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«Solvitur ambulando», ‘Se resuelve andando’, citaba el escritor y viajero Bruce Chatwin en un polvoriento café de Atar, en el corazón de Mauritania. Repetía estas palabras en su diario, a la par que recordaba los trazos de la canción, la primera que entonaron los primeros hombres, nómadas, marcando su letra con sus pies sobre la piel de la tierra, describiendo los valles, las montañas, los lagos, los desiertos por los que pasaban, dejando constancia de sus pasos y rutas para sus descendientes, desde las planicies de Australia hasta las cordilleras de Asia, pues siempre fue así.
Como lo es en las páginas de este libro, donde se esconden también los «trazos de la canción» que aportaron un puñado de nómadas, unos más modernos que otros, unos más arriesgados que otros, aunque compartiendo todos ellos el increíble deseo de superar la siguiente duna, la siguiente estribación montañosa, el siguiente río para poder probar lo que decía Robert Louis Stevenson: «No pido otra cosa. El cielo sobre mí y el camino bajo mis pies». Ya fuera en Arabia, en las faldas del Atlas, en las interminables estepas del Asia central o los intrincados senderos de Afganistán, estos grandes exploradores de los que el lector podrá conocer su vida y andanzas buscaron diferenciarse de los demás con lo que mejor sabían hacer, viajar. «Viajar esperanzadamente es mejor que retornar», añadía el autor de La isla del tesoro, él mismo un vagabundo en «los mares del sur», en las Marquesas y en las tierras altas de Escocia.
Sus palabras las podría haber suscrito Richard Burton, uno de los «grandes» recogido en estas páginas, buscador de las Montañas de la Luna y las fuentes del Nilo, y blasfemo visitante de La Meca prohibida a los infieles. También Wilfred Thesiger, un beduino más, al que los bedus llamaban Umbarak, el ‘bendito’, que no quiso retornar y, tras robarle sus secretos al territorio vacío de la península de Arabia, eligió la apacible sabana de Kenia para soñar de nuevo sus interminables marchas en camello o a pie por el Hadramut, los pantanales de Irak o el Kurdistán.
Burton y Thesiger llevaban el camino y la aventura en la sangre, como Domingo Badía, más conocido como Alí Bey, espía y explorador, ignorado por una España que siempre receló de los audaces. Con su libro Viajes por Marruecos en mi mochila de cuero de cabra, crucé hace mucho mucho tiempo el Atlas, a la búsqueda de los oasis del sur magrebí y, entonces, me pregunté sobre la cualidad más importante para un viajero… la tenacidad, la capacidad de aprender sobre el terreno, la voluntad de poner un pie delante del otro para seguir adelante pese a todos los peligros y contrariedades, como hicieron el suizo Burckhardt tras la pista de la perdida Petra o el santo Charles Doughty, maltratado por los beduinos por no esconder su condición de cristiano, pero a la vez admirado por estos hombres del desierto. Muchos años después, en la ribera de un río perdido de las montañas del Altái, en el sur de Siberia, alguien me susurró la respuesta sobre la mejor cualidad de un viajero. Ya lo había dicho Victor Hugo, «viajar significa nacer y morir en cada instante». Para viajar, para desafiar al tiempo y la distancia, al peligro y al insuperable deseo de volver a casa, uno debe tener una infinita capacidad de renovarse, de ser una nueva persona en cada país, en cada aldea que visita.
Ese arte del disimulo, de la reinvención personal la tenían, y muy elaborada, los exploradores secretos de Asia que llenan estas páginas. Aventureros y nómadas, sí, pero con propósitos muy especiales, desde Lawrence de Arabia, alma de la revuelta árabe contra los turcos en la Primera Guerra Mundial, hasta el malogrado George Hayward, peón en el Gran Juego de británicos y rusos por el dominio de Asia central y Afganistán, y asesinado en el Himalaya por los fieros montañeses. En esa «gran partida» tan bien descrita por Kipling en su maravilloso libro Kim jugaron otros viajeros cuyas hazañas se narran en este libro: Moorcroft, McNair, el húngaro Arminius Vambery… De otros, como Bokhara Burnes, Frederick Burnaby, Younghusband, Connolly o Stoddart, leí sus nombres por primera vez en The Great Game, de Peter Hopkirk, y después los escuché repetir por historiadores y curadores de museos en Moscú y en el propio Uzbekistán, en la terrible fortaleza donde perecieron decapitados los dos últimos, Connolly y Stoddart, con mis pies sobre el pozo cegado donde el infame emir de Bujara los encerró durante meses, antes de asesinarlos.
De la pluma de Hopkirk conocí también las peripecias del mayor explorador de Asia de todos los tiempos, Sven Hedin, andarín de la Ruta de la Seda, vencedor del desierto más terrible del planeta, el Taklamakan, y descubridor de las civilizaciones perdidas de la hoy seca, sequísima, cuenca del Tarim. Con el libro Foreign devils on the silk road, de Hopkirk, en el regazo y a bordo de una destartalada furgoneta repleta de chinos viajé en 1993 desde Turfán a Dunhuang, en el borde temeroso donde se rozan el Taklamakan y el Gobi. Ahora, en las páginas de este tomo que el lector tiene en sus manos, puedo recordar ese viaje y otros más librescos tras la figura del sueco Hedin, vilipendiado por sus devaneos, ya muy mayor, con el nazismo, pero brillante como pocos en el notable y difícil arte de la exploración.
A pesar de ese desprecio que muchos le depararon por no saber rechazar la vanagloria que le regalaban los nazis, el mayor dolor de Hedin no fue sentirse odiado, sino haber fracasado a la hora de alcanzar el mayor de los premios de los exploradores del alto Asia, la ciudad sagrada por encima de todas en ese continente: Lhasa, la capital del Tíbet. Sí la alcanzó, en cambio, una de las mujeres de las que habla también este libro, Alexandra David-Néel, ya en los anales de la historia de quienes mejor han conocido el Tíbet desde dentro. Decía Ralph Waldo Emerson que «ningún hombre debería viajar sin haber aprendido el idioma del país que va a visitar, pues de otro modo se convierte voluntariamente en un gran bebé, tan desasistido y ridículo». Alexandra aprendió sánscrito y tibetano, que hablaba con fluidez, y en su periplo por el Tíbet viajó disfrazada de mendiga, aunque después la consideraban una mujer santa. Visitó Lhasa en 1924 y quiso hacerlo de nuevo cuando ya contaba con cien años de edad. No pudo, pero el toque sacrosanto de aquella ciudad la alcanzó y, cuando murió, sus cenizas fueron aventadas en el Ganges, el río bendito de Asia.
Escribo este prólogo en el barrio de Achumani, en el sur de La Paz, a la misma altitud que Lhasa. ¿Coincidencia? No creo en tales. Algún día seguiré los pasos de David-Néel y Hedin, y también de Heinrich Harrer, otro protagonista en este libro y autor del inolvidable y autobiográfico