Alonso de Contreras
Discurso de mi vida
Desde que salí a servir al rey, de edad de catorce años, que fue el año de 1597, hasta el fin del año de 1630, por primero de octubre, que comencé esta relación
Libro primero
Del nacimiento, crianza y padres del capitán Alonso de Contreras, caballero del hábito de San Juan, natural de Madrid
Capítulo 1
De mi infancia y padres
Nací en la muy noble villa de Madrid, a 6 de enero de 1582. Fui bautizado en la parroquia de San Miguel. Fueron mis padrinos Alonso de Roa y María de Roa, hermano y hermana de mi madre. Mis padres se llamaron Gabriel Guillén y Juana de Roa y Contreras. Quise tomar el apellido de mi madre andando sirviendo al rey como muchacho, y cuando caí en el error que había hecho no lo pude remediar, porque en los papeles de mis servicios iba el Contreras, con que he pasado hasta hoy, y por tal nombre soy conocido (no obstante que en el bautismo me llamaron Alonso de Guillén), y yo me llamo Alonso de Contreras.
Fueron mis padres cristianos viejos, sin raza de moros ni judíos, ni penitenciados por el Santo Oficio, como se verá en el discurso adelante de esta relación. Fueron pobres y vivieron casados como lo manda la Santa Madre Iglesia veinticuatro años, en los cuales tuvieron dieciséis hijos, y cuando murió mi padre quedaron ocho, seis hombres y dos hembras, y yo era el mayor de todos. En el tiempo que murió mi padre yo andaba a la escuela y escribía de ocho renglones; y en este tiempo se hizo en Madrid una tela para justar a un lado de la Puente Segoviana, donde se ponían tiendas de campana, y como cosa nueva iba todo el lugar a verlo. Juntéme con otro muchacho, hijo de un Alguacil de Corte, que se llamaba Salvador Moreno, y fuimos a ver la justa, faltando de la escuela. Y a otro día, cuando fui a ella, me dijo el maeso que subiese arriba a desatacar a otro muchacho, que me tenía por valiente; yo subí con mucho gusto y el maestro tras mí, y echando una trampa, me mandó desatacar a mí, y con un azote de pergamino me dio hasta que me sacó sangre, y esto a instancia del padre del muchacho, que era más rico que el mío, con lo cual, en saliendo de la escuela, como era costumbre nos fuimos a la plazuela de la Concepción Jerónima, y como tenía el dolor de los azotes, saqué el cuchillo de las escribanías y eché al muchacho en el suelo, boca abajo, y comencé a dar con el cuchillejo. Y como me parecía no lo hacía mal, le volví boca arriba y le di por las tripas, y diciendo todos los muchachos que le había muerto, me huí y a la noche me fui a mi casa como si no hubiera hecho nada.
Este día había falta de pan y mi madre nos había dado a cada uno un pastel de a cuatro, y estándole comiendo llamaron a la puerta muy recio, y preguntando quién era, respondieron «La justicia», a lo cual me subí a lo alto de la casa y metí debajo de la cama de mi madre. Entró el alguacil y buscóme y hallóme, y sacándome de una muñeca, decía «¡Traidor, que me has muerto mi hijo!». Lleváronme a la Cárcel de Corte, donde me tomaron la confesión. Yo negué siempre y a otro día me visitaron con otros veintidós muchachos que habían prendido, y haciendo el relator relación que yo le había dado con el cuchillo de las escribanías dije que no, sino que le había dado otro muchacho, con lo cual entre todos los muchachos nos asimos en la sala de los alcaldes a mojicones, defendiendo cada uno que el otro le había dado, que no fue menester poco para apaciguarnos y echarnos de la sala. En suma, se dio tan buena maña el padre que en dos días probó ser yo el delincuente, y viéndome de poca edad hubo muchos pareceres, pero al último me salvó el ser menor y me dieron una sentencia de destierro por un año de la Corte y cinco leguas, y que no lo quebrantase so pena de destierro doblado, con lo cual salí a cumplirlo luego y el señor alguacil se quedó sin hijo, porque murió al tercero día.
Pasé mi año de destierro en Ávila, en casa de un tío mío que era cura de Santiago de aquella ciudad. Y acabado me volví a Madrid, y dentro de veinte días que había llegado, llegó también el Príncipe Cardenal Alberto, que venía de gobernar a Portugal y le mandaban ir a gobernar los estados de Flandes. Mi madre había hecho particiones de la hacienda y, sacado su dote, había quedado que repartir entre todos ocho hermanos seiscientos reales. Yo la dije a mi madre «Señora, yo me quiero ir a la guerra con el cardenal», y ella me dijo «Rapaz que no ha salido del cascarón y quiere ir a la guerra… Ya le tengo acomodado a oficio con un platero». Yo dije que no me inclinaba a servir oficio, sino al Rey, y no obstante me llevó en casa del platero que había concertado sin mi licencia. Dejóme en su casa y lo primero que hizo mi ama fue darme una cantarilla de cobre, no pequeña, para que fuese por ella de agua a los Caños del Peral. Díjela que yo no había venido a servir, sino a aprender oficio, que buscase quien fuese por agua. Alzó un chapín para darme y yo alcé la cantarilla y tirésela, aunque no pude hacerla mal porque no tenía fuerza y eché a huir por la escalera abajo y fui en casa de mi madre, dando voces que por que había de ir a servir de aguador. A lo cual llegó el platero y me quería aporrear; salí fuera y carguéme de piedras y comencé a tirar. Con que llegó gente, y sabido el caso, dijeron por qué me querían forzar la inclinación; con esto se fue el platero y quedé con mi madre, a quien dije «Señora, vuesa merced está cargada de hijos; déjeme ir a buscar mi vida con este príncipe». Y resolviéndose mi madre a ello, dijo «No tengo qué te dar». Dije «No importa, que yo buscaré para todos, Dios mediante». Con todo, me compró una camisa y unos zapatos de carnero, y me dio cuatro reales y me echó su bendición, con lo cual, un martes 7 de septiembre 1597, al amanecer, salí de Madrid tras las trompetas del Príncipe Cardenal.
Llegamos aquel día a Alcalá de Henares, y habiendo ido a una iglesia donde le tenían gran fiesta al Príncipe Cardenal, había un turronero entre otros muchos, con unos naipes en la mano. Yo, como aficionadillo, desaté de la falda de la camisa mis cuatro reales y comencé a jugar a las quínolas. Ganómelos, y tras ellos la camisa nueva, y luego los zapatos nuevos, que los llevaba en la pretina. Díjele si quería jugar la mala capilla. En breve tiempo dio con ella al traste, con que quedé en cuerpo, primicias de que había de ser soldado. No faltó allí quien me lo llamó y aún rogó al turronero me diese un real, el cual me lo dio, y un poco de turrón de alegría, con que me pareció que yo era el ganancioso. Aquella noche me fui a palacio, o a su cocina, por gozar de la lumbre, que ya refriaba. Pasé entre otros pícaros, y a la mañana tocaron las trompetas para ir a Guadalajara, con que fue menester seguir aquellas cuatro leguas mortales. Compré de lo que me quedó del real unos buñuelos, con que pasé mi carrera hasta Guadalajara. Rogaba a los mozos de cocina se doliesen de mí y me dejasen subir un poco en el carro largo donde iban las cocinas. No se dolían, como no era de su gremio.
Llegamos a Guadalajara y yo fuime a palacio, porque la noche antes me había sabido bien la lumbre de la cocina, donde me comedí, sin que me lo mandasen, en ayudar a pelar y a volver los asadores, con lo cual ya cené aquella noche, y pareciéndole a maestre Jaques, cocinero mayor del Príncipe Cardenal, que yo había andado comedido y servicial, me preguntó de dónde era. Yo se lo dije y que me iba a la guerra. Mandó que me diesen bien de cenar, y a otro día que me llevasen en el carro, lo cual hicieron bien contra su voluntad. Yo continué a trabajar en lo que los otros galopines, aventajándome, con que maestro Jaques me recibió por su criado. Con que vine a ser dueño de la cocina y de los carros largos que iban delante y con el Príncipe, donde me vengué de algunos pícaros, haciéndolos ir a pie un día, pero luego se me pasó la cólera.
Caminamos a Zaragoza, donde hubo muchas fiestas, y de allí a Montserrate y Barcelona, que pude llevar cuatro y seis personas sin que me costase blanca; todo esto hace el servir bien. En Barcelona estuvimos algunos días, hasta que nos embarcamos en veintiséis galeras, la vuelta de Génova. Y en Villafranca Jenica nos regaló mucho el Duque de Saboya. De allí pasamos a Saona y antes de llegar tomamos un navío, no sé si de turcos, o moros, o franceses, que creo había guerra entonces. Parecióme bien el ver pelear con el artillería. Tomóse.
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