Í NDICE
Oh, hastío de los hombres que dejan a DIOS
por la majestuosidad de vuestra mente y la gloria de vuestra acción,
por las artes e invenciones y empresas audaces,
por planes de grandeza humana totalmente desacreditados
[...]
Tramando felicidad y arrojando botellas vacías,
Pasando de vuestra vacuidad al entusiasmo enfebrecido
por la nación o la raza o lo que llamáis humanidad.
T HOMAS S TEARNS E LIOT , Coros de «La Roca»
Imagina que no existe el cielo; es fácil si lo intentas.
Ningún infierno debajo de nosotros,
y sobre nosotros sólo el firmamento.
Imagina a todo el mundo
viviendo para hoy.
Imagina que no existen naciones; no es difícil hacerlo.
Nada por lo que matar o morir,
y tampoco ninguna religión.
Imagina que todo el mundo
vive la vida en paz.
J OHN L ENNON , Imagine
[...] el incomparable profesor caminaba, también, apartando los ojos de la odiosa multitud del género humano. Él no tenía futuro. Lo desdeñaba. Él era una fuerza. Sus pensamientos se recreaban en las imágenes de ruina y destrucción. Caminaba frágil, insignificante, raído mísero, y terrible en la simplicidad de su idea de invocar la locura y la desesperación para la regeneración del mundo. Nadie le miraba. Pasaba, insospechado y mortífero, como una plaga en la calle llena de hombres.
J OSEPH C ONRAD , El agente secreto
No tengáis miedo.
J UAN P ABLO II
Para Linden, Martin Ivens y Adolf Wood
P RÓLOGO
E ste libro no es una historia del cristianismo; ya se han escrito muchas. Tampoco es una historia de los tiempos modernos; Paul Jonson ha escrito una excelente. Causas sagradas se sitúa más bien en el espacio intermedio entre ellas, donde cultura, ideas, política y fe religiosa se encuentran en un terreno para el que no consigo encontrar una designación satisfactoria. Tal vez no haya que intentarlo. Determinar ese espacio ha sido uno de los principales desafíos a la hora de escribir este libro. Es fácil identificar lo que se quiere evitar, pues bajo mi puente de cuerdas amagan cocodrilos como «Historia eclesiástica», «Historia de las ideas» y «Teología». El objetivo general era escribir una historia coherente de la Europa moderna, organizada ante todo en torno a los temas intelectuales y espirituales más que los meramente materiales. Aunque no desdeñe, ni mucho menos, lo material como factor importante en la historia, siendo como soy de una credulidad excepcional para las simples exposiciones de estadísticas de producción.
Mi libro anterior, Poder terrenal, empezaba con la «religión política» creada durante la fase jacobina de la Revolución Francesa, con sus cultos a la Razón o al Ser Supremo. No se trataba de simples usurpaciones cínicas de formas religiosas, sino de lo que el pensador italiano Luigi Sturzo denominó «explotación abusiva del sentimiento religioso humano» a mediados de los años veinte. Estos intentos de alcanzar el cielo en la tierra, lo mismo que muchos anteriores (que describe gráficamente Norman Cohn en la relación clásica de las herejías medievales En pos del milenio) desembocaron para muchos en el infierno, como puede comprobar fácilmente todo el que recorra los escenarios de las matanzas jacobinas en la sombría y despoblada Vendée. Esta veta distópica reapareció con diversos atuendos durante el siglo XIX , ya sea en los planes estrafalarios de Augusto Comte o de Charles Fourier, en la locura moral de los nihilistas rusos o en el socialismo científico de Marx y Engels, moralmente disparatado en otros sentidos. Si bien el cristianismo fue parte integrante de muchos movimientos socialistas iniciales (y en Inglaterra sigue siéndolo), las iglesias se alinearon en general con el conservadurismo, en parte como consecuencia de sus devastadoras experiencias a manos de las turbas democráticas en la Francia revolucionaria y en otros países.
Esta alianza de trono y altar se rompió cuando las iglesias vieron desafiado su poder temporal por naciones estado que pretendían hacerse con las lealtades humanas básicas. Los sucesivos pontífices más o menos dotados para la diplomacia pública procuraron defender obstinadamente sus poderes frente a ese ataque, bien de la combinación de liberales y del conservador reaccionario Bismarck en Alemania, bien de los fanáticos anticlericales de la Tercera República francesa. Por otra parte, muchas iglesias protestantes se adaptaron lánguidamente a las últimas ideologías seculares como el nacionalismo y el cientificismo. Estos conflictos se produjeron al mismo tiempo que se producía una serie de cambios más amplios (para los que resulta insatisfactoria la etiqueta de secularización), por los que «ciencia», «progreso», «moralidad», «dinero», «cultura», «humanidad» e incluso «deporte», se convirtieron en objetos de devoción y reorientaron la religiosidad. A principios de siglo, cuando se invocaba a Dios en todas partes en una guerra mundial catastrófica, ya eran perceptibles los «dioses extraños» del bolchevismo, el nazismo y el fascismo como objetos alternativos de devoción religiosa, y esas religiones políticas son el foco inicial de este libro.
Causas sagradas comienza en medio del espantoso trauma de la Gran Guerra, una conmoción que reverberó durante toda la primera mitad del siglo XX . Fueron tiempos extraños. Uno de los asesinos de Walter Rathenau, el ministro de Asuntos Exteriores de Weimar asesinado en 1922, afirmaba que llevaba muerto (espiritualmente) desde el día del Armisticio (9 de noviembre de 1918). Otro miembro de la extrema derecha retratado en una obra de posguerra dice: «Qué más da que me mate una bala a los veinte años, un cáncer a los cuarenta o una apoplejía a los sesenta. La gente necesita sacerdotes que tengan el valor de sacrificar a los mejores... sacerdotes que sacrifiquen». Abundaban los que se proclamaban sacerdotes (y profetas) en los años veinte, toda una gama que abarcaba desde los extraños individuos que surgieron brevemente en la Alemania de Weimar (el que tuvo más éxito fue Adolf Hitler) hasta los sectarios puritanos del bolchevismo. Más que volver a contar la historia sobradamente conocida del fascismo, el nazismo y el comunismo, he intentado evocar sus patologías seudorreligiosas, desde la diestra manipulación por parte de los nazis de ideas como «resurgir» y «despertar» hasta el extraño recurso de los bolcheviques a la confesión perpetua y a la búsqueda implacable de herejes. Existían importantes diferencias entre estos regímenes totalitarios, pero ambos se sirvieron de un venero común de entusiasmo y compartieron objetivos heréticos (o más bien tentaciones) como crear un «hombre nuevo» o establecer el cielo en la tierra. Metabolizaron el instinto religioso. Los pensadores que primero identificaron y conceptualizaron estos inquietantes procesos nos llevan a la siguiente parte de la historia, pues muchos de los críticos más perspicaces de las religiones políticas totalitarias proceden de un medio religioso, ya sean los católicos Luigi Sturzo y Eric Voegelin, el ortodoxo Nikolái Berdiáev o los protestantes Frederick Voigt y Adolf Keller.
Las complejas reacciones de las iglesias a esos desafíos constituyen una parte importante de este libro. Es indudable que la respuesta de una iglesia nacional requiere comentario, pero hay que tener en cuenta también que las iglesias eran instituciones internacionales, de modo que cuando escribimos que la Iglesia católica hizo esto o aquello, no podemos aplicar esa generalización a Inglaterra, por ejemplo, a Estados Unidos, a África o a la totalidad de Centroamérica y Latinoamérica. De hecho, los acontecimientos internacionales son indispensables para comprender esta cuestión. La predisposición general de las iglesias a los regímenes autoritarios (más que totalitarios) en el periodo de entreguerras es incomprensible si no se tienen en cuenta las atrocidades anticlericales que se cometieron en Rusia, España y México, lo que Pío XI denominó el «triángulo terrible» en un claro anticipo de los «ejes del mal» de los que se habla hoy. Para hacerse cargo del tipo de régimen político que apoyó la Iglesia en el periodo de entreguerras hay que considerar Australia, Irlanda y Portugal más que la Italia fascista o la Alemania nazi, sin olvidar que los católicos británicos o estadounidenses se sentían a gusto en sus democracias al margen de por quién se inclinasen sus simpatías externas en conflictos concretos. Pasando al periodo de la Segunda Guerra Mundial, he intentado situar a Pío XI en un plano histórico, lo que significa reconocerle el mérito de una de las demoliciones intelectuales más penetrantes del nazismo (en su encíclica de 1937 Mit brennender Sorge) y evocar su personalidad y su mundo, y por tanto, las opciones reales que tenía cuando la Iglesia lidiaba con una conspiración continental para asesinar a los judíos de Europa. Es muy poco lo que resiste un detenido análisis de la más burda «leyenda negra» (de inspiración soviética), aunque sigan en pie legítimos interrogantes sobre sus vacilaciones y su tono.