Introducción
La figura de don Carlos, príncipe de las Españas, malogrado hijo de Felipe II, ha sido muy mal tratada por la historia, y en la actualidad prevalece y la incertidumbre sobre su comportamiento, en el sentido de si este fue correcto y justo o por el contrario desatinado e indigno. En ocasiones se le ha presentado como a un loco, incapaz de suscitar otro sentimiento que un feo e intencionado desdén, cuando no ha sido objeto de insulto y abiertamente se le ha calumniado; aunque alguna vez se le convirtió en héroe y protagonista trágico de una ópera que jamás se imaginó interpretar. En todos los casos, la personalidad de don Carlos aparece desfigurada por la opinión de unos autores que se han acercado al príncipe en busca de un ser distinto al resto de los humanos, al que han concebido producto de la leyenda, sujeto a la monstruosidad o consecuencia de la maldición.
Al igual que Heródoto confesaba que las guerras de los persas y los griegos las conocía por su indagación y Tucídides hizo lo propio sobre la Guerra del Peloponeso, esta historia recoge una investigación basada en documentos, recuentos y evidencias procedentes de fuentes fiables. Así como Aristóteles estableció la distinción entre poesía e historia, subrayando que mientras que el historiador relata lo que ha ocurrido, el poeta lo hace de lo que puede ocurrir, pues la poesía trata de verdades generales, y la historia, de sucesos específicos, aquí se ha seguido la pauta historiográfica de investigación académica, basada en el contraste y cruce de las fuentes, el análisis de documentos y el cotejo de la bibliografía publicada sobre el tema. Todo ello para llegar a conocer en toda su dimensión la figura del heredero de Felipe II. La idea que subyace en este trabajo es «comprender» y no «juzgar», tal como enseñaron Marc Bloch y Lucien Febvre, fundadores de la escuela de los Annales en los años treinta del siglo XX .
Si el caso singular del príncipe don Carlos se hubiera producido.
Sin embargo, llama la atención que precisamente lo que ha trascendido sobre el retoño de Felipe II sea un dictamen histórico tan.
Los estudios monográficos realizados por los pocos especialistas de la Edad Moderna que se atrevieron con tema tan espinoso casi siempre centraron el interés por la vida del príncipe en relación con los avatares del reinado de su padre, Felipe II, o bien en concordancia con lo que su existencia influyó en la leyenda negra que envolvió el reinado felipino. El propio.
No obstante, las biografías que se han realizado sobre un personaje tan interesante como polémico no son numerosas, pues lo que más abunda son los comentarios y referencias colaterales en capítulos de libros que tratan aspectos del reinado de su padre o que directamente tenían por objeto el estudio de Felipe II. De cualquier manera, para todos los historiadores que se han interesado por el príncipe don Carlos, los sucesos que tuvieron lugar durante su vida y de los que fue protagonista suelen admitirse como una parte importante de la historia de España, debido a su proyección, al ser muy divulgados y tener hondo eco en otras disciplinas, como la literatura y la música, dado el trágico destino final del infante.
Tal fue la repercusión que tuvo el infausto desenlace que ya en su misma época pueden hallarse algunos libelos, que se amplificaron en los siglos siguientes, en los que se elucubraba de forma grotesca y exagerada acerca de la muerte del príncipe.
Ni que decir tiene que tal escenario está muy lejos de la realidad, aunque no deja de parecer curioso el recurso que utilizó el autor para situar en el cuello del infante una ligera cinta de seda que le causó la muerte al ser sujetada por unas.
La propia interpretación oficial, generada en el ámbito de la secretaría de Felipe II, y transmitida por los servidores más cercanos del monarca, fue probablemente la que suscitó que casi de inmediato surgieran tantos textos contradictorios un tremendo mazazo anímico entre la población y amplificó la desconfianza de los más maliciosos, de donde brotaron las teorías más peregrinas e interesadas.
Este doloroso acontecimiento lo aprovecharon los enemigos de Felipe II, los rivales de los Habsburgo y los contrarios a la monarquía hispánica; de ahí que algunos imputaran al rey la responsabilidad sobre el grave suceso y le hicieran que precisamente formuló el príncipe de Orange, haciendo responsable al rey de la muerte de su hijo con el firme propósito de desprestigiarlo ante las cortes europeas.
El éxito que obtuvieron las interpretaciones legendarias entre la gente popular del ámbito luterano contrasta con el fracaso rotundo que adquirió la versión del rey entre su propio pueblo e incluso ante la historia, pues solo convenció a los escasos destinatarios de sus contadas misivas personales, como fueron el Papa, su tía Catalina de Portugal, quien también era la abuela del niño, el emperador Maximiliano y la emperatriz María (hermana de Felipe II), así como los duques de Alba y del Infantado, el virrey de Navarra y algunos embajadores, como el de Roma y el de Viena. Todos estos entendieron a la perfección tanto las palabras como los silencios del rey, pero hay que tener en cuenta que, debido a su proximidad a la Corona, solo ellos eran los que entonces se hallaban en disposición de deducir las calladas razones del monarca. Estos fueron los únicos a los que Felipe II les comunicó personalmente la prisión de su hijo, sin pormenorizar los motivos que le indujeron a ello, excepto para explicarles que se trataba de un asunto de la máxima gravedad y rayano en la insensatez.
La versión oficial la ejemplificó el maestro López de Hoyos, quien el mismo año del óbito de don Carlos dio la primera comunicación oficial acerca de la muerte, junto con las ceremonias que siguieron a su fallecimiento. La redacción de esta relación se realizó bajo la atenta vigilancia del confesor del rey —al igual que de su hijo—,.
La poca claridad expresada por el propio Felipe II acerca de por qué enclaustró a su hijo y ordenó ponerlo bajo vigilancia fue una de las razones esgrimidas por sus detractores y lo que al mismo tiempo dio pábulo a la creación de teorías diversas, que unas veces coincidían entre sí y en otras ocasiones se rectificaban. Aunque el rey dio razones, estas no fueron todo lo precisas que podría esperarse, sobre todo sabiendo a posteriori lo que dicha ambigüedad comportó para la fama del monarca y para el prestigio de la monarquía hispánica; sin embargo, habría que entender su actitud, porque, de ser ciertos todos los desórdenes que se le atribuían al vástago, como parece lo más factible, no iba a ser su propio padre el primero en reconocerlos públicamente, ni el más indicado para desvelarlos, poniendo la tragedia de su desventura al descubierto. Por lo tanto, la medida decretada por el rey estuvo encaminada a considerar a su hijo incapaz para gobernar sus reinos, lo que debía interpretarse como respuesta al carácter que se le atribuía a don Carlos y a la vergüenza o temor que experimentaba el monarca en los momentos de enajenación de aquel.
En la correspondencia que Felipe II mantuvo con sus familiares más cercanos y con el papa Pío V daba a entender cuáles eran las auténticas razones que le habían llevado a tomar una decisión tan dolorosa como delicada. No obstante, desde el mismo momento del encierro, surgieron los primeros comentarios que pronto se convirtieron en rumores malintencionados que corrieron como un reguero, alegando que Felipe II ordenó por una cuestión de celos la muerte de su esposa y la de su propio hijo para casarse con la prometida de este.