Agradecimientos
A Lori Barra y Sarah Hillsheim por el trabajo espléndido que hacen en mi fundación.
Lluís Miquel Palomares, Maribel Luque y Johanna Castillo, mis agentes, a quienes se les ocurrió la idea de escribir sobre feminismo.
Núria Tey, David Trías y Jennifer Hershey, mis editores en Plaza & Janés y Ballantine.
Kavita Ramdas, nuestra mentora en la fundación, por compartir conmigo sus conocimientos sobre la situación de la mujer en el mundo.
Laura Palomares por iluminarme sobre las feministas jóvenes.
Lauren Cuthbert por editar mi traducción al inglés.
Las heroínas que encuentro a diario a través de mi fundación, que me contaron sus vidas e inspiraron este libro.
Las feministas que me formaron en la juventud y todavía me guían.
N o exagero al decir que fui feminista desde el kindergarten, antes de que el concepto se conociera en mi familia. Nací en 1942, así es que estamos hablando de la remota antigüedad. Creo que mi rebeldía contra la autoridad masculina se originó en la situación de Panchita, mi madre, a quien su marido abandonó en el Perú con dos niños en pañales y un recién nacido en los brazos. Eso obligó a Panchita a pedir refugio en casa de sus padres en Chile, donde pasé los primeros años de mi infancia.
La casa de mis abuelos, en el barrio Providencia de Santiago, que entonces era residencial y hoy es un laberinto de comercios y oficinas, era grande y fea, una monstruosidad de cemento, habitaciones de techos altos, corrientes de aire, hollín de estufas de queroseno en las paredes, pesados cortinajes de felpa roja, muebles españoles hechos para durar un siglo, retratos horrendos de parientes muertos y pilas de libros polvorientos. El frente de la casa era señorial. A la sala, la biblioteca y el comedor alguien había procurado darles un sello de elegancia, pero se usaban muy poco. El resto de la casa era el reino desordenado de mi abuela, los niños (mis dos hermanos y yo), las empleadas domésticas, dos o tres perros sin raza discernible y gatos medio salvajes que se reproducían incontrolablemente detrás de la nevera; la cocinera ahogaba a las crías en un balde en el patio.
La alegría y la luz de esa casa se esfumaron con la muerte prematura de mi abuela. Recuerdo mi infancia como una época de temor y oscuridad.
¿Qué temía? Que mi madre se muriera y fuéramos a dar a un orfelinato, que me robaran los gitanos, que se apareciera el Diablo en los espejos, bueno, para qué sigo. Agradezco esa infancia infeliz porque me dio material para la escritura. No sé cómo se las arreglan los novelistas que tuvieron una infancia amable en un hogar normal.
A muy temprana edad me di cuenta de que mi madre estaba en desventaja con respecto a los hombres de la familia. Se había casado contra la voluntad de sus padres, había fracasado, tal como le habían advertido, y había anulado su matrimonio, única salida disponible en ese país donde no se legalizó el divorcio hasta el año 2004. No estaba preparada para trabajar, no tenía dinero ni libertad y era el blanco de malas lenguas, porque además de estar separada del marido, era joven, bonita y coqueta.
P ermítanme hacer una breve digresión sobre la desigualdad. Hasta 2019, Chile se consideraba el oasis de América Latina, un país próspero y estable en un continente sacudido por vaivenes políticos y violencia. El 18 de octubre de ese año el país y el mundo se llevaron una sorpresa cuando estalló la ira popular. Las cifras económicas optimistas no mostraban la distribución de los recursos ni el hecho de que la desigualdad en Chile es una de las más altas del mundo. El modelo económico de neoliberalismo extremo, impuesto por la dictadura del general Pinochet en los años setenta y ochenta, privatizó casi todo, incluso los servicios básicos como el agua potable, y le dio carta blanca al capital, mientras la fuerza laboral estaba duramente reprimida. Eso produjo un boom económico durante un tiempo y permitió el enriquecimiento desenfrenado de unos pocos, mientras el resto de la población sobrevive con dificultad a crédito. Es cierto que la pobreza disminuyó a menos del 10 %, pero esa cifra no revela la extensa pobreza disimulada de la clase media baja, la clase trabajadora y los jubilados, que reciben pensiones miserables. El descontento se acumuló durante más de treinta años.
En los meses siguientes a octubre de 2019, millones de personas salieron a protestar en las calles de todas las ciudades importantes del país, al comienzo en forma pacífica, pero pronto empezaron actos de vandalismo. La policía reaccionó con una brutalidad que no se había visto desde la época de la dictadura.
Al movimiento de protesta, que no tenía líderes visibles ni estaba ligado a partidos políticos, se fueron sumando diversos sectores de la sociedad que exigían sus propias reivindicaciones, desde los pueblos originarios hasta estudiantes, sindicatos, colegios profesionales, etc., y, por supuesto, grupos feministas.
«V as a recibir mucha agresión y pagarás un precio muy alto por tus ideas», me advertía mi madre, preocupada. Con mi carácter nunca iba a conseguir un marido y la peor suerte era quedarse solterona; ese rótulo se aplicaba más o menos a partir de los veinticinco años. Había que apurarse. Nos esmerábamos en echarle el lazo a un novio y casarnos deprisa, antes de que otras chicas más listas atraparan a los mejores partidos. «A mí también me revienta el machismo, Isabel, pero qué le vamos a hacer, el mundo es así y ha sido siempre igual», me decía Panchita. Yo era buena lectora y había aprendido en los libros que el mundo cambia constantemente y la humanidad evoluciona, pero los cambios no llegan solos, se obtienen con mucha guerra.
Soy impaciente; ahora comprendo que pretendía inyectarle feminismo a mi madre contra su voluntad, sin tener en cuenta que ella venía de otra época. Pertenezco a la generación de transición entre nuestras madres y nuestras hijas y nietas, la que imaginó e impulsó la revolución más importante del siglo XX. Se podría alegar que la Revolución rusa de 1917 fue la más notable, pero la del feminismo ha sido más profunda y duradera, afecta a la mitad de la humanidad, se ha extendido y tocado a millones y millones de personas y es la esperanza más sólida de que la civilización en que vivimos puede ser reemplazada por otra más evolucionada. Eso fascinaba y asustaba a mi madre. La habían criado con otro de los axiomas de mi tata Agustín: más vale malo conocido que bueno por conocer.
Tal vez les he dado la impresión de que mi madre era una de esas matronas convencionales típicas de su medio social y su generación. No era así. Panchita escapaba al molde habitual de las señoras de su medio. Si temía por mí, no era por pudibunda o por anticuada, sino por lo mucho que me quería y por su experiencia personal. Estoy segura de que sin saberlo plantó en mí la semilla de rebelión. La diferencia entre nosotras es que ella no pudo hacer la vida que hubiera preferido —en el campo, rodeada de animales, pintando y paseando por los cerros—, sino que se plegó a los deseos de su marido, quien decidía las destinaciones diplomáticas, a veces sin consultarla, e impuso un estilo de vida urbano y gregario. Tuvieron un amor muy largo, pero conflictivo, entre otras cosas porque la profesión de él tenía exigencias que iban contra la sensibilidad de ella. Yo, en cambio, fui independiente desde muy joven.
Panchita nació veinte años antes que yo y no alcanzó a elevarse con la ola del feminismo. Entendió el concepto y creo que lo deseaba para sí misma, al menos en teoría, pero demandaba demasiado esfuerzo. Le parecía una utopía peligrosa que acabaría por destruirme. Habrían de pasar casi cuarenta años para que comprendiera que lejos de destruirme, me había forjado y me permitió hacer casi todo lo que me propuse. A través de mí, Panchita pudo realizar algunos de sus sueños. A muchas hijas nos ha tocado vivir la vida que nuestras madres no pudieron vivir.