B REVE H ISTORIA DE LA
G UERRA C IVIL E SPAÑOLA
Iñigo Bolinaga
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve Historia de la Guerra Civil Española
Autor: © Iñigo Bolinaga
Copyright de la presente edición: © 2009 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Editor: Santos Rodríguez
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Diseño y realización de cubiertas: Universo Cultura y Ocio
Diseño del interior de la colección: JLTV
Maquetación: Claudia Rueda Ceppi
Mapas: Juan Igancio Cuesta
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ISBN-13: 978-84-9763-580-6
Libro electrónico: primera edición
A Laura
Í NDICE
Las elecciones generales celebradas en febrero de 1936 dieron la victoria a una heterogénea agrupación de partidos de izquierda que, apiñada tan solo un mes antes bajo la denominación común de Frente Popular, recogía sensibilidades políticas extremadamente diversas. Desde la reformista Izquier da Republicana de Manuel Azaña hasta agrupaciones políticas extremistas como el Partido Co munista de Es pa ña o el anarquizante Partido Sindicalista de Án gel Pestaña, la diversidad del conglomerado electoral de las izquierdas era tan pa tente como sorprendente su unión. Un encaje de bolillos diseñado para ganar las elecciones sobre un programa forzosamente moderado, centrado en la autonomía regional, la reforma agraria, la laicidad y la concesión de una amplia amnistía a los presos damnificados del bienio gubernamental inmediatamente anterior. Si bien los resultados electorales, contados en número de votos, no supusieron una victoria holgada para la agrupación de izquierdas –4.654.116 votos para el Frente Popular sobre los 4.503.505 obtenidos por los partidos de la derecha–, el sistema electoral republicano preveía la primacía de las mayorías, de manera que traducido a escaños la izquierda ganó por goleada, con 278 escaños contra solamente 130 de la derecha.
Manuel Azaña Díaz, fundador y presidente de Izquierda Republicana. Desempeñó cargos de primera magnitud en los gobiernos izquierdistas de la república, desde ministro de defensa hasta presidente del gobierno. Durante la guerra desempeñó el cargo de presidente de la república, siendo eclipsado por presidentes de gobierno con personalidades más enérgicas.
El sistema electoral que tantas protestas generó entre los perdedores y que a muchos, Franco entre ellos, les pareció ilegítimo, era perfectamente legal. Dimanaba de un decreto de mayo de 1931 que rigió durante todo el periodo republicano, según el cual el partido o coalición que lograra la mayoría de los votos en cada circunscripción –siempre que superara un límite mínimo en número de votos emitidos– se llevaba todos los escaños destinados a la mayoría, cerca del 80%, quedando las sobras para el segundo, por muy poca diferencia de votos que tuvieran. Era, pues, un sistema que favorecía la for mación de coaliciones de partidos como el Frente Po pular o la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que a pesar de su esfuerzo no logró agrupar a todas las sensibilidades de la derecha tan bien como, sorprendentemente, hizo el Frente Popular. Quizá una de las explicaciones a tan inaudita armonía entre las izquierdas provenga del hecho de que fue la propia Internacional la que animó a los partidos comunistas a integrarse en los Frentes Populares, para así hacer frente mejor al avance del fascismo y la derecha radical en Europa. Esto obligó a muchos partidos miembros del Komintern a taparse la nariz para hacer causa común con la izquierda moderada. Sea como fuere, España fue el primer país del mundo en el que un Frente Popular se enfrentaba a la tarea de formar gobierno –luego le tocaría a Francia, en mayo de 1936–, lo que a los sectores más reaccionarios no podía sonarles más que a antesala de la revolución. La derecha no perdió el tiempo, y tan temprano como la madrugada del día siguiente a las elecciones, presionó al todavía jefe de gobierno, Manuel Portela Valladares, para que desautorizara el resultado electoral decretando la ley marcial en todo el país en previsión de desórdenes callejeros. Altamente coordinados, el jefe del Estado Mayor del ejército, Francisco Fran co, y el líder de la CEDA, José María Gil Robles, saltaron como tiburones contra su pieza; el militar tocando teclas en el ejército y la Guardia Civil para convencerles de la necesidad de proclamar el estado de guerra, tal y como ocurrió en 1934 en Asturias; el político presionando a las autoridades civiles, principalmente a Portela Valladares, a quien obligó a levantarse de la cama a las tres de la mañana para convencerle de que se estaba gestando el Apocalipsis. Para aquella derecha histérica un gobierno de izquierdas era el caos, la desorganización, la antiespaña. Tenían una visión ciertamente miope de la heterogeneidad de grupos que componían el Frente Popular: para ellos todos era “rojos”, sin distinción. Todos actuaban bajo el dictado de los bolcheviques de Moscú. Una perspectiva ramplona que sin embargo fue plenamente compartida por muchos miembros de una izquierda en gran medida radicalizada, que veía fascistas en todo lo que oliera a derecha, lo fueran realmente o no.
Los denodados esfuerzos del binomio Franco-Gil Robles no parecían dar sus frutos. Portela se resistía a firmar un decreto de estado de guerra ya preparado y el director general de la Guardia Civil, Sebastián Pozas, se negó rotundamente a acceder a la solicitud de Franco para que sacara a sus hombres a la calle. Posteriores intentos tampoco lograron el efecto deseado, de manera que finalmente el propio Franco acudió a la presencia de Portela Valladares. El presidente del gobierno acusaba ya la terrible presión que Gil Robles y los suyos habían ejercido en él las últimas horas y recibió a Franco aturdido y asustado. La situación le superaba y desde su inicial negativa a las exigencias del líder de la CEDA, había derivado en pocas horas a aceptar una reunión del pleno del gobierno en la que se decidió decretar el estado de alarma, el inmediatamente anterior al de guerra. Pero eso no era suficiente para Franco. Había que cortar la revolución de raíz, desde sus inicios, que no ocurriera como en Asturias. Había que presionar más y más sobre el jefe de gobierno, hasta que el ejército tuviera plenos poderes en las calles. Ante tal insistencia, Portela terminó por hundirse y presentó la dimisión al presidente Niceto Alcalá-Zamora de una forma más bien apresurada. Ni siquiera esperó a la constitución del nuevo parlamento. Las apariencias parecen apuntar con el dedo acusador a Portela de abandonar el barco justo cuando más necesitaba de un capitán, y si bien es cierto que debió de mantenerse interinamente en el cargo hasta la formación de nuevas cortes, también lo es que buscó a Manuel Azaña, la gran figura política del Frente Popular, solicitándole que accediera a ocupar ese poder interino en su lugar. Azaña, enormemente sorprendido por lo extraño y repentino de la solicitud, se sintió remiso a aceptar el cargo, pero finalmente su capacidad de hombre de estado se impuso. “Una vez más, dijo compungido, hay que segar el trigo en verde”. Portela huyó despavorido, pero tuvo el valor y la honradez de enfrentarse a las presiones de la derecha cediendo el puesto a una persona de izquierdas, a quien legítimamente correspondía el poder según el resultado de las elecciones. De esta manera, la derecha ya no podía aprovecharse de la debilidad de un Portela que, si hubiera mantenido unos días más el poder, quizá habría terminado accediendo a las presiones de Franco y Gil Robles.