Introducción
Jesús es apresado en medio de la noche por un grupo de personas armadas y a la mañana siguiente se encuentra ya en la cruz. Permanece clavado durante unas horas antes de morir ante los soldados romanos y unas pocas mujeres, tal vez ante alguien más.
A su muerte no le siguen alborotos, no se produce el caos. Días de silencio envuelven a quienes han estado a su lado. Sorprendidos por la fulminante intervención de los romanos, sus seguidores huyen desolados. Deben explicarse lo ocurrido, pero están inmersos en una tormenta de pensamientos y su espacio vital se ha restringido. Su mundo se ha derrumbado en solo una noche: el sentimiento de pérdida es enorme. Dos cuestiones les atormentan: ¿por qué la vida de su líder ha terminado en una derrota?, ¿por qué no ha llegado el Reino de Dios que él había anunciado?
La ejecución de Jesús es un hecho históricamente indudable, pero las circunstancias que la rodean no están nada claras. Se trata de un acontecimiento complejo que está cubierto de oscuridad. Nuestra investigación surge de los siguientes interrogantes: ¿qué impacto tuvo sobre sus seguidores la ejecución de Jesús?, ¿qué respuestas se dieron ante su muerte?
Son muchos los libros que se ocupan de la condena de Jesús y de quiénes fueron los responsables de su muerte, pero no es este el objetivo principal de nuestro estudio. La perspectiva antropológica nos ayuda a centrarnos en una cuestión fundamental que a menudo se pasa por alto: ¿qué sucede cuando se rompe el vínculo que une a un grupo de seguidores con su líder? Solo si se percibe la importancia de ese vínculo puede entenderse por qué los relatos sobre Jesús están condicionados por el trauma provocado por su muerte.
Es verdad que, en general, toda historia parte del final. Y esto es aún más cierto en el caso de Jesús. Su vida siempre es narrada a partir de la cruz. Sus seguidores no esperaban que muriese, así que su muerte les resulta algo inexplicable. Precisamente de este desconcierto surgen los primeros relatos y las primeras interpretaciones. Algunos pensaban que Jesús no podía desconocer lo que ocurriría, otros se preguntaban si habría previsto su muerte. Las preguntas se multiplicaban. ¿Quería Jesús morir realmente?
Nosotros creemos que en los relatos evangélicos han quedado huellas, no borradas, que nos permiten entrever en ciertos casos lo que ocurrió. Las huellas son señales seguras de lo que aconteció en el pasado. Algo así como cuando se retira la marea y la arena que queda al descubierto aparece llena de marcas más o menos nítidas de vidas que ya no están allí pero que sí estaban antes.
Nuestro trabajo se fundamenta en la búsqueda de las huellas que están debajo y dentro de las afirmaciones explícitas de los textos. Por eso cuando intentamos reconstruir un evento de la vida de Jesús partimos siempre de las divergencias entre los diversos relatos. Solo cuando llega a ser claro que los eventos no pueden haberse desarrollado simultáneamente de modos diferentes, nos preguntamos qué sucedió en realidad y cómo podemos saberlo.
En este punto tenemos que hacer un elogio del «detalle». La atención minuciosa a los detalles, instrumentos elocuentes, es el medio fundamental para poner de relieve las contradicciones y para encontrar un paso, una fisura, aunque sea minúscula, que nos permita una mirada al pasado, a lo que sucedió mucho antes de que se escribieran los evangelios.
Los textos sobre la muerte de Jesús fueron escritos por personas que no le habían conocido y que no hablaban su lengua. Los anacronismos y el conocimiento impreciso de tiempos y lugares de los eventos narrados son hechos innegables que obligan a preguntarse si es posible reconstruir de modo fidedigno la vida y la obra de Jesús. Nosotros pensamos que sí, porque consideramos que los evangelios, como muchos otros escritos de los dos primeros siglos, contienen y conservan lo que aconteció con mayor o menor claridad.
La confrontación antropológica e histórica de las noticias puede siempre evitar la confianza ingenua en los textos o, en el extremo opuesto, el escepticismo absoluto, la negación de su fiabilidad. Así pues, nuestra investigación no se basa solo en un único evangelio: la confrontación exige que se examinen todos los textos disponibles.
El reconocimiento de las divergencias y contradicciones que existen entre los evangelios nos lleva a una gran conquista. Las informaciones orales y escritas transmitidas durante décadas por grupos de seguidores, que probablemente usaron los autores de los textos evangélicos, proceden de diversas zonas de Israel y de ciudades del Mediterráneo, y nos permiten remontarnos a lo que se sabía de Jesús mucho antes de que se compusieran los evangelios.
Hay quien tiene en alta estima el evangelio de Marcos porque supone que es el más antiguo. Pero nosotros pensamos que para nuestra investigación se trata de una convicción insuficiente o incluso, tal vez, de un verdadero error. Cada evangelio a su modo, en efecto, se basa en noticias específicas y parciales que debemos tomar en serio: Marcos dispone de un antiguo relato de la muerte y de pequeñas colecciones de debates y de palabras de Jesús; Lucas y Mateo, en cambio, tienen a su disposición una colección muy amplia. Todos los autores se han procurado y han recogido informaciones específicamente suyas. Juan se basa en una cantidad extraordinaria de noticias que desconocen los otros. También las cartas de Pablo, escritas como mínimo veinte años antes que los evangelios, contienen noticias importantes y antiguas. Otras llegaron a entrar en el Evangelio de Tomás, en el Evangelio de Pedro, en la Ascensión de Isaías, en los denominados evangelios judeocristianos y en muchos otros textos.
Ante las divergencias y las contradicciones, algunos especialistas intentan encontrar a toda costa una solución. Pero de este modo se ignora un hecho fundamental: los autores difieren entre sí precisamente porque no tenían informaciones seguras sobre ciertas circunstancias. El ocultamiento de las incertidumbres con soluciones consoladoras y armonizadas no es propio de una investigación seria: ser conscientes de lo que se desconoce es de capital importancia para entender mejor lo que sabemos con seguridad.
Comenzamos cada capítulo presentando un «escenario», un marco descriptivo en el que nos imaginamos algunos aspectos del ambiente en el que se desarrollaron los acontecimientos. No tratamos de describir hechos históricos, sino, más bien, suscitar la conciencia de la existencia de contextos complejos en los que vivieron y lucharon los seguidores.
No obstante, los elementos históricos y culturales de estos escenarios son históricamente ciertos. Los evangelios de Marcos, de Lucas y de Mateo, por ejemplo, relatan las instrucciones dadas por Jesús para la preparación de la cena pascual, pero no hacen referencia al sacrificio de los corderos y a lo que la celebración de la Pascua suponía para centenares de miles de peregrinos. En el primer capítulo hablamos sobre los fuegos nocturnos después de la cena pascual. No es pura fantasía: en el tratado Pesajim de la Misná se dice, en efecto, que es necesario quemar todas las sobras de la comida ritual.
Toda producción cultural de la antigüedad puede sintetizarse en la metáfora del texto gastado o de la imagen que ha perdido sus colores originales. Conceptos como «mesías» o «Reino de Dios» nos parecen desvaídos, opacos. Y, sin embargo, su color era vívido y nítido en el mundo al que pertenecían. Hoy día necesitan explicarse, a veces sustituirse con otras actuales, si bien una sustitución sistemática excluiría la comprensión del pasado. Por esta razón, hemos intentado releerlas en sus confines culturales originales, en los contextos reales en los que constituían un vehículo inmediato de significado. Jesús hablaba en arameo, pero sus palabras se nos han transmitido en una lengua diferente: para captar su significado, tenemos que sumergirnos en la historia y en los ambientes en que surgieron.