Prólogo
Muchas preguntas, algunas respuestas
Y vosotros, ¿quién decís que soy?
M ARCOS 8,29
Puede que Jesús fuera un enigma hasta para él mismo.
H AROLD B LOOM
¿Hay manera de saber quién era el hombre que hace unos dos mil años recorrió la tierra de Israel, habló a las multitudes, sanó a los enfermos, anunció un mensaje que hasta entonces nadie había concebido y acabó inmolado en un patíbulo infame? El hombre, con su materialidad de carne, sangre, músculos, y la mirada, la palabra, el gesto bendecidor o algunas veces violento, antes de que la liturgia, la doctrina y el mito convirtiesen su memoria en un culto, el culto en una fe y la fe en una de las grandes religiones de la humanidad.
Hasta cierto punto es posible. Nunca sabremos qué aspecto tenía, cuál era el timbre de su voz ni el brillo de su mirada; pero podemos tratar de vislumbrar al hombre en su dimensión histórica, en aquella tierra y aquellos años. Podemos acercarnos a su inmensa figura y tratar de conocerle como era, antes de que desapareciese bajo una gruesa costra de teología.
El diálogo reproducido en este libro obedece a la necesidad y la posibilidad de saber lo que fue Jesús, Yehoshua ben Yosef en la dicción hebrea. Debo agradecer al profesor Mauro Pesce, eminente biblista, catedrático de Historia del Cristianismo en Bolonia y autor del reciente y exitoso volumen Le parole dimenticate di Gesù, que aceptase la invitación de un profano como yo para discutir sobre el asunto que conoce tan profundamente. Cuando empezamos a preparar nuestro diálogo, el profesor explicó en estos términos su postura: «Estoy convencido de que la investigación histórica no pone en peligro la fe, aunque tampoco obliga a creer. Es verdad que a veces pone en cuestión algunos aspectos de la imagen confesional de Jesús, pero esto, más que negar la fe, invita a replantearla. Por otro lado, la investigación también resta crédito a ciertas afirmaciones toscamente antieclesiásticas; lo cual tampoco obliga a tener fe, sino a adoptar una actitud laica más madura».
Le hice preguntas que, como profano que soy, me parecían fundamentales: ¿qué significó la presencia de Jesús en la Palestina de aquellos años? ¿Era uno más de los cientos de predicadores itinerantes, poseídos por Dios, que vagaban por esas aldeas? ¿Fue realmente él y no Pablo de Tarso quien fundó el cristianismo? ¿Por qué casi no ha quedado ningún rastro de esa multitud de «profetas»? ¿Quién se acuerda hoy de Judas Galileo o Teudas el Egipcio? ¿Por qué él, en cambio, logró inculcar a los hombres categorías de pensamiento y sentimientos hasta entonces relegados a las emociones privadas?
También hubo preguntas más corrientes, las que hacemos acerca de cualquier personaje de la historia: ¿dónde nació? ¿Quiénes eran sus padres? ¿Cuándo nació? Como estamos en el año 2006 de la era cristiana (5766 de la judía), deberíamos pensar que nació en un hipotético año cero. Pero no es así, pues Jesús nació en los últimos años del reinado de Herodes, que murió en el año 750º ab urbe condita, es decir, aproximadamente el 4 a.C. De modo que hoy deberíamos estar por lo menos en 2010, si contásemos a partir de su nacimiento; otros datos históricos, difíciles de resumir, desplazan aún más la fecha. Por otro lado, ¿nació en realidad el 25 de diciembre? Eso también es improbable. La fecha coincide aproximadamente con el solsticio de invierno, tras el cual los días empiezan a alargarse; podría decirse que la tierra reanuda su marcha hacia la primavera. Por eso el 25 de diciembre es una fecha preñada de significados astronómicos y simbólicos. Se decía que otro dios había nacido ese día: el misterioso Mitra, divinidad benévola que tuvo muchos adeptos en Roma. El mitraísmo fue una religión que compitió durante mucho tiempo con el cristianismo. Mitra también se había hecho hombre para salvar al género humano. Una de las leyendas dice que vino al mundo encarnándose en el vientre de una virgen y dejó la tierra para regresar al cielo cuando tenía treinta y tres años. Más aún: ¿dónde nació? ¿En Belén? Quizá ni siquiera esto sea seguro. En realidad, desde un punto de vista histórico, la hipótesis de un nacimiento en Belén es bastante débil. Solo Mateo (2,1-6) explica los motivos por los que habría sido elegida esa aldea minúscula: en uno de los libros de la Biblia está escrito (Miq 5,1): «Pero tú, Belén de Efrata, / pequeña entre las aldeas de Judá, / de ti sacaré el que ha de ser jefe de Israel». Lo cual hace pensar que el nacimiento en Belén se convirtió en un dato teológico, más que biográfico. Jesús tenía que nacer en esa aldea porque las Escrituras habían profetizado que allí vendría al mundo el rey de Israel. ¿Nacido de una virgen? ¿Cómo se puede explicar, más allá de la fe, algo tan absurdo? ¿A pesar de que los evangelios, en varias ocasiones, hablan de los hermanos y las hermanas de Jesús? La Biblia judía (el Antiguo Testamento, según la denominación cristiana) se ha utilizado en muchas otras ocasiones para dar legitimidad a Jesús. Toda la tradición cristiana rastrea en ella las anticipaciones o las explicaciones de lo que fue su corta y trágica vida, reduciendo así la imponente tradición hebrea (también en el aspecto literario) casi a un mero signo precursor de la novedad que representaba el cristianismo.
Por último, hay otros motivos más circunstanciales para esta indagación, como el intento de entender el éxito de los libros y las películas sobre Jesús y la persistencia de leyendas nebulosas como la del santo Grial, en la que se ha inspirado el escritor estadounidense Dan Brown para escribir El código Da Vinci. ¿Cómo se explican las decenas de millones de ejemplares vendidos, si como thriller deja bastante que desear? Personajes recortados como muñequitos de cartón, escritura sin gracia, metáforas insulsas. ¿Dónde está el secreto de este favor sin precedentes? El autor tuvo la astucia, o la suerte, de encontrar un tesoro, quizá sin haberlo buscado siquiera. Ese tesoro era la curiosidad, se podría decir incluso el afán de saber quién fue realmente Yehoshua ben Yosef. ¿Las cosas sucedieron realmente como en la manida versión de las iglesias cristianas? ¿O una parte de la historia se ha censurado, porque resultaba demasiado difícil encajarla en la narración establecida por la doctrina? Es más, ¿qué saben los cristianos de esta historia? ¿Cuántos de ellos son conscientes de que Jesús llamado el Cristo, es decir, el Ungido, el Consagrado, era ante todo un profeta judío, hijo de esa fe, que cumplía la Torá a rajatabla, hasta en los detalles de vestimenta y alimentación; pero al mismo tiempo profundamente innovador, sabedor de que poseía facultades extraordinarias y ansioso por recibir de Dios indicaciones para hacer uso de ellas?
El cruce de mi curiosidad (o mi inquietud) y la ciencia del profesor Pesce ha dado como resultado este libro. Sepa el lector que estas páginas, comoquiera que las juzgue, están escritas de buena fe.
C ORRADO A UGIAS
junio de 2006
1
Acercándose a él
En un ensayo publicado hace poco, titulado Jesús y Yahvé, el gran crítico literario estadounidense Harold Bloom escribe: «Yoshua, Jesucristo y Yahvé son tres personajes totalmente incompatibles». Yoshua (o Yehoshua) es el nombre hebreo de Jesús llamado el Cristo, es decir, el Ungido, el Consagrado. Yahvé es el nombre del Dios que aparece en la Biblia hebrea. Un Dios caprichoso, según Bloom, que recuerda un aforismo del oscuro Heráclito: «El tiempo es un niño que juega moviendo los dados: el reinado de un niño». Esta podría ser la respuesta a las cosas absurdas de la vida, una explicación inclemente de las injusticias del mundo, de sus crueldades. Pero me gustaría destacar otra diferencia, otra incompatibilidad, según Bloom, entre Yehoshua y Jesucristo: la que hay entre el profeta judío que recorría la tierra de Israel más o menos en los años a partir de los cuales datamos nuestra era, y el fundador de una religión que por él se llamaría cristianismo. ¿Por qué hace Bloom esa distinción? Uno de los hilos que hilvana este libro es, precisamente, la respuesta a esta pregunta. El lector lo verá aparecer aquí y allá, cada vez que se mencione la compleja doctrina forjada a lo largo de los siglos a partir de la figura de aquel profeta. Pero hay una primera respuesta, inmediata y mucho más sencilla: las diferencias empiezan con la escasez de datos que tenemos sobre el profeta Yehoshua y con su carácter contradictorio.