Ya sabes que ésta es la suerte común: todo
cuanto vive debe morir, cruzando por la
vida hacia la eternidad.
La reina, en Hamlet
Bienvenido, hermano brasileño, tu amplio
espacio está dispuesto; una mano amorosa,
una sonrisa del norte, un instante soleado,
¡salud!
Walt Whitman, Un saludo navideño
Acerca del Autor
John Hoyer Updike (Reading, Pensilvania, 18 de marzo de 1932 - Beverly Farms, Massachusetts, 27 de enero de 2009) fue un importante escritor estadounidense, autor de novelas, relatos cortos, poesías, ensayos y críticas literarias, así como de un libro de memorias personales.
La obra más importante de Updike fue la serie de novelas sobre su famoso personaje Harry Conejo Angstrom ( Corre, Conejo; El regreso de Conejo, Conejo es rico, Conejo en paz y la novela de evocaciones y remembranzas del personaje, titulada Conejo en el recuerdo ). De la famosa tetralogía, Conejo es rico y Conejo en paz le permitieron ganar sendos Premio Pulitzer en 1982 y 1991, respectivamente. Describiendo su famoso personaje como "el protestante de clase media de un pequeño pueblo norteamericano".
Updike, bien conocido por su escritura prolífica, que raya en un cuidado casi artesanal, llegó a publicar 22 novelas y más de una docena de colecciones de historias cortas, así como poesías, ensayos, críticas literarias e, incluso, libros para niños.
Cientos de sus historias, reportajes y poemas han ido apareciendo regularmente en el semanario The New Yorker desde 1950. Su trabajo como escritor explora habitualmente las motivaciones humanas sobre el sexo, la fe, la razón última de la existencia, la muerte, los conflictos generacionales y las relaciones interpersonales.
https://es.wikipedia.org/wiki/John_Updike
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BRASIL
John Updike
2
El apartamento
I
sabel llevaba un diáfano vestido playero del color amarillo naranja de un maracujá, pero decidió no ponérselo; sólo se calzó unas sandalias de delgado cuero blanco para caminar por la famosa acera de sinuosas franjas negras y blancas de la Avenida Atlántica. Mecía la toalla y el vestido arrugados en el codo izquierdo doblado, por lo que como mínimo un transeúnte bajó la mirada esperando ver a un bebé envuelto en pañales brillantes. El sombrero oscuro, que parecía teñido con zumo de bayas de genipapo, flotaba delante de Tristão como un platillo volante, mientras aleteaban los extremos de la cinta negra colgante. La chica se movía a mayor velocidad de la que él esperaba, con un andar más atlético, obligándolo a brincar y caminar a saltitos a su lado para seguir su ritmo. Su propio sentido del decoro había hecho que se pusiera la camiseta sucia de arena en la que se leía: LONE STAR; sus andrajosas sandalias de goma azul, recuperadas del conflictivo arbusto, chancleteaban flojas.
La chica pálida, que parecía mucho más alta por la longitud de sus piernas desnudas, daba zancadas con la ciega determinación de un sonámbulo, o como si cualquier vacilación pudiera deshacer su resolución; se encaminaba al sur, hacia el fuerte, y luego giró a la derecha por una calle —él estaba demasiado distraído y asustado para notar si era la Avenida Rainha Elisabete o la Rúa Joaquim Nabuco— que llevaba a Ipanema. Allí, a la sombra de árboles y edificios, entre tiendas, restaurantes y fachadas acristaladas y de aluminio de bancos, con porteros y guardias de seguridad uniformados, su pálida semidesnudez brillaba imponente y atraía todas las miradas. Tristão se acercó más protectoramente, aunque la impenetrabilidad enajenada de ella —cuya mano se había helado al entrar en contacto con la de él— lo hacía sentir torpe y aislado. En ese mundo de casas de pisos y calles custodiadas ella era su guía; Isabel torció al llegar a una marquesina marrón numerada que desembocaba en un vestíbulo en semipenumbra; detrás de un escritorio de mármol negro veteado de verde parpadeó un japonés mostrando asombro, pero entregó a Isabel una llave pequeña y pulsó un botón que abrió una acristalada puerta interior de corredera. Al traspasar esa puerta Tristão se sintió observado por un aparato de rayos X, percibió el hormigueo de la navaja en su bañador húmedo, y también del pene, con su curva encogida como la de un anacardo.
El ascensor, revestido con puertas de un material plateado estampado como tela con triángulos, se deslizó hacia arriba: un puñal despojándose de su funda. Un breve pasillo, cuyas paredes a rayas eran una versión atenuada del dorado color frutal del vestido de playa arrugado. Una puerta de palo brasil rojo, brillante de cera y con muchos paneles, cedió a la llavecita no más grande que su cuchilla de afeitar. Dentro reinaba un silencio de superficies costosas, jarrones, alfombras, cojines orlados, lomos de libros encuadernados en cuero con filetes dorados. Nunca había estado en un ambiente semejante; sintió que le arrebataban el aliento y la libertad.
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