los vientos y las corrientes llevan consigo. Los hombres empeñados en su destino incierto, y las ballenas surcando su salobre lar desde el inicio hasta el fin de la vida.