INTRODUCCIÓN
Entre los años finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX se producen las condiciones que van a propiciar el surgimiento de las «dos Españas» como entidades dotadas de cierta autonomía. Los filósofos tradicionales, los teólogos católicos o los simples clérigos se resienten de la filosofía francesa de «las luces» y la ven como un peligro, que se evidencia como forma abrupta con la revolución antimonárquica y sus violentos excesos. El período de la Convención (1792-1795) —Robespierre, Marat, Diderot— fue decisivo, instalándose, en un amplio grupo de pensadores españoles, la convicción de que la resistencia contra el enciclopedismo era la única forma de mantener una identidad española secular con autonomía propia. Esta literatura tiene su origen en el libro La falsa filosofía (1774-1776), de Fernando Zeballos, que tuvo continuidad con otras obras, como El soldado católico en la guerra de religión (1812), de Fray Diego de Cádiz, o Preservativo contra la irreligión (1812), de Rafael de Vélez. Se inicia así una literatura agresiva y violenta contra las ideas liberales y constitucionales, que acaba produciendo una escisión sin paliativos en la conciencia nacional. Éste es el origen de las «dos Españas» que —al interiorizarse en la conciencia nacional— rebasa con mucho el planteamiento de un mero problema intelectual, y se convierte en algo que afecta de manera dramática a la convivencia de los españoles: la negación de la patria y de la tierra a una parte de éstos, a los que, precisamente en nombre de la patria y de la religión, se les llama «antiespañoles»; de ahí que, en el futuro, pueda convertirse en guerra civil.
De momento, en la sociedad española se instala un maniqueísmo que divide el país en dos sectores irreconciliables entre sí desde el punto de vista político. Como es lógico, la guerra civil no tarda en estallar, y así ocurre en 1833, cuando, al morir Fernando VII, surge la escisión entre las dos ramas monárquicas: la liberal de Isabel (y su madre María Cristina) y la carlista del hermano de Fernando, don Carlos.
Este hecho, al interiorizarse en la conciencia ciudadana, se convierte en protagonista de la vida española. Entre 1833 y 1936 podemos decir que España vive en un estado de guerra civil larvada, que explota en momentos de extrema gravedad; no sería absurdo ni exagerado llamar a ese período: «el siglo de las guerras civiles», esperando que ese plazo haya sido suficiente como para superar la dramática división. En este sentido pienso que la Constitución de 1978 puede ser definitiva.
Los orígenes remotos del problema vienen desde la misma constitución de España como nación, al establecerse la unidad de España sobre la base de un catolicismo monolítico y dogmático, sin alternativa posible. Ese Estado confesional, que pudo mantenerse sin excesivas alteraciones durante la Edad Moderna, acabó siendo inviable cuando aparecieron nuevas opciones abiertas por la contemporaneidad. Aun así, recordemos que a finales del siglo XV se expulsó a los judíos y a principios del XVII, a los moriscos. Durante ese lapso se produjeron persecuciones y hostilidades contra erasmistas y protestantes, sin que faltaran autos de fe y condenas inquisitoriales. Se instala así en el país la realidad de los exilios, ya sean éstos individuales o colectivos. Esta problemática, que trataremos de manera pormenorizada en los sucesivos capítulos de este libro, afecta al país durante siglos, y provoca los distintos planteamientos que han dado lugar al llamado «problema de España».
El problema podría haberse resuelto de un plumazo declarando la aconfesionalidad del Estado, pero ahí estriba precisamente el asunto: la presión social de las llamadas «fuerzas vivas» ha sido tan fuerte y absorbente que ha impedido toda evolución razonable hasta nuestros días. Es precisamente hoy cuando se dan las condiciones para su futura solución.
En los distintos capítulos de este libro se hace un repaso del problema. Iniciamos el primero con la figura de Blanco-White, arquetipo de la escisión entre las «dos Españas» —algo bien visible en su doble apellido—, y la aparición de una conciencia intelectual en la que se explicita de forma meridiana la gravedad del problema y sus consecuencias: la emancipación de las colonias americanas, entre otras.
La mentalidad inquisitorial —secuela psicológica y social de la vieja institución— se revela como el motor oculto que acciona una conducta social de oposición al otro —al que es diferente en los aspectos social, intelectual o religioso— hasta su extinción. Las guerras civiles y los exilios subsiguientes tienen su origen aquí, en una dialéctica que culmina con la Guerra Civil de 1936 - 1939 , en la que no queda el menor resquicio —ni territorial ni personal— que se salve del enfrentamiento bélico. Esa lucha fratricida, impregnada por la sangre y el dolor colectivo que arrastra a todos, crea las condiciones para su futura superación. Tengo la impresión de que el sufrimiento fue tan brutal que surtió el efecto de una catarsis colectiva, y por eso la Guerra Civil no puede repetirse y el ciclo de las guerras civiles ha terminado de manera definitiva. El «nunca más» se ha interiorizado definitivamente en la conciencia ciudadana de los españoles.
En este sentido, me parece que la Constitución de 1978 ha sido decisiva; de hecho, lleva vigente más de treinta años, un verdadero hito en la historia de nuestro constitucionalismo. Y, si a ello unimos los recientes cambios socioeconómicos en la estructura política del país, el hecho me parece irreversible. España ha pasado de ser una sociedad agraria a otra industrial y de servicios, y ha dado protagonismo a una nueva burguesía y a una clase media desconocida en el pasado. Ello representa un cambio sustancial en la geografía urbana, traducido en una transformación demográfica inédita: los pueblos se despueblan, las ciudades aumentan de tamaño, y la inmigración crece. Hay una nueva España alejada del confesionalismo católico tradicional: surgen mezquitas, y aumentan las iglesias protestantes y otras confesiones religiosas. En fechas recientes ha surgido una asociación de ateos, muy activa en la Red. La tolerancia y la permisividad se han instalado en la sociedad (hasta los miembros de la realeza se divorcian), y la mentalidad inquisitorial se aleja de nosotros. En una palabra, gozamos de las mejores condiciones para que las «dos Españas» desaparezcan de una vez por todas. Es cierto que todavía quedan bolsas de resistencia contra los nuevos tiempos, donde los católicos ultramontanos y la derecha reaccionaria se alían en la defensa de un orden social obsoleto y retrógrado, en el que pecado y delito se confunden como un todo indisoluble.